jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 4


Here comes the Black Queen, poking in the pile
Fie-fo the Black Queen, marching single file.
Take this, take that.
Bring them down to size.
-Queen

Capítulo 4: La reina negra

Las familias con dinero obligatoriamente debían sucumbir a ciertas extravagancias. Ordenar un ataúd de diseño clásico y especialmente ancho para la humanidad de uno de sus miembros era pan de todos los días. Olvidarse de semejante pedido y cancelar el servicio funerario en pleno proceso de organización por haber conseguido un lote en un cementerio más exclusivo de Buenos Aires, tampoco resultaba nada extraordinario. Gente joven y rica, encima. Ningún misterio.

Tomás, sin embargo, esperó porque alguien viniera a retirar esa enorme cosa que no tuvo otro lugar donde esperar que no fuera su propio hogar. Una llamada de los jóvenes que le habían pagado en primer lugar para empezar a preparar el terreno y la placa, para luego limitarse a decirle que ya no les hacía falta. ¿Cómo que ya no les hacía falta? ¿Y qué pasaba entonces con lo hecho? “Puede quedárselo si quiere. Nos conseguimos otro sitio.” Por lo menos el dinero extra que le enviaron para cubrir las molestias cayó bien, como cualquier dinero, pero le seguía pareciendo increíble.

El ataúd era inmenso, hecho a medidas de un señor dueño de una compañía de celulares, cuyo colesterol malo no fue la causa de su muerte, como tanto se esperaba, sino un tiroteo imprevisto cuando él sólo paseaba por el centro. En parte esa fue la razón porque la familia se apresurara tanto en marcharse de la provincia. Si eso los asustaba, pensaba Tomás, dentro de nada también abandonarían la Argentina. Más o menos les entendía, no iba a decir que no, pero iba más allá de su simpatía comprender el desapego. La caoba pulida y brillante era un placer absoluto para los dedos que quisieran pasearse encima de ella. Las agarraderas de plata a los costados le agregaban una categoría especial y un aura de irrealidad, como si hubiera salido de un catálogo de antigüedades donde la primera cifra para pujar le costaría todos los órganos. ¿Y qué decir del suave relleno de seda blanca, tanto para el fondo como para la tapa y los costados del interior, sino que nunca en su vida había tenido una cama de semejante calidad?
A los dueños originales les daba igual. Tenían otro mejor. El señor que les había hecho el trabajo era de otro sitio, no recordaba si Italia o España, y no debía hacerle falta un pedido rechazado porque él tampoco se hizo cargo de recogerlo. A lo mejor él también había recibido su propia comisión por los inconvenientes. Como sea que fuera, en los dos años y medio que estuvo en la habitación desocupada del segundo piso, sólo se dedicó a acumular polvo encima de su hermosa superficie. Tomás ni siquiera se atrevía a tocarlo por miedo a que lo rayara, le cayera algo o cualquier evento que pudiera reducir la impresionante calidad de la última cama.
Al cabo de un tiempo naturalmente ya se había olvidado de todo el asunto. Tenía otras cosas importantes que requerían su atención. La niña que encontró durmiendo encima del futuro descanso eterno de una madre accidentada en la ruta, por ejemplo. Una gran distracción que se acabaría volviendo una casi obsesión con el paso del tiempo. La gran parte de sus sueños, conscientes e inconscientes, sus visiones del futuro e ideas del pasado se verían irremediablemente afectadas por ese encuentro fortuito.
Estaba bien vestida en el sentido de que se veía que la ropa era nueva, pero iba sucia y desaliñada. Sacarle información sobre su anterior paradero, dirección, nombres, número de teléfono, cualquier cosa que indicara una familia y un hogar, fueron tan inútiles como pedírselos a un chino en el supermercado. Lo único que supo esa noche fue que ella se llamaba Valentina, tenía 6 años y no quería hablar de dónde había sacado el vestido.
-¿Por qué no?
La niña mordisqueó la galleta salada que le había dado (su único acompañamiento durante la merienda de la tarde) durante un rato más largo del necesario. Tomás esperó sentado en frente de ella. Por fin la pequeña tragó, lo miró con esos grandes ojos y dijo que tenía sed. Le dio agua. Después de un rato seguía sin obtener nada. Entonces algo en su manera de comer, lenta y metódicamente, como racionando cada mordida, consiguió hacerle entender.
-¿Tienes casa, Valentina?
El meneo de cabeza fue todo lo que necesitaba. No se molestó en indagar más. Ya era entrada la noche, de modo que no le quedaba otra opción que hospedar a la nena de momento hasta que tuviera una idea más clara de qué hacer con ella. Le preparó su cama en la habitación principal y para sí un colchón extra en el suelo del mismo cuarto. Cada movimiento que hacía era fielmente seguido por la vista de la niña ya echada. Tomás se daba perfecta cuenta de que quería decirle algo o pedírselo, pero incluso cuando le dio plena luz verde para recurrir a él si lo necesitaba para lo que fuera hasta mañana, incluso si ya estaba dormido, ella sólo asintió de forma ausente sin despegar los labios.
El suelo sin duda no era el sitio ideal para un hombre que hacía tiempo había pasado de los 20 años, pero no le quedaba de otra. Pedirle a la criatura dormir en el suelo después de haberla encontrado haciendo precisamente eso era demasiado. Eliminó el recuerdo del sofá en el living que ya le había servido de mejor lecho en contadas ocasiones. Pretender subirlo por las escaleras sería una simple tortura, por un lado, y por el otro, no quería dejarla sola en su primera noche en una casa extraña.
