jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 3

Do you mean it, do you mean it, do you mean it
Why don’t you mean it? Why do I follow you
And where do you go?
-Queen.

Capítulo 3: Dar una mano es muy importante

Una mañana decidió Valentina que estaba en una misión. Se lo mencionó a Tomás, el encargado del cementerio privado Parque de la Paz, pero este estaba ocupado buscando nuevos empleados que le ayudaran con el mantenimiento y no la oía por encima de las voces en el teléfono. Después de unas cuantas frases fallidas tratando de llamar su atención, la joven de 15 años tomó su abrigo y salió al exterior.

Vivían en una especie de torre en los alrededores del cementerio privado Parque de la Paz, cerca de la pequeña catedral, donde a veces las personas se presentaban para dar un último servicio religioso antes de no tener otra cosa que ver más que las placas de mármol incrustadas en el césped. Desde hacía mucho tiempo que no era utilizado y sus puertas permanecían firmemente cerradas con candados. Pero ella sabía colarse en la entrada trasera y eso hizo, yendo en busca del compartimiento oculto debajo del altar. Conocía la combinación de la caja fuerte como sabía cualquier información relevante a sus datos personales.
A Tomás le había costado un tiempo confiarle la información. Temía que en cualquier momento a ella se le ocurriera desvalijarlo hasta el último centavo para esfumarse en el aire, sin aviso, en busca de una vida mantenida a costa de la suya. Nunca se lo dijo con esas palabras, pero Valentina lo intuía detrás de su reserva. Esperó pacientemente a que sus acciones hablaran por sí misma y de su aprecio por el señor que la tomó bajo su cuidado tras encontrarla una tarde, ni siquiera perdida porque no tenía rumbo, durmiendo encima de una tumba reciente. Al final el hombre entendió que no valía la pena preocuparse y le fue otorgando a Valentina más libertad, al punto en que sólo le era requisito dejar aviso cuando decidiera salir del territorio. Por lo que a ella respectaba, llevaba una vida tan apacible como podría desear y no tenía ninguna intención de cambiarlo.
Le encantaba vivir en el cementerio, pero admitía para sus adentros que a veces se tornaba aburrido. A pesar de la televisión y la computadora con la que contaba, ella sentía deseos de salir a hacer algo real en su vida. Si no salía cada tanto empezaba a ponerse incómoda, pues pensaba que se estaba perdiendo de un hecho importante sucedido en otra parte, e incluso eso no la satisfacía si no se ponía un objetivo delante que justificara la salida. Estaba convencida, muy en el fondo, que el destino la llamaba y ella debía moverse a atenderlo. Se trataba de una idea fija que ni ella misma entendía del todo bien y sería incapaz de explicarlo aunque buscara en cuanto diccionario hubiera disponible.
Por eso, cuando aquella mujer llegó a visitar a su madre, poniéndose a llorar en frente de su tumba, Valentina percibió una inmensa alegría. ¡Una oportunidad de actuar! Oportunamente sentada detrás de la base de un ángel semidesnudo, ella oyó las palabras sollozantes que salían de los labios trémulos y partidos. La mujer había empezado hablando como si tal cosa, informando al pedazo de tierra acerca de la necesidad de comprar nuevos frenos para su hija y que la tía Mari estaba enferma otra vez. En el trabajo de Germán las cosas marchaban mejor, gracias al cielo…
Al principio no eran cosas interesantes. La gente le hablaba a los muertos, o creía que les hablaba, desde el inicio de los tiempos. Cuando Valentina, extrañada porque no parecía haber nadie recibiendo sus palabras, le preguntaba el motivo de semejante tendencia el hombre le había dicho que sí, era una tontera, pero a las personas les daba consuelo saber que incluso después de la vida podían ser oídos y tomados en cuenta en lugar de sólo abandonados a su suerte. Valentina recordaría su tiempo en las calles, mendigando para vivir, vivir para mendigar, y les compadecería de corazón sus pérdidas.
No obstante, su atención real no se activó del todo hasta que notó a la mujer romper en lágrimas amargas al mencionar a su marido. A sabiendas de que solía ser tomado de mala manera ser visto en semejantes circunstancias, Valentina observó desde los pies de piedra. Vio la herida morada e hinchada en la boca que le daba ese acento de siseo a cada una de sus frases. Vio los lentes de sol en un día nublado ser corridos para limpiarse el rostro maquillado, evidenciando el tono verdoso entorno al hueco del ojo. Lo peor era que se notaba que debajo de todos esos esfuerzos ella misma era una mujer atractiva. Debía estar cerca de los 40 años, pero las heridas, los polvos excesivos y un aire de resignada tristeza en general le agregaban innecesarias arrugas al rostro. Se trataba de una anciana prematura que prometía volverse un cadáver llegada a una edad más madura si continuaba a ese ritmo.
Como muchas veces sucedía cuando alguien se derrumbaba, ya no había vuelta atrás para la mujer. A Valentina le recordó una herida que se había hecho en la rodilla al resbalar sobre tierra mojada y darse contra una roca. La herida sanaba, se hacía una costra y un impulso indescriptible la obligaba a toquetear los bordes marrones, a probar la efectividad de sus uñas debajo de la formación para levantar un poco más, un poco más, hasta que volvía a quedar en carne viva y su ser se colmaba de una extraña paz. Las primeras veces siempre se sangraba, e incluso después si uno empezaba a remover piel sana tironeando de la capa rugosa. La sangre necesitaba acumularse hasta formar un rojo montoncito suave antes de empezar el proceso de volver la piel a su estado original.
La mujer en esos momentos estaba en la etapa de rascarse sin darse cuenta del todo y advertirse de antemano que no debía hacerlo, que lo mejor para ella sería dejar el tiempo encargarse el asunto sin su intervención. Incapaz de hacerse caso, las lágrimas iban a empapar en pañuelo que cargaba de forma provisoria en su bolso.
