jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 6

“Oh, gime a little time to choose.
Water babies singing in a lily pool delight
Blue powder monkeys
Playing in the death of night.”
-Queen.

Capítulo 6: Monos azules para el espacio

La mujer lloraba en un banco de la Plaza Libertad. Era una mañana de lunes otoñal. Los estudiantes debían asistir a clases. Los trabajadores debían asistir adonde ganarían su sueldo para alimentar a sus familias. Nadie tenía tiempo para detenerse a ver más allá de los rulos rojos con reflejos rubios, desordenados y revueltos alrededor de una cara roja contraída en torno a un puño cerrado, fuertemente apretado contra los labios como para reprimir un continuo sollozo.
Es posible que ni aún teniendo tiempo alguien se habría molestado. La mujer no generaba el suficiente sonido para resultar un incordio, sencillamente porque llamar la atención estaba lejos de sus planes. Sólo necesitaba descargarse, era imperativo, y no quería sufrir la vergüenza de armar una escena pública.
Por eso le sorprendió tanto encontrar bajo sus narices una mano que le tendía un pañuelo desechable. Todavía con los ojos anegados y la mente confusa, distinguió el resto del brazo hasta una manga abombada hasta un vestido negro con encaje blanco. Arriba de un collar ceñido de tela, en cuyo centro se veía la sonrisa torcida de Nirvana, la sonrisa de una joven la esperaba.
-Hola –dijo ella con una voz aguda y suave, como un susurro delicado-. Lamento si molesto, pero quería saber si estabas bien y si hay algo que puedo hacer.
Negó frenéticamente con la cabeza enrulada. Tomó con timidez el pañuelo y comenzó a pasárselo por las mejillas, recogiendo las líneas de rimel corrido y leve rubor café. Quería decir que estaba bien y que no había necesidad de que se preocupara, pero apenas abrió los labios salió un hipido como una pequeña bomba cargando un nuevo ataque de llanto. ¿Qué más daba? La joven volvió a hacer entrega de otro pañuelo sacado de un paquete en su mano y ella volvió a tomarlo.
Ambas se quedaron en silencio unos momentos mientras recuperaba cierta ilusión de compostura. La suficiente para hablar por lo menos. La suficiente para ser una persona civilizada de nuevo.
-No, no –dijo ahora sí-. Gracias, pero no, es una cosa mía. Una estupidez. Fue mi culpa, yo me tengo que hacer responsable. No es algo para meter a terceros que nada que ver, gracias.
La joven la miraba con atención, preocupada pero no tanto como una matrona que se apresurara a decirle la mejor manera de llevar su vida, empezando por no llorar en público, y ni tampoco al punto de que pareciera a punto de pedirle una historia detallada de cada una de las circunstancias que la llevaron ahí. De ser así habría tenido que correr para evitar sentirse violada. Se quedó recuperando el aliento, esperando su siguiente acción. La chica sonrió.
-Ya veo –dijo-. Pero, igual, podrías decirme para que así te quites el peso de encima. No sos de aquí, ¿que no?
Le había notado la tonada cordobesa en su voz. Cabeceó de nuevo.
-Vine nada más para arreglar un asunto –confesó, bajando la mirada-, pero por como salió todo me voy a tener que volver así nomás. Ha sido al pedo el viaje.
-Entonces es posible que no nos volvamos a ver nunca –remarcó la jovencita con dejo optimista-. Sos una extraña y yo también lo soy. No debería haber problema con contarme tus problemas.
Y a pesar de que estaba cansada, le dolía la cabeza y lo único que deseaba en el mundo era volver al hotel para preparar el equipaje, las palabras hicieron un agradable eco en su interior. Nadie, excepto su novio, sabía para qué estaba en la antigua Madre de ciudades y cuando regresara no habría persona que no notara la diferencia, ni que empezaría a buscarla porque prefería olvidar toda la experiencia por lo que le restaba de futuro. No iba a volver a tener una oportunidad semejante de contar su versión de la historia libremente, sin preguntas inoportunas que no querría responder. En verdad, sólo con una completa extraña se hallaría segura para poder hacerlo.
-Bueno… -dijo, todavía algo reticente, que no por nada la habían educado bien para conservar cierta dignidad incluso cuando ya parecía irrecuperable-, si vos no tienes problema o algo mejor que hacer…
-No, para nada –respondió ella elevando las piernas para cruzarlas debajo de la amplia falda del vestido, manteniéndolas ocultas a la vista.