Estaba a punto de atravesar las puertas que dividían la vigilia del sueño cuando lo oyó por primera vez. En un primer momento su lado perezoso, el que apreciaba la frescura de las sábanas que lo cubrían, quiso pensar que era un animal de afuera, quizá un perro que se había colado por ese maldito hoyo que tenía pendiente arreglar de nuevo. Sin embargo, pronto careció de sentido el engaño.
El sonido era sin duda humano. No venía del exterior. Y no podía ignorarlo. Se levantó en la oscuridad, estirándose hacia la cama. Su vista habituada distinguió a la pequeña cubierta con una remera vieja de su esposa, destapada mientras su cuerpo se revolvía de un lado a otro, murmurando ruidos inteligibles entre sollozos. De vez en cuando soltaba pedidos llamando a mamá, mamá, mamá. No podía resistirlo, pero tampoco sabía exactamente qué hacer. Después de unos gentiles intentos de despertarla que resultaron ser infructuosos, le palmeó la espalda como si fuera un bebé que necesitara sacarse aire. Lentamente el brazo y el resto de su cuerpo fueron acercándose de forma inexorable al cuerpo indefenso a medida que veía a este calmarse, relajarse frente al contacto ajeno. Parecía ser todo lo que hacía falta para vencer las pesadillas y él lo aceptó, pensando para sus adentros que sólo sería por esa noche y debería considerar que no iba a estar capacitado para hacerse cargo de ella, en el caso remoto de que tuviera que hacerlo.
Fue la primera vez desde hacía quince años que compartía su cama con alguien. Y no tardaría mucho en desear no volver a compartirla con nadie más. Hiciera lo que hiciera más tarde, nadie le podía reprochar a Tomás no haber intentado darle a la niña un hogar normal, corriente. Pero era como si la nena hubiera nacido de la misma tierra el día anterior. Nadie tenía ningún registro de su existencia. Nadie buscaba a alguien de sus características. Le ofrecieron entregarla al Estado, enviarla a un orfanato donde ella podría ser adoptada dentro de una familia completa y nueva, toda para ella, pero Tomás había oído los suficientes casos de chicos abandonados hasta la edad adulta esperando algo que jamás llegaba, o de chicos que incluso eran devueltos como juguetes defectuosos cuando las expectativas no eran cumplidas, para que no le atrajera en lo absoluto la idea. ¿Quién le venía asegurar de verdad que ella iba a estar bien atendida?
Era tan fácil oír noticias de mujeres matando a las criaturas de pura hambre porque se enfrascaron en el Facebook. Títulos acerca de padres enfermos que embarazaban a sus hijas a la fuerza y las mantenían encerradas en casa como animales domésticos. Ni hablar de los maltratadores en cualquiera de sus aspectos, que por la más mínima cuestión que los frustrara era la excusa perfecta para descargarse con el ser más vulnerable de la casa. Ser un niño en el mundo se veía aterrador con tanta consciencia acerca de sus males.
Además se estaba volviendo sencillo acostumbrarse a su nueva visita. Para provenir de la calle estaba notablemente bien educada y, más allá de los económicos obvios y esperables, nunca le causaba ningún inconveniente. Incluso conociendo su verdadera condición, al final del día no podía sino verla como una niña modelo. ¿De verdad sería capaz de entregársela a alguien más, incluso si luciera como la opción ideal?
La mera pregunta sonaba absurda, y eso le avergonzó un poco. La respuesta no podía ser otra que un rotundo no.
Hizo lo que pudo. Podía tener causas de vergüenza secreta, haber cometido actos de las cuales no se enorgullecía, pero siempre le quedaba ese hecho para calmar su consciencia. Para bien o para mal, lo intentó.
Cuando Valentina quiso aprender a leer, él desempolvó los viejos libros de primaria que su mujer solía poseer mientras fue profesora de primaria. Le enseñó todo lo que recordaba de cuando tenía su edad y, cuando no las recordaba, juntos lo buscaban por Internet. La cuidó cuando se ponía enferma y a ella nunca le faltaron regalos en cualquiera de las festividades del año en que debía recibirlos. Su ropa siempre estuvo en buen estado y era escogida por ella misma. Realizó su recién adquirido rol de protector con las mejores intenciones, los mejores deseos. Lo juraría ante Dios si supiera que hacía alguna diferencia con respecto a lo que sucedió después.
Valentina era curiosa como cualquier niña. Si a la cualidad se le agregaba cierta afectuosidad en el sentido de que a ella le encantaba dar abrazos, besos y otros gestos de natural acercamiento, en realidad cualquiera habría dicho que era cuestión de tiempo para que ella empezara a tocar zonas inapropiadas para su edad.
Habían pasado ocho años desde que la acogiera bajo su techo. Ocho años durante los cuales él le había dicho que todavía era muy pronto para que le crecieran pechos, que no había necesidad para que se preocupara por ello. Ochos años de dormir con el calor de su cuerpo pegado a los dedos en pos de evitar una pesadilla que, invariablemente, volvía cuando se hallaba sola y la convertía de nuevo en lo que era al inicio: una criatura perdida. En su cabeza se insistió miles de veces en que él pudo cambiar el curso de los acontecimiento con muy poco, que estaba en sus manos hacerlo, en que él fue el verdadero responsable al no actuar como debería en una situación semejante.