-¿Sabes qué es lo que me da miedo, mamá? -preguntaba con una voz que ya no era suya, o no podía ser, porque sonaba demasiado hueca y patética para pertenecerle a cualquier ser humano-. Me aterra que algún día se la agarre con la nena. Vos sabes que ella no se guarda nada de responder y si algún día se llega a meter cuando no debe, no quiero imaginar qué va a hacerle.
Luego de aquello seguirían las notas quebradas de unos cuantos sollozos más antes de que por fin consiguiera calmarse. La mujer procedió a sacar un espejo de mano y se retocó los puntos arruinados por la humedad, haciendo una mueca sutil cada vez que el lápiz labial hacía una ronda. Al considerarse presentable, se dirigió a la salida y Valentina, sólo momentos después de perderla de vista, salió de su escondite hacia la tumba de la madre silenciosa. Se trataba de un apellido alemán de difícil pronunciación para su paladar ignorante, pero supo memorizar la forma de escritura cuando se puso a buscarlo en la red.
Halló que, para gran suerte suya, era un apellido muy poco común en Argentina. En las redes sociales tanto la madre anciana como la hija bocona estaban agregadas, teniéndose mutuamente como amigas. Como el perfil de esta última era público, le fue sencillo averiguar la dirección donde se tomó la foto de su vestido de egresada de la escuela Belén. Esa misma tarde le pagó a un remis para que la llevara a la dirección señalada en el pie de la imagen.
El amplio jardín del frente la impresionó. Detrás de las rejas de hierro negro se veían dos autos grandes, blanco y negro, sin ningún rayón a la vista, y tras un camino de piedras amarillas se elevaba la entrada al hogar. La casa de ladrillos rojos y balcón de madera era el sitio que iba a visitar cada día desde hacía dos semanas.
En frente de la vivienda, veía a los cuatro habitantes del hogar (marido, mujer, hija, hijo pequeño) continuar con sus vidas a un ritmo absolutamente normal; o al menos suponía Valentina que era normal gracias a la cantidad de series que había visto y novelas leídas. Dado que no había ido a la escuela, sus pocos referentes respecto a la realidad se limitaban a las experiencias compartidas de Tomás y las ficticias que encontrara. De todos modos, los consideraba igualmente válidos pues el arte imitaba a la vida, como había dicho un personaje alguna vez.
Los adultos salían a trabajar. La hija iba al colegio. El niño invitaba amigos a jugar al interior. Empezaba a preocuparle la idea de haberse equivocado seriamente. ¿Qué sabía ella sobre cuál era el problema de la mujer? ¿Escuchar a hurtadillas de pronto le daba la llave maestra a la vida de otra persona? ¿Quién decía incluso que la mujer temía específicamente por su esposo? El hombre no llegaba borracho a casa ni tenía vicios discernibles a primera o segunda vista. Trabajaba de policía cerca de su casa, a la cual solía llegar caminando, facilitando el seguimiento, y hacía reír a sus compañeros con chistes oportunos.
Si es tan hijo de puta, pensaba Valentina viéndole sin ser notada, sería una lástima. El hijo de puta podía considerarse guapo para la edad que cargaba. De pecho tan amplio como su jardín y sonrisa infaltable, parecía la estampa de un futuro héroe de película. Pero no desistió: a veces el jorobado feo podía ser una buena persona y el príncipe encantador un psicópata hambriento de poder. Tenía paciencia. Permanecería vigilante a ver en cuál lado caía aquel personaje. Se trataba de una picazón mental imposible de ignorar.
Incluso Tomás acabó dándose cuenta de su turbación y quiso indagar. Como si sólo hubiera esperado ese momento para revelarle todo, Valentina no se reservó ningún detalle ni expresión de frustración porque no estuvieran saliendo los resultados tan pronto como ella prefería. El guardián del cementerio, primero impresionado, inquirió a continuación qué pensaba hacer si llegaba a confirmar que el hombre abusaba de su mujer.
-Ayudarla -dijo Valentina, con una nota de convicción conmovedora-. No me puedo quedar sin hacer nada.
El hombre le palmeó la cabeza morena. Estaba orgulloso de la joven, pero esa no era cuestión que quería tratar.
-Puedes intentar, Vale, pero yo no esperaría que fuera fácil. Esos asuntos son cosa de familia y puede que a ella le sepa mal que otra persona venga a meterse en medio.
Ella se salió de debajo de su mano y lo miró, ceñuda.
-¿Cómo es eso?
-Bueno, algunas personas creen que todo lo que involucre a sus hogares lo pueden mantener bajo control, que no les hace falta la ayuda de nadie. A lo mejor ella, si llega a pasarle lo que vos crees, tiene asumido que esa es su responsabilidad y lo más importante es mantener a la familia unida, aunque el padre sea un golpeador borracho.
-Él no es borracho… o al menos yo no lo he visto así. Pero si es como dices, entonces con más razón alguien debería intervenir. Hacer lo que ella no se atreve.
Tomás se mordió los labios unos segundos en son pensativo. No le agradaba que la chica se enfrascara de esa manera en algo así, llegando a quedarse horas mirando afuera de la casa de una persona, pero tampoco podía animarse a sí mismo a prohibírselo o hablar en clara contra. Ver lo importante que era para ella se lo impedía tajantemente. La quería y mimaba siempre que le era posible, como a la hija que nunca pudo tener tras la muerte de su esposa. Quería verla feliz.
Esa era la verdad parcial.
En realidad tenía mero miedo de contradecirla.