-Bueno, si vos lo dices –Miraba el espacio de madera lisa entre ellas-. Vine aquí por un aborto. Estoy embarazada de cuatro meses y ni mi novio ni yo tenemos los medios ni el deseo de educar a ningún chico. Apenas estamos en el segundo año de abogacía, nos mandan plata nuestros viejos, ¿viste? Fui a todo médico posible allá donde vivo, pero todos me dicen lo mismo, que ya es demasiado tarde y yo me tengo que hacer cargo en este punto. Y yo lo entiendo, pero todavía pienso que es una completa porque los primeros dos meses yo ni siquiera estaba enterada, no me di cuenta. La regla siempre me viene cuando se le da la puta gana así que cuando empezó a faltarme ni me preocupé porque ya era normal, ¿viste? Incluso una vez que era chica no la tuve por tres meses y ahí, esa vez, sí que me asusté. Me hice las pruebas no sé cuántas veces antes de que por fin me quedara tranquila. Y pensé que en esta sería lo mismo, por eso no le di importancia. Pero luego es el tercer mes y ya me hago la prueba, ya me pongo histérica, pero son los exámenes finales y era ponerme loca por una o por otra, y escojo estudiar como loca para al menos sacarme eso de encima, porque viste que mis viejos gastan mucha plata y yo no estoy para ir a joderlos diciéndoles la cagada que nos hemos mandado. No quería ni pensar en todo el asunto, y antes de darme cuenta ya estaba en el cuarto puto mes y ningún hijo de puta se animaba a hacer un carajo porque ya no es un feto sino un puto bebé de mierda –La voz estuvo a punto de temblarle, pero tomó una gran bocanada y continuó-. Tengo una amiga que pasó por lo mismo. No al tercer mes, pero que tampoco quería tener un hijo en ese momento. Ahora anda de lo más pancha con su hija, exhibiéndola en facebook y tal. Pero bueno, ella me cuenta de este sitio aquí donde te lo garantizaban en cualquier momento del mes, no importaba, por un mínimo precio y con tales condiciones que casi parecía un hospital de verdad. Sin preguntas, sin pedirte nada. Vos nada más tenías que pagar y estar a la hora que te dijeran, ellos se encargaban del resto. Algo así me sonaba a sueño loco, ¿viste? Pero ella me cuenta de que se hacen conocer por el boca a boca por todo el tema de la legalidad y yo me digo que me convenía probar. Voy, les pido una cita y de paso veo el lugar. Estaba limpísimo, muy blanco todo, como un hospital de verdad. Ya me imaginaba yo cualquier casa ordinaria donde todo el equipo médico consistía en una toalla caliente y un alambre, pero no era así. Encima fueron de lo más amables, no vieras, muy atentos. Hago la cita, pago, espero, todo, y cuando por fin me llaman, cuando por fin es mi turno, ¿sabes lo que pasa, no? Es obvio. Me da miedo y salgo corriendo como una pendeja. Me he gastado los ahorros que tenía para tres meses en la universidad por una operación que me da miedo hacer. Y cuando quiero decirles que no puedo hacerlo me dicen que no hay reembolsos. Y ahora tengo que volver a casa con esto y más de cinco mil pesos tirados al caño.
La extraña frente a ella le palmeó la espalda a la vista de nuevos estremecimientos. Carajo, no podía dejar de llorar. ¿Qué iba a decir su novio cuando lo supiera? Podía imaginar sin problemas que la abandonaba a su suerte. Eso no le daba tanto miedo como simple rabia, rabia contra esa cosa en sus entrañas que sí, cierto que no había pedido nacer, pero que ella tampoco había pedido que lo hiciera y tenía que venir a cambiarle todos los papeles de un plumazo, quedándose él tan pancho mientras lo único que tenía que hacer era cagar sobre los pañales que no sabía todavía cómo carajo iba a pagar. Y no quería ni empezar a imaginar el tono con que hablaría mamá, que le había pedido una y mil veces que estudiara y se recibiera bien, que ellos estaban felices de ayudarla a mantener su apartamento y pagar las cuotas porque sabían que era una chica responsable y no les haría perder el tiempo. Papá iba a ser una sencilla y simple pesadilla cuando se enterara. Sólo tenía 20 años. Se había visto de madre como la mayoría de las niñas hacían, pero siempre asumiendo que para entonces tendría 30, 40 y una fuente de ingresos segura con un título que la respaldara, una prueba clara y concisa de que ella no había perdido el tiempo como una pelotuda, llorando a moco tendido en un parque de una provincia ajena.