Porque una cosa era fantasear al respecto. Las fantasías no tenían peso, no tenían tacto, olor ni sonido, por lo que no le importaban a nadie. Otra muy distinta era actuar acorde a ellas. Sí, lo había pensado, era cierto. Jugó con la idea como un gato con una bola de lana, sabiendo a la perfección lo inútil de semejante actividad pero encontrándose incapaz de resistirse a su atracción. Siempre procurando ponerse con los dos pies firmes sobre la tierra sólida a penas el objeto de sus sueños despiertos le hablaba. Sintiéndose seguro en su cabeza a la que podía desconectar a voluntad de su cuerpo, porque él no era uno enfermo de esos que acababan tras las rejas y mencionados en los noticieros tras arruinarle la vida a un inocente. Incluso si no había madre llorosa que reclamara justicia, el actuar no estaba dentro de sus planes de ninguna forma.
Creyó que estaba dentro de uno de esos maravillosos sueños donde todo era tal como él quería y podía dejarse arrastrar sin inhibiciones. Los primeros momentos fueron perfectos, no podía pedir nada más. Luego los músculos se le tensaron, llegó al final y él abrió los ojos sólo para descubrir con aletargado horror que había sido objeto de un inocente experimento acabado en desastre. En otras mañanas incómodas pero más afortunadas él había conseguido despertarse antes de que ella notara ningún cambio significativo en su cuerpo, pero ahora…
Valentina levantó los ojos. Dos círculos de calor le pintaban el rostro como si de nuevo hubiera estado jugando con maquillaje. Le confundió no encontrar el asco, rechazo o cualquiera de sus variantes que tenía asumido le estarían esperando. La intensidad de su mirada consiguió acelerarle el corazón. Sintió pánico. Se sintió pequeño, estúpido, sucio y manipulado, lo que no tenía el menor sentido si se ponía a pensarlo, aunque ella después le tomara la mano y la hiciera reposar mientras decía:
-Dale, tu turno.
Se dijo que a los 13 años todos tenían episodios de calentura que parecían ya absurdos sólo porque la juventud proveía de mayor energía. Lo trató de justificar diciéndose que Valentina también debió tener un rapto especialmente potente en el pasado y ese sería el único instante en que podría aprovechar para conseguir un postergado alivio, sin haberse detenido a pensar en las consecuencias de sus acciones. Ella era la casi niña que no sabía que las mujeres no poseían entre las piernas lo que ella sí y tenía a un montón de peso inútil ocupando espacio justo al lado en una cama individual.
No hubo provocación previa. De ninguna manera podía concebir que ella de verdad hubiera actuado acorde a semejante desenlace. Y sin embargo, una vez iniciado el descenso ya no hubo vuelta atrás. Cayó por el vacío en la mirada de Valentina queriendo tragársela a ella, conservándola siempre joven, siempre hermosa y siempre suya. Los primeros días estaba como loco. Hizo cosas en las que ni siquiera se permitió pensar más allá de unos mortificantes segundos que lo dejaban a punto de ebullición. Se las enseñó como si tuviera muchos años de los que llevaba.
Y se engañaba diciéndose a la mañana siguiente de que la sonrisa de Valentina era porque se trataba de un algo especial compartido entre ambos. Se negó a ver que el gesto respondía a la atención puesta en ella. Prefirió ignorar que fuera de la habitación nada había cambiado, creyendo que en realidad lo anterior venía a complementar lo ya existente. Fue durante ese tiempo de estúpida alegría e inmerecido optimismo que su viejo amigo de la infancia decidió aparecer de improviso en su vida y hacerle una visita en su casa.
Ellos se juntaron como hace tantos años atrás y empezaron a hablar como si hubieran retrocedido en el tiempo. Las mismas imágenes, las mismas frases, los mismos chistes privados de antaño surgían de forma natural y espontánea, distendiendo el ambiente hasta límites peligrosos para el estado en que Tomás se hallaba. La conversación acabó recayendo sobre la novedad de la ahora casi adolescente que uno de ellos había adoptado inesperadamente, a pesar de haber pasado gran parte de su vida sin la necesidad de tener otra boca que alimentar. Tomás fue tan sincero como ingenuo, hablando y hablando acerca de lo mucho que había mejorado la vida en el cementerio (risa) desde que la niña llegara, no sabía lo lista que era, todo lo que aprendía una vez no se le olvidaba nunca, qué buena y educada tanto dentro como fuera de casa, jamás causaba molestias, ni una vez le causó mayores disgustos, qué suerte, hombre, no sabes qué suerte la mía porque hubiera sido ella y no otra la que acabara aquí. Valentina esto, Valentina eso y Valentina aquello, mientras el amigo mantenía la cordial sonrisa obligatoria y asentía cuando le correspondía.
En cuanto Tomás tuvo que tomar un sorbo del mate para recuperar el aliento, su receptor aprovechó para comentarle en tono ligero.
-Cuídate vos de hablar así en frente de cualquiera. Van a asumir que estás enamorado de la nena y no como padre. Agradece que al menos yo te conozca.
Tomás amplió una de por sí grande sonrisa y dijo qué iba a saber un tipo como él, quien nunca en la vida se había casado e incluso de joven las novias le duraban un parpadeo. No creía que no se acordara de cuando… Fue entonces que llegó Valentina con las compras del supermercado. Después de las presentaciones, la chica, agotada por la caminata prolongada, se sentó con toda confianza a los pies de su presunto padre, apoyando la cabeza sobre sus rodillas. Las caricias a sus sienes no se hicieron esperar. Tomás sabía que su amigo les estaba observando sin perder detalle y por alguna razón oscura eso le causó un placer mayor del acostumbrado. Se entretuvo pasando el pulgar por la sedosa superficie de las cejas negras e inquirió si no le parecía preciosa Valentina con el vestido negro con blanco que le habían encargado a una modista. ¿No se veía bien en él?