En una zona profunda y enterrada dentro de sí, en un sitio adonde ni siquiera quería mirar, se estremecía como un ratón frente al gato cuando la jovencita se le metía una idea fija entre sus cejas delgadas. La conocía bastante bien e intuía que había partes de su comportamiento que estaba más allá de sus posibilidades pretender controlar. Intentarlo equivaldría lo mismo a detener el impulso de un tsunami extendiendo las manos al frente. Incluso si la propia Valentina no se diera cuenta (lo cual prefería creer), desprendía un aura de abandono total en cada una de sus decisiones. Lo que ella quería, se hacía y no existiría barrera que se lo impidiera. No había visto qué podía suceder en semejante caso extraordinario, pero bastante le decía su propio instinto sobre lo poco que disfrutaría el espectáculo.
Pero como en la superficie, y la mayor parte del tiempo, la muchacha se portaba de forma impecable, ayudando con la casa, con el parque cuando se necesitaba, educándose por su cuenta, Tomás se sentía en la obligación de poner en práctica su rol paterno.
-A lo mejor tienes razón. En todo caso, ojo, no sea que ese imbécil acabe poniéndote la mano encima.
La jovencita se abrazó a su cuello y le besó en la mejilla. Tomás pasó la mano por sobre la blusa negra hasta el cinturón plateado que precedía su falda blanca. Parecía un personaje arrancado de los años 50, con coleta de caballo y zapatos sin tacón a juego. Era así desde que ella se diera cuenta de que la prefería de ese modo. ¿Te parezco bonita?, le preguntaba con su voz más suave.
Y él sólo podía decir que sí, olvidándose del mundo.
-No me pasará nada. Vuelvo en un rato, ¿meta?
-Meta.
————————-
Por fin, la tercera semana de vigilancia, sucedió. El cielo ya estaba en su estado de opacidad azul más puro, haciendo que la luz proveniente de la ventana en la sala resultara tan clara como un aviso publicitario de neón. Era fin de semana, de modo tal que la hija había salido con unas amigas.
Al volver tarde, quizá por tener el celular apagado o descargado, por lo tanto incapaz de avisar acerca de su paradero, la discusión inició primero en un tono duro y avanzó hacia los gritos, los reclamos, hasta que la hija corrió hacia las escaleras que la encerrarían en su habitación, lejos de la tensión nacida por su causa. La madre le pedía a su marido que se tranquilizara, que no fuera a seguirla como era obvio quería hacer, que sólo había sido un error y ya estaba.
Desde el interior del arbusto por donde espiaba, Valentina vio la expresión del hombre cambiar a la de uno obstinado en un empeño a una de rabia. Acusó a su esposa de estarla ayudando a su hija de ir a arruinarse la vida para andar acostándose por ahí como una puta regalada. Fueron inútiles los intentos de la mujer por cambiar su estado mental. Estaba embebido por ese presunto plan sucedido a sus espaldas y de ninguna manera iba a aceptar que lo que él imaginaba no era la verdad absoluta.
Dado que no lo era, y que encima tocaba una fibra demasiado sensible como para ignorarla, la mujer no encontraba otro curso de acción que negar con todas sus fuerzas. Esto a él le irritaba cada vez más hasta que finalmente, seco de palabras de ataque, recurrió a sus manos para ocuparse del problema.
La agarró del cuello y continuó gritando que no le mintiera, mientras la mujer a su vez hacía todos los sonidos de protesta de los que era capaz. Los dedos de ella le arañaban los antebrazos, le buscaban la cara, todo sin la menor coordinación o esperanza de obtener la liberación que necesitaba su cuerpo. Ocupados en su inútil lucha, no pudieron notar los pasos bajando rápidos que descendían por los escalones.
La madre a lo mejor alcanzó a ver por encima la raqueta de tenis llevada por los brazos de su hija, aunque en su situación de poco le sirvió para poner sobre aviso a su marido. El borde duro del objeto chocó contra la nuca del padre, noqueándolo en el acto a la vez que le abría una brecha en el cráneo. La respiración de la mujer de pronto recordaba al sonido de una foca agonizante. Ojos abiertos e incrédulos fijos en la inusitada escena. ¿Cómo era posible semejante cosa? El súbito sonido de la raqueta aterrizando sobre los escalones y deslizándose hacia abajo la hizo saltar en su sitio.
-Mamá… -decía la hija, mirándole el rostro en medio de lágrimas. Temblaba y sollozaba-. Má, ¿estás…?
-Llama a emergencias -le cortó la mujer con voz ronca pero firme.
Valentina había visto lo suficiente. Utilizó nuevamente las sombras en el jardín hasta llegar a la reja y volvió a saltarla por encima valiéndose de unas ramas, tal como hiciera para entrar. No quería ser vista por los enfermeros en cuanto estos llegaran. Mientras aguardaba, iba planeando. El tiempo corría y era demasiado tarde, Tomás estaría preocupado pero ella se mantuvo en calma durante la media hora que la sirenas tardaron en aparecer por la esquina. Tomás entendería que era una oportunidad en un millón, algo que no se repetiría fácilmente y debía aprovecharlo mientras podía.
La conmoción atrajo a los vecinos de las áreas más cercanas. Ventanas iluminadas y rostros en contra de ellas seguían el proceso de transportar en la camilla al padre de familia que la mayoría creía conocer, ahora coronado por unas vendas blancas sujetándole en lugar. Del interior del hogar salieron por detrás la esposa e hija, la primera, fuerte e inescrutable, abrazada a la segunda, desconsolada y casi histérica. Cuando estaban a punto de marcharse de camino al hospital, la mujer le susurró a su hija, le apretó el brazo y la dejó en el interior de la casa, cerrada la puerta con llave, antes de subir al lado de los enfermeros.
Valentina tomó fotografía mental del costado de la ambulancia. Conocía el lugar. Había acompañado a Tomás una vez que debía hacerse una revisión médica, resultando, para sorpresa del doctor, en que el hombre estaba en mucha mejor condición física que el promedio a su edad. Esperó a que las luces desaparecieran, una tras otra, y un poco más para asegurarse de que nadie la veía llamar a un remis nocturno. Le dijo al conductor adónde debía ir. Era una emergencia.