La chica no le preguntó por qué tuvo miedo. No quería saber qué piensa va a pasarle ahora o si tenía una idea de lo que va a hacer luego. La palabra “padre” y su participación en el tema no se mmencionan. En lugar de usar cualquier frase semejante, la extraña escogió frotarle el hombro sacudido por un nuevo ataque de llanto y ella no pudo resistirlo, era más de lo que se esperaba y se entregó a la situación deseando ya no tener ninguna idea en mente. Por un momentito, un momento chiquito, quería olvidarse incluso de lo que sucedía en su cuerpo.
Un cuarto de hora más tarde la extraña chica del vestido todavía más extraño le pregunta acerca del lugar al que fue. Abrirse era un concepto natural para su boca, al parecer. El nombre del sitio, la dirección, todo le sale espontáneamente. Al final no recibe más que el paquete de pañuelos y una promesa de que todo iba a estar bien. No tiene idea de si eso es cierto, pero aun así se siente algo más ligera que cuando salió de aquella clínica clandestina y supo que no podría contenerse hasta la llegada al hotel. Le agradece de corazón.
-¿Vas a estar bien ahora? –le pregunta ella, levantándose del banco.
-Creo que sí –responde con una sonrisa cansada.
La imita a los pocos segundos. Era momento de separarse.

La clínica Centro De Venus estaba ubicada en una de esas zonas sin dueños de las carreteras entre provincias. A un lado de la autopista, por la izquierda y en medio de los árboles tupidos, como la casita encantada de una bruja, las mujeres se daban con un edificio más ancho que alto, de sólido color blanco con puertas y marcos de ventanas color celeste claro. Desde afuera resultaba imposible divisarlo, pero bastaba un poco de precisión para notarlo. La identificación, una serie de letras que imitaban a las escritas a mano en vivos colores fuscia entre, se ubicaba a un costado por si quedaba alguna duda de que no fuera el sitio correcto.
La entrada no estaba con llave. Daba directo a una pequeña sala de recepción que no tenía nada que envidiar al promedio de su especie, pintada en el mismo relajante y algo melancólico celete que se veía afuera, recordando al un cielo sin nubes. Una pantalla de televisión en la pared estaba sintonizada en una telenovela brazileña doblada al castellano, donde una mujer gritaba histéricamente que no estaba loca agitando las manos. Había cuatro mujeres esperando en las sillas de plástico blanco atornilladas a la pared, leyendo revistas de moda o siguiendo la acción en la televisión. Detrás del escritorio que sostenía el teléfono no había nadie. Vio a las pacientes. Una señora que debía estar cerca de los cincuenta, elegante. Una chica que debía tener su edad, de labios púrpura para combinar con su tono de piel oscura. Otra que debía rondar entre los treinta y los cuarenta leyendo una novela de bolsillo, y finalmente una señora gorda que revisaba los mensajes en el celular. Por más que lo buscó no encontró ni un solo rasgo común entre todas ellas, mucho menos algún signo del nerviosismo de la futura madre en el parque.
Nadie le llamó la atención cuando empezó a caminar por el pasillo de baldosas color piedra. Examinó una a una a las puertas a su alcance; un armario de limpieza, un baño, una habitación a oscuras, otra habitación… ¿Dónde se suponía que estaba el sujeto encargado del lugar? Quería encontrarlo para convencerlo de devolverle el dinero de la operación frustrada. Pensaba que si no funcionaba por los medios normales, siempre podía recurrir a formas más creativas de cohersión. Todavía conservaba la sierra de huesos en alguna parte, brillante y dispuesta para cuando la necesitara. La mujer le había soltado de casualidad el nombre del hotel adonde se alojaba. Se lo dejaría a un empleado para entregarlo anónimamente en un sobre bien sellado. Sabía que eso no iba a arreglar la totalidad de sus problemas (tener un bebé, por ejemplo), pero sería mejor que nada.
Aunque la situación con los soldados hubiera acabado en la más amplia nada, el deseo de servir de algo y hacer el bien estaban lejos de desaparecer de su lista de ideas fijas. Esa tarde tenía nuevamente un objetivo que cumplir y, como siempre, no iba a haber nada que se lo impidiera.