Su amigo respondió que sí, de verdad se le veía muy bien. Debió haberle costado mucho mandárselo hacer.
No tanto si la vivían contratando desde que la niña descubrió que no los vendían de su talla. Sí o sí se había vuelto una necesidad, pero no importaba. Valentina era tan buena que valía la pena, dijo sin ya siquiera tener idea de qué es lo salía de su boca mientras tocaba con el índice el contorno de los labios rosados. Valentina irguió un poco la cabeza, mirándole, y le besó la punta de la extremidad, reteniéndolo a centímetros de sus dientes blancos. Tomás sonrió, sintiendo el desbalance en su cabeza producto de una borrachera.
-Eso veo –comentó el amigo.
Tomás en ningún momento se había olvidado de su presencia. Todo lo contrario, la encontraba necesaria. No tuvo idea de qué hizo, si un gesto de mano, cabeza o qué vio Valentina en su mirada, pero de pronto fue como si ella le leyera el pensamiento. La joven se desprendió de él y se fue gateando encima de la alfombra hasta el otro asiento, apoyándole un brazo a las rodillas que lo ocupaban y la cabeza ligeramente inclinada a un lado. Su amigo no perdió el tiempo y empezó a acariciarle el cabello dócil, negro como su vestido de lazos blancos.
-Muy buena, sí –dijo el amigo y Tomás podía oír una ronquera fuera de lo común en su voz.
Le encantó descubrirla. Mientras se echaba hacia atrás y contemplaba la interacción suceder de modo natural, Tomás se sorprendió no tener el menor rastro de celos o disconformidad con la situación presente. Parecía como si todavía pudiera percibir cierto placer, incluso si él no era el destinatario pensado en primer lugar de las atenciones físicas de la jovencita.
A partir de ese día Tomás menos se sentía parte de su vida corriente anterior a ella. De pronto hubieron dos hombres, el antes y el después, con el segundo bailando encima de la tumba del primero mientras no se cuestionaba el cómo detener semejante locura, ni se preocupaba por averiguarlo. Junto al amigo pronto vinieron otros como él, algunos casados, otros divorciados, pertenecientes a los más variados rangos de edades, desde los más jóvenes hasta alguno en silla de rueda. Aparecían en su puerta referidos por alguien, quien a su vez había llegado por prestar oídos en el sitio y momento adecuado.
Nunca hubo discusiones acerca de dinero. Una vez el amigo había fijado el precio, nadie intentó rebajarlo ni escapar a él. Todos sabían exactamente el procedimiento que marcaría las reglas para quienes vinieran después. Y en cada ocasión Valentina salía y entraba sin variar la sonrisa, despidiéndose con un beso de mejilla de quien fuera le tocara. Tomás a veces buscaba en su rostro señales de reproche, de asco, odio, de cualquier cosa que cabría esperar de una persona viviendo semejantes circunstancias, pero ni siquiera la falta absoluta de cualquiera de esos elementos logró calmarle con el paso del tiempo. Se decía que la hubiera mandado al colegio, la hubiera dejado salir con amigos o amigas, qué mierda, hasta tener un novio que la aceptara por lo que era, salir como cualquier joven de su edad, sólo con que ella lo deseara. Temió ese momento en vano. Ella no tenía necesidad de una vida normal.
Lejos de ser un sueño hecho realidad, la aparente aceptación cimentó la semilla del miedo que su propio encaprichamiento del inicio le había impedido ver con claridad. Era como si a ella realmente no le importara nada. Como si sin importar cuantas pieles se acariciaran con ella, en realidad ninguna llegaba a tocarla. Nada más un juguete al que ni siquiera habían accionado la cuerda y actuaba según lo esperado, sin preocuparse por plantear la más mínima pregunta o protesta.
¿Era él uno más de los hechos que se limitaban a suceder? ¿Otra tarea para llevar a cabo? Cierto era que Valentina nunca tomaba la iniciativa. Respondía a los estímulos que enviaba incluso sin darse cuenta, con lo que podía suponer por un momento que la cosa venía por su parte, pero al final siempre quedaba la duda después de que se hubiera calmado la fiebre. ¿Quién era esa niña al fin y al cabo? ¿Por qué no podía dejar de buscarla?
El mero pensamiento de llamar a un alto o detenerla era demasiado doloroso para siquiera considerarlo. Preguntar no le llevaba a ninguna parte. Así, se dejaba llevar y esperaba por un mínimo de claridad dentro de su incertidumbre.
—-
Una mañana se despertó sin compañía y por un absurdo instante, mientras los ojos seguían cerrados, pensó que ya estaba, por fin se había despertado. Ahora podría volver al mundo real y comenzar el duelo por la pérdida de todos esos años. Luego los abrió y se dio cuenta de que estaba destapado casi hasta los pies. Era el principio de una nueva mañana acorde al reloj en la mesita de luz. Acomodó la cama antes de salir en busca de Valentina.