Para cuando Valentina llegó la puerta del garaje justo debajo del hospital había vuelto a cerrarse. Ignoró el pasamano que ascendían por los escalones comunicados con la sala de espera y se puso a rodear el edificio. Una entrada trasera. Sitios así siempre tenían una trasera. Para llevar cadáveres o permitir la entrada a enfermeros o sólo sacar la basura. La encontró. Pero no estaba sola.
Cerca de ahí un grupo de mujeres fumaba a sus anchas, expulsando nube gris tras nube gris al cielo como una manada completa de dragones hambrientos. Claro, adentro del hospital debían tenerlo prohibido y esa era su oportunidad de disfrutar en paz la intoxicación. Valentino se quedó en las inmediaciones, medio escuchando y medio no la conversación ordinaria desarrollada entre ellas. Entonces una de las mujeres revisó la hora en su muñeca y soltó qué puta mierda. Informó a las otras que el descanso se había terminado. Tres de ellas dejaron caer los cigarrillos y los aplastaron bajo la fricción de sus zapatos, pero el de la cuarta se mantuvo intacto entre sus dedos, todavía consumiéndose.
-Vayan ustedes adelante. Yo tengo que hacer una llamada a casa.
-Meta, pero no te tardes o después te meten la bronca.
-No hay problema. Vayan tranquilas.
Las cuatro mujeres entraron por la puerta. No la cerraron con llave en consideración a su compañera. La mujer dio la espalda al hospital, alejándose del radio luminoso, mientras sacaba un celular del soporte en su cinturón. Valentina, consciente de qué tremendo golpe afortunado era, se puso a pensar. Podía entrar tranquilamente, sin hacer ruido, mientras la enfermera estaba concentrada en la conclusión de sus propios asuntos. Pero entonces se puso a recordar todas las series y películas de crímenes que había visto por la televisión. ¿No necesitaría un pase para pasear libremente por los corredores? ¿No sería alguien capaz de llamar a la policía o seguridad del establecimiento si la encontraban merodeando sin poseer uno?
Valentina tomó una barra metálica cerca del contenedor de basura. En su mejor momento debió haber sido un sostenedor para la diálisis de un pobre enfermo pero ahora, doblado, roto y algo oxidado, no podría serle de mucha utilidad a nadie. Mejor era prevenir que lamentar, se dijo Valentina, pegando una pequeña corrida desde las sombras. El sonido de sus zapatos de charol alertó a la mujer en medio del proceso de marcas los números. Se giró y así recibió de frente lo que estaba destinado al atrás. Una visible c mayúscula se abrió arriba de su ceja salpicando sangre. Valentina tuvo curiosidad por comprobar si tenía oportunidad de verla poner los ojos en blanco antes de desmayarse, pero no tuvo tal cosa. La mujer sencillamente perdió consciencia, como un juguete al que hubieran mandado apagarse, y se derrumbó en el suelo. Todavía respiraba algo.
La muchacha le agarró de los brazos y la atrajo a la luz para tener una mejor visión. Vestía el traje oficial, indiscutible e indistinguible de las enfermeras, en una colorida versión dividida entre unos pantalones rosa y parte superior estampada en flores de femeninos colores. Arrugó la nariz como si le ofendiera tanto el olfato como la vista semejante mal gusto. Qué ordinario, parecía un payaso. Podía entenderlo de una niña que sólo pensara en jugar y divertirse pero ¿una mujer tan crecida? ¿Acaso no se enteraba que el negro era el color perfecto por antonomasia, el más elegante entre todos?
Pero no estaba ahí para perder el tiempo haciendo críticas de moda. La mujer era más baja que ella. No iba a ser un problema tomando en cuenta la holgura de las ropas tal como estaban diseñadas para permitir una total libertad de movimientos. Dejó los zapatos, demasiados grandes para sus pequeños pies, con su dueña mientras tomaba todo lo demás. Para finalizar se colocó la máscara para cirugías blanca y recogió su cabello dentro de la colita rosada. Luego miró a la mujer desnuda, reducida a la ropa interior, bombachas anchas y un corpiño color piel. La herida en su rostro ya había llegado a tocar con sus dedos rojos el suelo.
Si de alguna manera llegaba a sobrevivir esa noche iba a ser una pena que la encontraran así, totalmente impresentable. La policía pensaría en el acto que había sido víctima de un ataque sexual y ella misma podría estar confundida al respecto, debiendo convivir con esa mancha de su dignidad sin tener de verdad necesidad de ello. Que al final muriera tampoco iba a hacerle un favor. Irse del mundo con las vergüenzas al aire no era la mejor manera de despedirse.
De modo que Valentina, jadeando por el esfuerzo de arrastrar y manipular semejante peso en esa noche pesada de humedad, le calzó a la mujer su propio vestido negro. No consiguió subirle el cierre por todo el camino sino hasta después de muchos forcejeos. La tela parecía a punto de estallar conteniendo el tórax para el cual no estaba preparado. Esperaba que por lo menos le durara lo suficiente hasta el momento del hallazgo. En todo caso, por si las dudas, la colocó de espaldas en el suelo con las manos juntas encima del pecho. Si algo llegaba a desprenderse por lo menos estaría cubierta donde importaba. Al final no pudo resistir arreglarse el cabello, más específicamente el flequillo, de manera que le cubriera la herida y no pareciera tan impresionante a simple vista. Se alejó unos pasos para presenciar los efectos de su obra.
A cualquiera que llegara de pronto a esa zona le parecería que estaba durmiendo. La vestimenta incluso le restaba años. Contenta de haberle hecho ese favor a la mujer, Valentina se encontró ya dispuesta a enfrentarse a la incertidumbre dentro del hospital. Por más que le buscó en los bolsillos, no había encontrado ninguna identificación, así que debería contar con la simple presentación de su uniforme para pasar desapercibida.