-¿Qué hacés acá? –preguntó una vez justo cuando iba a entrar a la última al fondo del pasillo, justamente aquella con la seña “no entrar” al centro.
Al darse vuelta encontró a una mujer asiática con ropa de médica y el cabello negro sujeto en una firme coleta a la nuca. Acababa de salir de una habitación a la derecha, de donde se alejaba una mujer poniéndose el abrigo de vuelta para volver al exterior. La doctora era petisa y delgada, casi una adolescente a no saber por los rasgos claramente adultos en su rostro.
-Vengo a ayudar –soltó sin pensar, pues ese sin más era el plan principal.
La expresión de la doctora súbitamente de repoche a interés.
-Ah, ¿venís por el trabajo? ¡Gracias a Dios! Ya me estaba desesperando teniendo que hacer todo yo sola. Vení, vení, no tengas miedo.
Antes de que a Valentina se le ocurriera siquiera contradecirla, la doctora ya la había tomado del brazo y conducido a su oficina, una habitación de color verde pastel con su propia biblioteca de libros pesados y títulos de marcos dorados colgando. Universidad de Buenos Aires, especialidad ginecología, leyó de corrida cuando se vio forzada a tomar asiento en una cómoda silla y la doctora se colocó rápidamente tras su escritorio, poniendo las manos sobre el teclado de una laptop.
-Esto no va a tardar nada, tranquila. A ver, si no te importa ¿me podés decir quién te dijo del Centro de Venus?
-Una mujer en el parque.
Tecleo.
-Una paciente, me imagino. Muy bien. ¿Y tenés alguna experiencia en el trabajo? Si no, de verdad no hay problema, lo aprendés de una.
-¿No? –tuvo que responder al no saber a qué trabajo se refería.
Estaba confundida más allá del obvio malentendido. Esa doctora no era el tirano hambriento de dinero que ella se estaba figurando durante el largo camino en remis. Parecía una simple mujer atareada por las obligaciones y deseosa de verse liberada de una parte de ellas. Unas ligeras ojeras venían a hacerle ojos bajo los ojos rasgados y sobre sus pómulos suaves.
-Ah, bueno, no te preocupes. Seguro que con una simple clase ya no te olvidás más para toda la vida. Ya te imaginás, ¿no? Me hace falta alguien que conteste las llamadas y anote las citas, acomodando a las que quieren venir solas lejos de a las que no les molesta. Fácil, ¿te das cuenta? De los otros temas me hago cargo yo –Tecleo, tecleo-. ¿Nombre y apellido?
-Valentina… Garibaldi –Era el apellido de Tomás y el que figuraba en sus documentos.
-¿Teléfono?
Le dictó el número de su celular, para el cual aparentemente debería empezar a comprar tarjetas de recargo otra vez.
-¿Dirección?
En cuanto se lo dijo el tecleo se detuvo un segundo. La doctora se irguió como si hubiera oído un sonido familiar que no acababa de indentificar.
-¿No es ahí donde…? No, no importa, seguro lo confundo. Bien, ¿dirección de correo electrónico?
-No tengo.
-¿Ah, sí? Pues mejor. Muy bien por vos. Te felicito. Los teléfonos son una cosa, pero de verdad no me gusta depender de la Internet para todo. La hace a la gente holgazana y encima nunca es del todo confiable. El mínimo problema y ya está todo perdido. Así no se puede trabajar. Te preguntaba nomás como un último recurso. Ay, se me olvidaba. ¿Fecha de nacimiento?
Le dijo nuevamente el que Tomás había calculado para ella, señalando el día en que la encontró en el cementerio menos los años que tenía entonces. Cuando por fin acabó de teclear, mandando el archivo a imprimir, la doctora apoyó ambos brazos sobre la mesa y sonrió.
-¿Cuándo podés empezar?
A Valentina se le acababa de ocurrir una estupenda idea. Iba a aceptar las condiciones de empleo de la doctora de manera tal que tendría una excusa perfectamente válida para estar cerca de ella y esperar un momento en que estuvieran a solas. Entonces podría aprovechar de convencerla de entregar el dinero para devolvérselo a su verdadera dueña.
-Ahora, si quiere.