No fue difícil la tarea. La puerta de la habitación extra estaba entreabierta. En el interior reinaba la oscuridad, pero la luz del pasillo alcanzó para iluminar el ataúd ubicado en el centro. Y encima de la cubierta de seda blanca, cubierta por un cubrecama, Valentina dormía apoyando la cabeza en la almohada destinada originalmente al muerto. Se preguntó si era la primera vez que descansaba ahí. Pensó cuántas noches debieron pasar en las cuales Valentina se hallaba en el ataúd y volvía subrepticiamente antes de que el despertador sonara, engañándolo para creer que él la había mantenido segura de las pesadillas durante la noche. Pensó en por qué lo haría. ¿Era por conveniencia, para mantener contento al viejo tonto al que tenía comiendo de su mano sin siquiera intentarlo, nada más con el imperio de su presencia? Sabía que ni aunque estuviera despierta le plantearía esas preguntas. Quizá lo mejor sería esperarla en la cama, dejar que las cosas continuaran tal como hasta el momento.
Resignado a ser un cobarde, iba a cerrar la puerta cuando la cara de Valentina se contrajo. Ella se lamió los labios secos durante el descanso y mostró su cuerpo vestido con el camisón negro con encajes, también encargado a la modista, dando una patada. Los puños se levantaron más allá del borde de caoba mientras ella tomaba consciencia de su presencia.
-Hola –dijo. Realizó unos cuantos movimientos perezosos antes de sentarse. Tenía 15 años de edad, pero a pesar de ser alta todavía se las arreglaba para parecer una niña-. Me vine aquí anoche a ver qué tal. Está cómodo aquí. Nada más habría que ponerle algo más de relleno, pero no está mal. Che ¿qué te parece si ahora empezamos a dormir aquí?
De modo que eso hicieron. Arreglaron la pieza para que no evidenciara tanto su abandono. La primera noche Tomás inventó unas cuantas que tenían que hacerse de inmediato y la mandó a dormir antes de él. Al cabo de unas horas sólo mirando las facturas por encima y sin haber tocado la calculadora a su lado, se dirigió a ver a su compañera. Ella no dormía pacíficamente como la descubrió esa mañana. Pataleaba, se mordía el dorso de la mano en medio de sollozos incontrolables y temblaba alternativamente. El cubrecama nada más la tapaba por los altos bordes, aguantando en su sitio los movimientos al azar.
Un vergonzoso alivio inundó su cuerpo. Se cambió de ropa sin dedicar una idea al desorden dejado en la sala y se colocó lo mejor posible dentro del ataúd con ella, atrayéndola a sus brazos para que no quedara tan apretada en la caja. Al reconocimiento del calor ajeno, Valentina volvió a calmarse y regresó a un estado de gracia como si no hubiera habido ninguna interrupción. Tomás la abrazó sintiendo un vergonzoso alivio extenderse por su cuerpo. Él aún era necesario. Ella, a pesar de que su desarrollo dictaba que pronto le estaría sobrepasando en estatura, todavía lo necesitaba incluso si ella no lo supiera. Mientras estaba ahí acariciando su cálida nuca, Tomás se quedó viendo la tapa abierta, sostenida por un trío firme de bisagras argentinas.
Tuvo la idea de cerrarla con los dos adentro, dejando que el aire se acabara y así podrían estar juntos de una manera tan única como nunca la hubo en la vida de los dos. Para siempre unidos en un sueño sin pesadillas ni clientes, haciendo o deshaciendo cosas sin desearlas realmente, arrastrados por un abismo parecido al de sus ojos verdes, uno en el cual él no sería el único caído y podrían refugiarse en el otro en paz.
Lo meditó unos minutos. Le dio vueltas como hiciera cuando debía controlarse para no tocarla más de lo esencial en la noche. Lo desechó por fin cuando el cansancio fue demasiado grande para retenerlo.
-¿Sabes cómo te están llamando ahora? –preguntó otra noche de las miles que tuvieron, mientras ella se dejaba caer en su pecho y el sudor de sus cuerpos los refrescaba.
-No, ¿cómo?
-La reina negra. Claro, porque siempre te vistes de ese color y para ellos sos una reina, no se les pudo ocurrir mejor apodo. ¿De verdad no lo habías oído antes?
-No hablan mucho cuando están conmigo.
Ya me imagino, se dijo Tomás, todavía consciente de las vibraciones que se le iniciaban en el pecho, como si algo fuera a salir saltando hasta el techo y atravesar la pared como un remedo de caricatura. Que él también tenía vasta experiencia en ser objeto de la curiosa habilidad de Valentina por adivinar con la más minúscula insinuación exactamente lo que uno estaba deseando que pasara.
-Pero te queda bien el nombre –le comentó, uniendo las manos alrededor de su espalda baja-. Te pega.
-¿Te parece? –inquirió y en su tono había la leve nota ansiosa de quien quiere saber más acerca de los halagos recibidos.
-Sí, seguro. Lo único que te falta a vos es la corona y ya estás lista.
-He visto que las venden en los lugares de cotillón.
Tomás pensó en fiestas infantiles y los exagerados adornos de las cumpleañeras incluso en sus quince años.
-¿Esas cosas? No, ya veo, es puro plástico y pintura. ¿Qué reina vas a ver usando esa cosa? No, ¿sabes qué? Yo tengo un amigo que hace manualidades con alambres y metal allá en Tucumán. Algún día de estos le puedo mandar que te haga una corona de verdad, una bien bonita para que puedas lucir frente a todos. ¿Te suena bien eso?
La sonrisa de Valentina recordaba demasiado al de una nena feliz para que Tomás olvidara de momento la sustancia sobre su vientre, que estaba seguro no provenía de él.