No se esperaba encontrar los pasillos tan abarrotados. Los enfermos y los que venían a visitarlos se amontonaban entre sí para tener un espacio mientras aguardaban turnos. Había quienes tosían sin siquiera cubrirse la boca y gente a su alrededor haciendo muecas de desagrado, incapaces de escapar a ningún lado. Los propios encargados de mantener su salud pasaban a duras penas, yendo de una puerta cerrada a otra puerta cerrada. Si alguien quería hacerles una consulta rápida se encontraban con una mano en frente de sus narices pidiéndoles paciencia. Ella misma debió imitar la actitud mientras buscaba una pista, cual fuera, que le permitiera llegar a su objetivo.
Un joven estaba extendido en una camilla en medio del pasillo. De debajo de la sábana se elevaba la montaña de su rodilla en tanto la otra pierna permanecía oculta. Parecía dormido o por lo menos inconsciente. Raspones le cruzaban el rostro, desde el mentón hundido de una forma que no debía ser natural hasta las mejillas. Los parches de piel alrededor de los hoyos de carne rojiza desprendida parecían páginas de un libro abusado por demasiadas lecturas. La chica a su lado, presuntamente la novia, le sostenía la mano mientras que contra la pared llevaba un casco rojo. Los dos brazos presentaban heridas menores y moretones poniéndose morados, pero fuera de eso parecía ilesa.
Tenía una mirada perdida en los ojos que hizo dudar a Vale1ntina sobre si no le habrían dado una droga para que calmar los nervios. Pasó al lado de la pareja sin que ninguno de los dos girara hacia ella. Recién en el tercer piso empezaban las habitaciones de los enfermos. Le alivió e irritó en igual medida ver que otras enfermeras compartían el mismo diseño que ella. Incluso si se encontraba con las amigas de la dueña original, estas podían tomarla por cualquier otra de las presentes, uno a la que no necesitaran hacerle preguntas.
Como no tenía idea en qué unidad enviarían al estrangulador frustrado, fue pasando de una en una, saltándose nada más la de maternidad, abriendo las puertas disponibles y cerrándolas, hasta que finalmente vio a la esposa estrangulada dentro de una de las habitaciones. Permanecía sentada en una silla a los pies de una cama igual a todas las otras, pero que sin duda debía contener al marido. El abrigo llevado a toda prisa de casa le cubría los hombros y el cuello para disimular las marcas culpables. Valentina vio la hora en un reloj encima de la ventana del cuarto. Deseó haber sabido cuál era el horario de las visitas. Ni siquiera estaba segura de que la mujer no preferiría quedarse ahí, vigilante, toda la noche. Imaginó que hasta ese punto podría llevarla el miedo de lo que haría su esposo si se enteraba de que no estaba al pendiente de su condición. De última podía escabullirse en el interior cuando estuviera dormida y quizá mantenerla así con otro golpe, uno mucho más calculado y seguro que el dado a la enfermera, obviamente.
Bueno, bien podía sacarle partido a la espera. Se adelantó a la sala de descanso, a la cual había encontrado por accidente en su búsqueda, y mientras el resto de las personas salían o entraban con cierta urgencia, ella se dirigió al teléfono pago en un rincón. No le gustó tener que utilizar el dinero de la mujer que ahora llevaba su vestido. Ella no era una ladrona. Pero se había gastado el último poco de dinero que tenía en el remis para el hospital, por lo que no tenía otra opción. Marcó el número que Tomás le había dicho jamás debería olvidar.
-Buenas noches. Cementerio privado El parque de la Paz. ¿Qué se le ofrece?
-Soy yo. Che, escucha, voy a tardar un poco más de lo que esperaba.
-¡Vale! Ya me estaba preocupado. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué suenas así?
Valentina se dio cuenta de que todavía llevaba la máscara para cirugía encima. Se la sacó.
-No ha pasado nada. Lo único es que no sé cuánto voy a demorar. A la hora que sea me voy yo sola. Tengo llave así que no me tienes que esperar despierto.
-¿Pero en qué andas metida vos? ¿Volver de dónde? ¿Dónde andas?
Valentina giró los ojos. Quería al viejo Tomás, y ella de por sí se consideraba paciente, pero a veces lograba irritarla.
-Escúchame. Voy a volver en cuanto pueda, ¿meta? Vos no te preocupes que no ha pasado nada malo.
Por unos segundos no hubo ni un sonido al otro lado de la línea. Valentina vio que seguía comunicada. Entonces el guardián del cementerio dijo en tono quedo:
-Lo que sea que hagas, ten cuidado.
La muchacha sonrió. Mucho mejor así.
-Descansa. Nos vemos luego –Y cortó.
Regresó a la habitación donde tendría que entrar tarde o temprano y observó por la ventana que la mujer seguí, casi en la exacta posición de antes. Aterrorizada, seguramente, pero tan acostumbrada al sentimiento que ya casi no se le notaba y en cambio sólo conservaba la patente angustia. Muy pronto no tendría que volver a mostrar una cara así, de vieja, de nuevo. Al menos no por la misma causa.
Sin embargo, de momento tendría que dejarla ser. Acababa de nacerle una idea y con ella se había dado cuenta de que se estaba dejando algunos cabos sueltos en su planeación. No podía improvisar sobre la marcha una vez estuviera dentro. Existían miles de manera en que un hecho la interrumpiera y el mejor curso de acción era evitar el mayor número. Requería tiempo e instrumentos. Mientras más contara con esos dos elementos, mayor el resguardo. Con ese pensamiento en mente, se sintió como un personaje de una serie policial. Una intrépida policía metiéndose en la guarida del criminal de turno para aprehenderlo por sorpresa.
¡Qué divertido! En cuanto tuvo todo lo necesario reunido en una mochila, tomada previamente del vestuario, estaba lista. Valentina se dejó puesta la máscara de cirugía para ocultar su sonrisa de adelantada satisfacción. Una buena idea pues, aunque la muchacha misma no se enteraría al principio, a más de uno podría helarle la sangre vérsela. Los ojos verdes de los que se sentía tan complacida habrían contribuido al efecto, reducidos ahora a una ventana solida a una habitación fría y sin muebles donde todo, absolutamente todo, era posible.