Era la primera vez en su vida que tenía un trabajo parecido, pero una vez tuvo claro lo que se esperaba de ella, le resultó bastante sencillo permanecer sentada en su silla mientras controlaba la hora en el reloj circular de la pared. Las mujeres eran llamadas por la doctora y regresaban tras un par de horas, llevando prescripciones para medicinas en las manos y confirmando una nueva cita para revisar por si había complicaciones. Durante un tiempo ella se ilusionó con la idea de que otra paciente iba a tener un cambio de corazón repentino, con lo cual tendría oportunidad de ayudar a dos personas de un solo tiro, pero a medida que la aguja larga continuaba su vuelta y la luz del exterior se volvía más tenue fue dándose cuenta de que eso no iba a suceder.
Recibió la llamada de una chica que quería consultar acerca del trabajo. Le dijo que ya estaba tomado y se dispidieron una a la otra. Tomó nota de las siguientes citas para la próxima semana, controlando con la misma agenda negra que usaba su predecesora.
Cerca de la medianoche, la doctora acompañó a su última paciente del día hasta la puerta, preguntándole si no prefería que le llamara un remis para volver a casa. A ella no le hacía falta, tenía el auto estacionado cerca. Buenas noches, gracias por todo. Que descanse. Un beso en la mejilla y la puerta cerrándose. El suspiro del agotador trabajo por fin realizado. La doctora movió el cuello de un lado a otro mientras estiraba los brazos, unidas las manos.
Valentina empezó a sacar su viejo escalpelo de un bolsillo oculto. No era la sierra para huesos, pero con una buena sujeción y actuación podría ser más suficiente. Acarició el filo metálico con el pulgar disimulando bajo el escritorio.
-Qué día, ¿no? –dijo la doctora-. Qué día. No creás que está así de concurrido todo el tiempo. Hoy de pura casualidad ha salido siendo especial, pero por lo general no son tantas. La mayoría de las mujeres prefieren un horario especial donde nadie las vea venir ni las vea irse. ¿Querés venir a mi oficina un rato, Vale? ¿O tenés que irte ya a casa?
-Vivo sola –dijo a medias mintiendo, a medias diciendo la verdad. A fin de cuentas nadie la esperaba-. Me puedo quedar si me necesita.
-No, no es para nada de eso. Sólo te digo por si querés tomarte algo. Algo para relajarnos y quizá conversar un rato antes de que te vayas. ¿Qué te parece?
Volvió a percibir el metal mientras lo disimulaba dentro de un brazalete.
-Meta. Sí, ¿por qué no?
Una vez cerraron la puerta principal con llave, cerraron las persianas y apagaron las luces que no iban a utilizar, más convencida estaba Valentina de lo sencilla que iba a resultar. En el peor escenario posible le bastaría dar otra llamada a todas las mujeres en la agenda para que supieran que sus citas habían sido canceladas sin excepción. La doctora apenas sobrepasaba la altura de su nariz, por lo que debería ser todavía más fácil de controlar que a un hombre en una cama de hospital. Sólo debía manejarse con cuidado.
En la pequeña sala de descanso de la clínica (una aburrida habitación con cuadros de flores mostradas en un primer plano) había una mini heladera zumbando ligeramente en un rincón. De ahí la mujer sacó dos botellas de fanta y de un estante superior un par de vasos de vidrio. Lo llevó todo a la oficina, donde empezó a servir las bebidas encima del escritorio. Dos veces se oyó el sonido del gas liberado y luego el de las burbujas estallando contra el recipiente que debía contenerlas.
-Tomá, tomá. Con confianza –invitó la doctora señalando la única otra silla disponible. Ella se acomodó en su propia silla y bebió un largo trago-. Ay, no sabés lo que me moría por tomarme algo fresco.
Valentina probó el dulce líquido y se lamió los labios. Primero lo primero.
-¿Le puedo hablar de algo, doctora?
-No me digas que necesitás un aborto vos también.
-No, en realidad… Es por la mujer que le dije me habló de este lugar. Ella al final se arrepintió y cuando le pidió que le devolviera el dinero por la operación usted se negó.
La doctora revolvió el contenido de su vaso con el codo sobre el el escritorio. Habría sido lo más sencillo del mundo para Valentina agarrarla desde el cuello por detrás y hacerle entender la seriedad de su petición, pero le daría la oportunidad de rectificarse. Después de todo, de lo que había visto de ella hasta ahora le agradaba.