-Estaría buenísimo –Se estiró a besarle en los labios y se reacomodó encima de su cuerpo, restregándole la mejilla como un gato mimoso.
A Tomás nunca le había gustado esos animalejos. Los consideraba unos traicioneros buenos para nada, carentes de la amplia dignidad que empapaba a la lealtad a prueba de todo de un buen canino. Sin embargo, desde que vivía de ese modo con ella, estaba empezando a comprender la fascinación de esta gente por ese tipo de compañía.

A pesar de no ser un anciano en el sentido real de la palabra, conocía el significado de “para siempre” y entendía que formaba parte de un deseo utópico, imposible, que nadie le podía garantizar que sucediera de verdad. La vida era demasiado impredecible y llena de vueltas absurdas, irónicas, para que él llegara tan lejos creyendo que siempre sería así, que nada tendría que cambiar algún día. No le temía ese momento, aunque sabía que de igual modo iba a doler.
Creyó que Valentina sencillamente se cansaría de él como de ciertos accesorios. A lo mejor alguno de los hombres mayores que aceptaba en su hogar, algunos incluso mayores que él y de muchos mejores recursos económicos, que incluso solían pagar un extra antes de retirarse, le habría estado endulzando el oído con promesas de un mejor destino y Valentina eventualmente sucumbiría, dejándolo solo en la literalidad de su tumba antes compartida, tal como Lolita hiciera con el protagonista de Nabokov. Incluso podía ser otro joven, quien quizá no fuera tan acaudalado pero sí mucho más activo, quien por fin consiguiera encender la mecha al final de sus ojos huecos y la hiciera experimentar cosas más potentes y excitantes que cualquier otra que viviera con él.
Valentina se estaba convirtiendo en una mujer a la que otras podrían mirar con envidia, corpiño relleno o no, por su discreción, su elegancia de movimientos, la sencillez con la que se desenvolvía sin jamás alterarse por ningún revés. Era sólo lógico que sus caminos acabaran separándose. Para cualquier escenario que lo planteara estaba mentalmente preparado.
Pero para lo que acabó resultando no había preparación posible.
Valentina llegó una tarde a una casa en penumbra. ¿Quizá hubiera habido otro fallo de energía? Desde el almuerzo del mediodía hasta esa hora de la tarde Tomás debía haber estado tomando la siesta y de ahí que no se le ocurriera volver a encender las luces. Dejó las bolsas con sus nuevos vestidos extendidos encima de un sofá y se dirigió a la habitación de la planta baja, la que contenía al ataúd, pero estaba completamente vacío. Entonces subió la escalera y se sorprendió de encontrar las luces de la habitación principal encendida. Excepto para los señores que solían venir a casa, apenas utilizaban a aquella para otra cosa que no fuera almacenamiento. Encima de la cama Tomás estaba sentado. Apoyaba las manos encima de sus rodillas y se miraba los pulgares frotándoselos entre sí.
-¿Qué pasa? –preguntó, entrando.
El hombre alzó la vista y sonrió un poco, como si estuviera cansado, antes de hacerse a un lado para palmear el espacio sobrante en el colchón. Valentina se sentó, cada vez gustándole menos la escena. Incluso cuando el guardián del cementerio quiso tomarle la mano entre las suyas, por un momento sintió el impulso de apartarla y exigir una respuesta a sus dudas.
-Vale, decime la verdad, ¿la has pasado bien aquí?
Incluso si su cara no lo expresaba, estaba asustada. ¿A qué venía semejante pregunta de la nada?
-Sí, claro…
-¿Y yo te he tratado bien?
Valentina le miró la cara. Pero carecía de la experiencia para leer esa expresión en particular. Deseo, ansiedad, tristeza, ira, frustración, a aquellas las conocía mejor que si salieran de su propio reflejo. Caso opuesto a de aquella nueva.
-Obvio que sí. ¿Por qué lo preguntas?
-Sólo quiero saber, no te enojes –Valentina quería aclararle que no estaba enojada cuando el hombre retiró su mano y las palabras se trabaron en su garganta-. Dame ese pequeño gusto. Y vos, ¿nunca te has querido ir de aquí? ¿Ir a hacer tu vida en alguna otra parte? Ya tienes 18 años, legalmente puedes hacer lo que quieras. ¿Nunca te ha atraído la idea?
Valentina no respondió tan pronto como hubiera querido, porque lo cierto era que sí lo había pensado. Pero nunca había sido como el hombre lo planteaba, andando por su cuenta sin decirle a nadie incluso las pequeñas tonterías sin importancia que se le solían ocurrir. Podía salir en busca de algo que ni siquiera estaba segura tuviera nombre, pero siempre acababa volviendo a Tomás, a su hogar.
-No, para nada –mintió con convicción. Empezó a sentir que se le humedecían los ojos y no lo impidió, sino que abrazó la sensación-. ¿Por qué me dices eso? ¿Es que me quieres echar?
-No, no, no, nena, lo has entendido todo mal. Yo no te estoy echando. Si fuera por mí te tendría viviendo en un pedestal toda la vida, vos lo sabes.
La declaración no acabó de calmarla como podría haberlo hecho en otras circunstancias.
-¿Entonces qué? ¿Qué te pasa?
Ahí Tomás bajó la vista y perdió parte de su firmeza anterior.
-Vale, vos me has visto que ando mal de vez en cuanto, ¿que no? Me canso muy fácil, me dan unos dolores que a veces me tengo que quedar en la cama, esas cosas.