—-
Después de despertar de cualquier cosa que esos enfermeros de mierda le pusieran en la ambulancia, se despertó para encontrarse a la estampa patética de su esposa aguardándole con las lágrimas al borde los ojos. Le irritó de sobremanera. ¿Pensaba que él iba a levantarse a consolarla o algo parecido? Exigió explicaciones y, al no recibirlas de inmediato, la despachó del cuarto por inútil. Eran las 2:00 AM, pero él se dijo que permanecería despierto en espera de la policía para presentar su propia declaración de los hechos. Él era la víctima después de todo y su esposa no les daría nada con lo cual trabajar. El hecho de que se negara a decirle de una y sin reparos lo que le había sucedido le daba demasiada mala espina. No le sorprendería nada descubrir que ella había tenido algo que ver al respecto.
El dolor de cabeza era insoportable. Las vendas, tan necesarias como debieron creer que eran, le resultaban molestas y le picaba la piel debajo. La cama era muy delgada, incómoda para su cuerpo acostumbrado al somier de su casa. Hacía frío. ¿Por qué mierda no venía nadie a cerrar esa puta ventana? Esas miserables sabanas no abrigarían ni a una hormiga. Parecía una de esas noches en las que el dueño sencillamente no iba a presentarse por mucho que le llamaran.
No obstante, recibir esos medicamentos y aquel golpe debía haber agotado su organismo más de lo que pensara, porque apenas se encontró solo en el cuarto los párpados comenzaron a cerrársele. Un buen descanso a lo mejor ayudara a aclararle las ideas.
Regresó a la realidad sintiéndose constreñido. Los primeros instantes pensó que sería la famosa parálisis del sueño jugando con su mente. La había padecido una o dos veces de joven y otras cuantas en su vida adulta. Una de las primeras normas a tomar en cuenta cuando uno se hallaba en medio de una situación semejante era mantener la calma y los ojos cerrados. Si los abría confundiría las sombras y los contornos de la habitación para crearse su propia pesadilla personas, en vivo y en directo, generándose un festín de estrés que no deseaba padecer. Así iba a quedarse quieto, porque moverse de todos modos estaba fuera de cuestión, y esperaría a que el resto de su cerebro se enterara que era hora de dormir. Tenía ganas de ir al baño. Y sed. Iría a remojarse la garganta.
Pero pronto se dio cuenta de que se había equivocado en su análisis inicial. Podía mover las manos y las piernas. La razón de que no pudiera moverlos mucho o fuera de la cama era porque estaban sujetos por una especie de cuerda gruesa que los oprimía contra la cama.
Abrió los ojos.
Las luces del cuarto estaban apagadas, pero todavía entraba una porción de luz por la ventana. Las luces cambiantes de un anuncio de neón cambiaban los colores predominantes, bañándolo todo de un color rosado o azul alternativamente. Tenía unas sábanas ajenas a las suyas recorriéndole el pecho y tres partes de sus partes, pasando por debajo de la cama y de vuelta arriba hasta acabar en un lazo gigantesco. Intentó hablar y lo halló imposible. Dentro de su boca había un pedazo de tela áspera, quizá una media, y sobre sus labios por lo menos cinco capas de cinta adhesiva manteniéndolos unidos.
Lo más alarmante no era nada de eso, en realidad. Lo que acabó de acelerar el pulso en su pecha fue la visión súbita e inexplicable de una sombra en el rincón, adonde la luz ni siquiera la acariciaba. Al verlo luchar por moverse, la figura se movió para revelar su verdadera forma: una muñeca de porcelana viviente vestida de enfermera.
No, se corrigió inmediatamente, rechazando el absurdo. Era una jovencita, probablemente mayor que su hija, vistiendo de enfermera.
-Despertaste justo a tiempo –dijo con una voz aguda. Se adelantó con las manos a la espalda hacia un lado de la cama. El sonido de sus zapatos y su propia respiración eran lo único que se oían en el cuarto-. Realmente daba igual si despertabas o no, pero creí que tendría menos sentido si se te ocurría dormir hasta mañana. O sea, como un anticlímax de esos que ni vale la pena ver.
La alarma en su cerebro se activó. No le gustaba nada de eso. Él era un hombre fuerte que se mantenía en forma. Sin embargo, por más que se revolvía, la sujeción a la cama era demasiado fuerte para él. Los medicamentos que le dieran también debían estar contribuyendo. Fulminó a la chica con la vista, enviando los rayos de Zeus a reducirla a cenizas. Le daba igual la edad que tuviera o que trabajara ahí. Si esa pequeña puta no lo liberaba en ese mismo instante ese hospital iba a conocer la demanda de su vida. No pensaba tolerar semejante abuso.
Ella ladeó la cabeza ante su gesto.
-A lo mejor ya te has dado cuenta de que este no es el procedimiento normal para tratar a un paciente, ¿no? Si fueran a operarte por ese hueco que tienes en la cabeza se habrían limitado a ponerte la anestesia y vos no te enterarías de nada hasta que se pasara el efecto. Entonces te preguntarás, con razón, qué carajo hago yo aquí. ¿Acerté más o menos tus ideas?
Hija de puta, pendeja de mierda, pelotuda, retrasada mental, pedazo de mierda…
-Bueno –dijo ella, rebuscando en la mochila puesta sobre una cómoda, ignorando los forcejeos en la cama-, en realidad a vos no te hace ninguna falta saber. Pero, como tampoco te hará ningún daño, la cosa va de ayudar a tu esposa. Verás, yo no pienso que algo de brusquedad sea mala. Bien manejada no tiene por qué serlo. Lo que no me aguanto es que la hagas sufrir a quien no se lo merece con ella. O quizá sí se lo merezca un poco, vete a saber a saber, yo no vivo con ella, pero claro queda que vos exageras la dosis. Qué lástima, la verdad. Tan bonito cuello que tenía y vos vienes a jodérselo así.