-Ya. Una colorada, jovencita, ¿no? Me acuerdo que vino hace un par de días. ¿Así que vos venís a ver si podés conseguir la plata?
-Ella la necesita –dijo acercándose un paso. Con un movimiento de muñeca tenía el escalpelo dentro de su palma-. No era plata que le sobrababa precisamente.
-Lo sé, la chica me lo explicó –La doctora dejó la bebida y se giró-. Lo lamento, pero no puedo. Plata que me dan es ya plata que tengo que usar. ¿Te parece que este lugar se mantiene por magia? ¿Crees que alguien me está pagando por hacer esto? Ojala. Todo lo que ves sale de mi bolsillo directamente. El precio que les pongo no es ningún capricho, te lo aseguro. Le he dicho a tu amiga que no podría devolvérselo ni aunque quisiera, pero supongo que se le pasó decírtelo. No me extraña. Me dio pena, la verdad. Pero por eso les vivo preguntando a las mujeres si están seguras. Mucho antes de que les arregle la cita “oficial” las entrevisto para ver si realmente esto es lo que les hace falta, y ella me daba la impresión de que iba por buen camino. No me dejaba de hablar de la universidad y que no podía permitirse perder clases por cuidar a un niño, como tampoco podía dejarlo con su mamá porque vivía demasiado lejos. Pero al final le ganó la consciencia y ese fue el resultado. Lo lamento si te has pasado el día entero nada más para esto, pero las cosas como son: ella debió pensarlo mejor antes de venir aquí. Creí que lo había hecho, pero es obvio que le erré.
-¿No hay manera?
-No, a menos que quieran que la que pase hambre sea yo –Valentina no quería. Volvió a guardar el escalpelo dentro del brazalete con la mano a la espalda-. Lo lamento. Yo he hecho todo lo posible ya.
Le creía. Lo entendía. Se resignaba.
-Bueno –dijo la doctora, irguiéndose-. Supongo yo que ahora que has recibido tu respuesta te vas a retirar, ¿no? Lástima. De lo que vi parecía que lo hacías bien.
-Si sigo trabajando aquí… -empezó Valentina-, entonces recibiría una paga, ¿no?
La doctora sonrió un poco, como si hubiera adivinado en el acto su pensamiento.
-Al final de cada mes, pero se puede arreglar para que sea al final de la semana. ¿Pero, vamos a aclararnos desde ahora, estás segura vos? No sé si todo el asunto no entra en conflicto con algún principio moral que tengas. Perdóname que lo diga tan ligero, pero ya hubo otra chica que estaba muy en desacuerdo con lo que hago aquí y desafortunamente nos acabamos despidiendo de mala manera. No me gustaría tener que repetir la experiencia.
Negó con la cabeza. Para bien o para mal, parecía que las mujeres venían por su cuenta y no podía culpar a la doctora si el hecho acababa aterrando a una minoría. Si ahorraba lo suficiente podría devolverle por intervalos la plata a la futura madre. No iba a ser la misma que ella había utilizado en un principio, pero cuando empezara a notar la falta poco o nada iba a importar el origen.
Ella recibía cada mes parte de un fideicomiso por parte del abogado que manejara los asuntos de Tomás. El dinero no era un motivo de preocupación.

Al paso de los días, Valentina se dio cuenta de que progresivamente se iba ganando la confianza de su nueva jefa, quien por defecto le pedía que entre ellas la llamara por su nombre de pila, Catalina. El doctora Mao quedaría para cuando se encontraran en frente de las pacientes para conservar la respetabilidad. Más adelante le pidió incluso que le asistiera, si no tenía inconveniente, en un trabajo sencillo: lo único que debía hacer era dejar que le estrujaran la mano, dar palmadas y animar con la voz más sincera posible, para así combatir el nerviosismo que a muchas las atacaba. Emprendió la tarea como todas, con una perfecta medida de movimientos que no llegaba a calificar de verdadera inspiración pero sí como un noble intento. Le fue agarrando el truco, adivinando exactamente cuándo las mujeres necesitaban ese ánimo extra, encontrando una arruga que antes no estaba, una mirada huidiza y una fina película de sudor que ella luego debería apartar cuidadosamente. Todo eso antes de que entraran en juego los sedantes y la presión languidecía, pero no se rompía.