-Sí, y vos has dicho que ibas a ir al doctor la semana pasada para que te viera. Dijiste que eran los primeros achaques de viejo y debías descansar. ¿Qué tiene que ver eso con nada?
-Bueno, yo entonces no te lo dije pero en realidad me estuvieron haciendo otras pruebas para ver qué era lo que me ponía mal. Al final lo resultados mostraron que no se trataba de que yo me hacía viejo, sino que estaba muy enfermo y encima parece que estaba llevando la enfermedad por un tiempo sin darme cuenta de que la tenía. Era cáncer de páncreas. ¿Sabes lo que es?
Valentina no lo sabía exactamente, pero había visto las bastante películas y situaciones dramáticas en series para imaginarse un posible desarrollo. El páncreas lo tenía entendido como una pieza del sistema digestivo, por lo que un cáncer en ese punto debía significar que ahora debería tener cuidado con sus comidas o algo así.
-¿Vas a hacer la quimio?
Lo miró, tratando de imaginarlo calvo y usando una pañoleta floreada. Qué visión más espantosa. Se encargaría de conseguirle una negra en su lugar.
-No, Vale.
La imagen se deshizo ante esas palabras.
-¿Cómo que no? ¿Entonces cómo te vas a curar?
-No me voy a curar, Vale, ese es el asunto. Lo tengo ya muy avanzado y además, aunque no lo tuviera, no querría someterme a eso. Vos no lo sabes porque nunca has tenido que saberlo, pero la quimioterapia te quita muchísimo más de lo que debería y ni siquiera es seguro que funcione. Ponerte esa cosa en el cuerpo es como ácido. Te mata poco a poco y al final, si es que no te mueres, tienes que vivir cuidándote todo el tiempo como un enfermo perpetuo. Yo sé que alguna gente lo logra superar y llega hasta donde más puede viviendo bien, pero esos son los suertudos. El resto acaban como esqueletos, aliviados de todavía poder respirar, pero esqueletos que apenas pueden hacer otra cosa que tomar la siguiente medicina. La mayoría nunca se recupera, Vale. Quizá algún día nos podamos librar de enfermedades así sin tener que pasar tanto problema, como quien se quita un resfrío de encima, pero por ahora eso es lo que tenemos. Y yo no quiero sufrir mientras tanto averiguo si estoy o no entre los suertudos.
-Pero ¿y la chica de Bajo las estrellas(*)…?
-Ella era joven, Vale. Una chiquita como vos. Yo ya no lo soy. No me pueden pedir que espere como un boludo sobre algo que es mi vida, nada menos que mi vida –Era evidente que tenía una idea del discurso dispuesto para el momento. Valentina quería gritarle que se callara, que cerrara la puta boca, pero se hallaba paralizada mientras a su alrededor el mundo se derrumbaba-. Es injusto ponerme en una situación así y no pienso dejar que me suceda. Pero vos no te pienses que te he dejado colgada. Mira –Se agachó y de debajo de la cama sacó una caja de cartón que depositó entre ellos dos. La abrió para mostrarle una serie de documentos-. Aquí tienes todo lo que te va a hacer falta. DNI, pasaporte, acta de nacimiento, título secundario. Preséntalo en cualquier parte donde quieras trabajar y no debería haber problema por ese lado. Si tienes dudas sobre algo puedes llamar a este número, es de un abogado y te ayudará en lo posible. Es el mismo que manejó el tema de tu adopción. Puedes tomar todo el dinero de la caja fuerte. Es más, sería más conveniente que lo hicieras y que además dejaras la puerta abierta al irte… ¿Sabes por qué te estoy diciendo todo esto, Vale?
Valentina se estaba empezando a imaginarlo. Buscó entre el contenido de la caja de zapatos pero no encontró lo que esperaba. Debía tenerla oculta en otro lado.
-¿No prefieres que lo haga yo?
Tomás sonrió. Con tristeza, con resignación.
-No, nena. No quiero que vivas con eso. Hacerlo contra un imbécil que se lo tenía merecido es una cosa, y estoy seguro de que vos no crees que sea para tanto, pero prefiero que no tengas que enterarte de lo que es cuando se trata de un amigo. Además, yo ya soy mayor, he vivido mi vida bien o mal, pero ha sido la vida que yo he querido. No voy a echarle la culpa a nadie más de las cagadas que me he mandado. Debería tener el derecho de decidir también cómo quiero terminarla, ¿no?
Valentina asintió. Pero no podía hacer nada contra las lágrimas. No quería quedarse sola.
-¿Te acuerdas de mi mujer, Vale? ¿La que te dije se murió mucho antes de que vos llegaras? Bueno, la familia de ella, la que queda, es muy hija de puta con la religión. La tienen metida entre ceja y ceja como un grano. No se quedaron contentos hasta que ella fue enterrada en el cementerio que ellos habían escogido, en Córdoba, donde casi todos tienen un espacio reservado. Después del funeral yo arreglé las cosas para poder ir a parar ahí, con ella. No me van a dejar entrar si se nota que lo hice todo yo solo. Van a querer averiguar cosas, y es posible que lo consigan, razón de más para que vos no te quedes aquí aguantándolos. Lo único que tienes que hacer ir a tomar la plata que queda en la caja fuerte y no volver aquí. Tus cosas ya están metidas en un par de mochilas y un carrito del armario de abajo. Del resto me hago cargo yo. Nadie te va molestar más tarde, ya me aseguré de eso.