Por fin sacó lo que ella quería; una sierra manual de huesos. El rechinido producto de sus movimientos se detuvo. Ahora sólo le servían los pocos autos que pasaban por la calle a las 3:00 AM como sonido de fondo a lo que sin duda, sin duda, era una pesadilla de lo más estúpida. Cerró los ojos con fuerza, respiró profundamente a pesar de la molesta media, y se forzó a despertar.
Al mirar otra vez, ella sostenía un tubo de goma y una jeringa vacía.
-Me he estado debatiendo mucho rato –continuó ella con una sonrisa, deleitándose ante la plena consciencia de su miedo- si cortaba antes o después. Antes, claro, habría sido mejor para vos y más entretenido para mí, pero por ahí vos te podías agitar más de la cuenta, voltear la cama o hacer que el ruido acabe alertando a alguien. Y eso no me convenía, así que no me ha quedado de otra que decidir por el después.
La aguja, larga y metálica, resplandecía en dejos rosados. Dado el minúsculo espacio donde el reflejo debía caer y la oscuridad general, parecía el guiño de un ojo demoniaco.
-Lo vi una vez en CSI –dijo la jovencita, acercándose-. Un adicto preparaba mal la droga y eso causaba su muerte. ¿Sabes cómo fue que pasó? ¿Cuál fue ese pequeño y estúpido error que acabó matándolo?
Los intentos de escapar se redoblaron. Los murmullos tras la mordaza aumentaron de volumen, pero en todo caso todavía eran muy bajos, demasiado opacos para lo que su receptor pretendía.
-Una sola burbuja de aire –pronunció ella dulcemente, clavándole la aguja en el cuello, sobre la vena que siempre le palpitaba cuando se enfurecía mucho.
La línea negra de la jeringa pasó del 3 a más abajo del 0 sin que hubiera nada en medio.
A las 4:00 AM se había conglomerado una pequeña multitud frente al hospital, la mayoría proveniente del propio interior del edificio. El espectáculo no era otro que el cuerpo de un hombre caído de cabeza contra el pavimento. Mientras unos cuantos tomaban fotografías o filmaban la inesperada escena, los doctores se acercaban al cadáver (por su estado actual ya no existía salvación posible) para darle un examen superficial y cubrirlo con una sábana, otorgándole ese mínimo de decoro.
Valentina, tras haberse apartado lo suficiente del hospital, volteó una vez. Excepto por un tipo que le preguntó qué había pasado, como si por su uniforme ella debiera saberlo, nadie le puso reparos a su retirada. Viendo a las personas todavía aproximándose en sus ansias de saber, tuvo una ligera sensación como si se hubiera olvidado algo. ¿Lo había hecho en serio? Se detuvo en una esquina donde la única pantalla de luz parecía haber sido reventada de un golpe y se puso a tocar por un agujero abierto por la cremallera su contenido.
Algo filoso y húmedo, sí. Algo rugoso, sí. La billetera de la enfermera, sí. La cajita metálica con las jeringas, sí. Algo pesado dentro de una bolsa plástica, sí. No, nada le faltaba. Qué extraño.
Bueno, no era la primera vez que le sucedía. Lo más probable, como todas las otras ocasiones, era que no se tratara de nada que debiera inquietarla.
Las luces en casa estaban encendidas. El hecho no la sorprendió ni tampoco abrir la puerta, para encontrarse a Tomás viendo la televisión en la sala a la vez que ojeaba un libro en su regazo. Al oír el sonido de la traba en la puerta siendo activado, levantó la mirada, marcó la página sin mirarla y dejó su lectura a un lado. Primero se mostró dubitativo mientras Valentina se sacaba sus zapatos de charol, tirada en una silla, pero luego adquirió decisión suficiente para preguntar.
-¿Qué es lo que has hecho, Vale? ¿Por qué vienes vestida así?
-No me quedó de otra –respondió la joven caminando hacia él en sus medias blancas. Se sentó en el lugar que antes ocupara el libro, tomándolo a este en sus manos. Tomás, casi por costumbre, le rodeó la cintura con un brazo-. Quería devolverla, pero no me dejaron.
-Vale… -dijo el hombre, aunque era evidente que en realidad no tenía idea de qué decir.
Valentina arqueó una ceja y se apoyó contra él, suspirando. Le dolía las piernas de tanto caminar y trepar con un calzado obviamente no diseñado para esos fines. Percibía una ampolla formándosele en el talón y un costado de la planta. Dolor, cansancio, casa.
-De nuevo con la Lolita de Nabokov –ofreció para cambiar el tema.
Era el libro favorito de Tomás, prácticamente el único que releía con cierta regularidad. Hacía tiempo le había comentado que ella le recordaba muchísimo a la musa del protagonista en el relato, razón por la cual Valentina se forzó a terminarlo, aunque la narración se le hiciera insufrible de a momentos. Al final resultó que toda la obra le era insoportable.
-No sé qué le ves a esta tipa –dijo señalando la portada; fotografía en blanco y negro de Sue Lyon, la actriz que interpretaría al personaje en pantalla, leyendo una revista e inflando un globo de chicle mientras le guiñaba el ojo a la cámara-. No me gusta.
Tomás se relajó, al menos un poco. Ese era un terreno más seguro para él.
-¿Por qué, Vale?
-Porque vos crees que esa soy yo y no es así. Yo me vestiré con un estilo lolita, pero no me gusta que me comparen con ella. Sólo era una aprovechada. Me da pena el tipo, que tanto la quería, la idolatraba incluso, y ella que sólo le daba el gusto por cosas. ¿Y para qué? De última los dos acaban miserables y solos, cambiando cheques de manos.