Valentina ahora lloraba sin ningún disimulo. En cuanto el guardián del cementerio terminó de hablar, se lanzó a abrazarlo, a apretujarlo contra sí con fuerza y desesperación, como si así de algún modo pudiera recomponer lo que estaba descompuesto dentro de él. Tomás le frotó la espalda mientras la dejaba descargarse todo lo que le hiciera falta y él miraba el techo para no acompañarla. Cuando finalmente la joven adulta se calmó un poco, afuera de la ventana el cielo ya estaba vestido de azul oscuro y unas cuantas estrellas pestañeaban somnolientas. No quería que Valentina deambulara por ahí de noche, de modo que se las arregló para separarla y apresurar un poco la cuestión.
-Escucha, te tengo un regalo –anunció con un amago de sonrisa y se dirigió al armario, de donde sacó algo de un cajón-. Ya sé que no es la corona que te prometí. Pensaba pedir una para tu cumpleaños el mes que viene, pero entre una cosa y otra no hubo tiempo.
Lo que sostenía en sus manos era una gorra negra. No tenía absolutamente nada de especial, de no ser porque era negra y arriba de la visera, donde todas las prendas semejantes cargaban los logos de las compañías fabricantes, se veía una corona bordada en hilo blanco y plateado con sus propios rayos luminiscentes en torno para dar una idea de lo brillante que era.
Valentina lo tomó con manos vacilantes y lo recorrió con los dedos, sintiendo la textura del detalle. Se sentía real y resistente. A diferencia de las tiaras y coronas que se había probado por curiosidad en el pasado, capaces de doblarse a la más pequeña demostración de voluntad. Las había deseado por lo bonita superficialmente que eran. Con eso, tenía ambos aspecto y contenido combinados.
La gorra iba a aplastarle el cabello pero ¿de verdad importaba?
-Gracias –dijo con una voz que le salió corta.
Entonces percibió la mano del hombre sobre su mentón, impulsándolo suavemente hacia arriba. Valentina aceptó el beso como lo que era; un gesto de despedida con saber a agridulce. Tomás siempre besaba tan suavecito, como si le diera miedo ir tan lejos con su boca como lo hacía en otros aspectos. Cuando el hombre se alejó, supo que ya no había nada que decir. Recogió la caja con los documentos falsos creados especialmente para ella. Se levantó de la cama y se calzó la gorra. Le quedaba un poco grande y se iba al costado. Podía ajustársela en cualquier otro momento.
Tomás volvió a tomar asiento en la cama. La detuvo cuando ya estaba a un paso de salir de la habitación.
-Vale, una pregunta nada más, antes de que te vayas.
Viéndolo todo borroso de nuevo, la joven volteó la cabeza.
-¿Sería posible… que me dijeras cuál es tu verdadero nombre? ¿El nombre que te dieron al nacer?
Un silencio desconcertado se extendió a través del cuarto. Tomás volvió a esbozar una de esas sonrisas a la vez tristes pero animada, sólo reservadas a los viejos, para tranquilizarla.
-Eso pensé. Olvídalo, no dije nada. Anda, vete yendo. Acuérdate de dejar la puerta abierta. La de la iglesia también. Llama al abogado si necesitas algo.
Valentina asintió sin mirarlo.
-Te quiero, nena.
-Yo también –murmuró con una voz de niña, demasiado aguda para su edad.
Acabó de salir del cuarto y la dejó entreabierta. Tomás oyó los pasos de sus zapatos de charol bajar por las escaleras de madera y luego el sonido de las rueditas del equipaje moviéndose por la sala. Había temido que iba a costar mucho más tiempo convencerla y acabaría perdiendo el valor, prefiriendo someterse a ese horrible tratamiento con tal de seguir aferrado a ella, viviendo una vida a medias que no deseaba. Porque si de algo estaba seguro era de que lo hubiera hecho si ella se lo hubiera manifestado de ese modo, a pesar de todo. Menos mal que no fue así.
Se levantó y miró por la ventana, desde la cual podía vislumbrar la iglesia. Observó desde su posición a Valentina entrar por la puerta trasera y, unos minutos más tarde, salir por ahí. No se molestó en volver a cerrarla ni mirar atrás. Qué buena chica.
*************
El frío estaba empezando a erizarle los vellos de los brazos desnudos. Valentina quería detenerse y sacar un abrigo de donde sea que Tomás lo hubiera guardado, pero sus pies y el resto de su cuerpo se negaban a detenerse, a aflojar. Sin embargo, cuando esa sola explosión llenó el aire tranquilo de aquel cementerio desierto, Valentina no pudo evitar mirar atrás. La silueta oscura de la cuasi torre en la que había vivido por más de una década parecía la imagen de una película animada. Incluso los pájaros echando a volar más allá desde las copas de los árboles contribuyó al efecto dramático, de que algo horrible había sucedido.
Luego, silencio. Sólo oía los latidos de su corazón.
“Quizá debería…” pensó Valentina, adelantándose por el camino de piedra. Pero de pronto percibió una voz ajena a la suya, una voz de hombre suave y acariciante que sonaba como si le estuviera hablando de pie en su hombro, cual loro invisible.
“Ya no hay que nada que puedas hacer.”
En su interior reconoció que era verdad. Salió del cementerio, dejando que el viento congelara sus mejillas empapadas.


(*) Bajo las estrellas es una novela de John Green que trata sobre una chica con cáncer encontrando el amor. En realidad la película de la misma todavía no ha sido estrenada en Argentina, por lo que mencionar que así es constituye una licencia artística que me estoy tomando.

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