-Pero la historia no es tan así. Actuó como lo hizo en favor de tener una vida normal o lo más normal posible. Ella no buscó ni quiso ser el centro del protagonista.
-Y luego lo tiró como un trapo sucio tras un tipejo que menos bolilla le iba a dar que no sé qué cosa –Valentina tomó la mano ancha del hombre y entrelazó los dedos con él-. Todo ese cariño para nada. Todo el tiempo que tuvieron al carajo y chau, como si nada, como si no importara. Es horrible.
Tomás le frotó la espalda y le apretó un hombro.
-¿Y vos por qué me aceptas, Vale? Si no quieres ir a la escuela a aprender como los otros, no quieres salir con otras chicas o chicos, ¿qué es lo que quieres?
-No sé –dijo la joven con sinceridad, levantando un poco la cabeza-. Pero sé que no quiero estar sola hasta que lo sepa. Eso es lo que más miedo me da, ¿sabes? Y sobre tu otra pregunta –Le miró a los ojos-, me gustas. Y ya. No necesito otra razón.
A Tomás le encantaría creer que amor, cariño y ternura destilaban por esa mirada verde claro como el interior de las uvas, que una mirada tan especial y única le era dirigida a él, lista para derretirle el corazón. Pero en su lugar se encontró una vez más con un vacío insondable que no sabía cómo cruzar sin ser tragado por sus profundidades. La sensación de viento helado llegándole al alma, a pesar del cuerpo cálido, no era algo nuevo para él. Rompió el contacto dándole un beso en la frente.
Se dijo que era un alivio que estuviera bien.
-¿Vamos a la cama?
Valentina sonrió, cansada.
-Sí.

La señora Gutiérrez había tenido más de un motivo de disgusto desde el incidente sucedido a su marido una semana atrás. Como si evitar a los molestos reporteros que llegaban a su puerta o llamaban a su casa pidiendo una declaración no fuera bastante, los ataques nerviosos de su hija, producto de una infundada culpabilidad, le habían ocasionado una nueva suspensión en el colegio. Era la segunda y a la tercera, si es que llegaba a haberla, le había advertido la directora dentro de su oficina, las reglas decían que sería expulsada, definitiva y oficialmente. Justo en la mitad del año escolar, por si fuera poco, volviendo casi imposible la tarea de encontrar un instituto que la aceptara en esas condiciones. La cita con el psiquiatra se estaba volviendo urgente con cada día que pasaba. A ese paso tendría que pedirle un descuento de dos por uno.
Al apearse frente a su hogar, suspiró de alivio porque la entrada estuviera vacía. A lo mejor tenía tiempo para tomar una siesta antes de que ir a recoger a su hijo del colegio. Últimamente tomaba muchas siestas, se sentía cansada, seguro que por el estrés combinado con el duelo. Todavía le quedaban unos ibuprofenos en su cartera.
Sin embargo, cuando estuvo frente a la puerta, vio un paquete a sus pies. Se trataba de una caja envuelta en papel de regalo a rayas negras y plateadas, decorada con un bonito moño de tela negra. Pegado con un alfiler blanco llevaba una tarjeta que decía, simplemente: “Espero que estén bien después de recibir esto.” Ni firma ni la menor sugerencia de un remitente. Pensó al primer segundo que podía ser un regalo de los compañeros de su hija destinada a animarla en esos tiempos difíciles. Lo único que la desconcertaba era el color sombrío, pero quizá fuera un detalle caprichoso.
Entró, dejó sus llaves en el gancho a un lado de la puerta y dejó el paquete sobre la mesa.
-¿Mamá? –llamó su hija mientras ella iba por un vaso de jugo a la cocina.
-Aquí. ¿Cómo andas?
-Mejor. ¿Y esta caja?
-No sé, la encontré en la entrada. Creí que a lo mejor alguno de tus amigos la había dejado.
-¿Te parece? –Su hija ya había tomado el regalo y lo pesaba, moviéndolo de un lado a otro. En el interior se oía dos objetos de cierto peso chocando entre sí y las paredes. Leyó la tarjeta con el ceño fruncido-. En la vida había visto una escritura así. Parece hecha por computadora.
Eso también lo había pensado la señora Gutiérrez, pero al otro lado de la tarjeta se veía claramente la presión que habían puesto sobre la lapicera. De ser así, supuso, uno de los jóvenes debió pedirle a su padre que desempolvara sus viejos conocimientos de caligrafía, cuando en el colegio tenían cuadernos especiales para lograr formas estilizadas. Ahora las escuelas se contentaban con que supieran escribir. Y a veces ni eso, pensó recordando un caso que había oído en la oficina de la boca de una chica que daba clases particulares y una vez le tocó enseñar a un niño en segundo grado que ni siquiera sabía lo que era el abecedario. Lo habían pasado de año sin ese conocimiento básico aprendido.
De pronto un grito horroroso salió de la sala. La señora Gutiérrez chilló el nombre de su hija y corrió casi tropezándose en las sillas.
-¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? ¡No me espantes así, hija, que me va a dar un infarto!
La adolescente, aparentemente ilesa, llorando desconsolada de pie, señaló el piso con un dedo tembloroso. En cuanto lo vio, la señora Gutiérrez no alcanzó a gritar. Su terror fue demasiado para expresarlo de una forma tan mundana. Cerca de la caja de donde habían provenido estaban las manos cercenadas de su esposo, las que la policía ni ningún miembro del personal del hospital pudieron encontrar pese a todo sus esfuerzos, cuya ausencia causó el interés y la mórbida curiosidad de los medios de comunicación, llegando a especular que se había tratado de un arreglo de cuentas por drogas. Las muñecas, ahora limpias y secas, estaban unidas por un cinto ancho de tela negra. Prendido al moño de uno de ellos estaba sujeta otra tarjeta escrita con la misma letra elegante:
“Ahora pueden estar en paz.”

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