Una vez, por curiosidad, Valentina se adelantó a ver por dónde era que Catalina metía el tubo succionador de la máquina que metía a sus pacientes. Le parecía raro que el proceso de dilatamiento resultara tan sencillo y rápido. Al mirar pensó que debió haberles abierto una herida horizontal para poder facilitar el trabajo. Pero la herida tenía una forma de lo más extraña que nunca se habría esperado. El hecho en sí duraba poco tiempo, nunca más de unos quince minutos. Era la recuperación lo que podía mantenerlas ocupadas hasta más de una hora. Mientras ella se quedaba para preguntarle a la paciente cómo se sentía, la doctora salía con la máquina utilizada, sujeta a unas rueditas y agarrarera para el transporte.
Una conversación intrascendental, a veces torpe por las drogas, y luego era momento de conducirlas detrás de un biombo para que se cambiaran en paz antes de volver a sus vidas de siempre. Era un trabajo rutinario que sin embargo le resultaba satisfactorio porque algunas mujeres sentían verdadero alivio al ser atendidas, como si las hubieran librado de una terrible condena. Venían tanto de otros sitios de Argentina como desde otros países, incluso trayendo acentos exóticos con pronunciaciones raras en las consonantes, palabras en inglés, italiano y una obvia española a la cual apenas conseguía entender, a pesar de que compartían la misma lengua madre. Todas venían por lo mismo, todas agradecían toda la atención, todas acababan recomendándolas a una amiga en problemas.
A la hora de cerrar compartían un par de vasos en la oficina de la doctora Mao, hablando de lo que se les ocurriera en el momento sin más objetivo que dejar pasar el tiempo tranquilamente hasta que estaban tan cansadas que era hora de llamar a un remis nocturno para tomar un colectivo.
-¿Has visto las noticias esta mañana? –empezó la pequeña mujer asiática en su clásica postura de agradable abandono.
-No. ¿Qué pasó?
-Se anda viendo de nuevo si se aprueba o no la ley de abortos. Que sí, que no y ya salen todos los puritanos hablando de la vida, las feministas hablando de elección y se lo toman en serio, como si no se nos muriera más gente por causas más urgentes que un descuido en la pieza –Tomó un trago largo y declaró dándole magnitud a la frase-. Yo espero que no la aprueben.
Y Valentina naturalmente tenía que preguntar.
-¿Por qué no?
-¿No es obvio? Si lo hacen vos y yo nos quedamos sin trabajo. Es el tabú en gran parte lo que nos mantiene a flote. Sin él ya podemos ir remando a una clínica oficial y aplastarnos el culo esperando mientras se adquiere mayor consciencia del sexo seguro ahí afuera. Y ya no tendría de dónde sacar lo que necesito, para colmo.
-¿Dices por la plata?
-No –La doctora se irguió un poco y la miró a través de sus pestañas entrecerradas-. Vale… ¿vos qué opinas acerca del universo? ¿Crees que estamos nosotros solos o que puede haber algo ahí afuera capaz de observarnos?
A pesar del brusco cambio de tema, los cuales por otra parte eran tan frecuentes que ya estaba acostumbrada, Valentina no tuvo ni que pensarlo dos veces para dar con una respuesta sincera. Con lo que dudó fue en la manera de expresarlo, porque en voz alta se daba cuenta de cuán imprecisa resultaba.
-Lo segundo –contestó con sencillez, bebiendo de su vaso en el regazo. Vaciló un segundo y agregó-. A veces siento que hay alguien que me sigue y me mira. Pero no es algo desagradable, ¿sabes? Al menos eso creo. Lo único es que me gustaría saber exactamente lo que es.
-Nunca lo vas a saber así por las buenas –acotó la buena doctora. Su mentón se apoyó en su mano abiertas mientras su dedo manicurado hacía el vaso el círculos incompletos-. Yo creo que están ahí, pero no nos hablan porque no nos ven nada que les llame la atención. Pensalo nada más un rato. Con nuestros variados problemas y nuestros variables éxitos, con nuestra historia tal como se conoce, ¿qué vamos a tener de interesante para esos que están ahí arriba? Miércoles, si hay hasta gente que se suicida de lo tan aburrida que está consigo misma. Peor será para el que la esté mirando. Cambian de canal para no matarse ellos también. Por ahí imagino que habrá una risa, pero de esas que dan casi por lástima, nada más por lo estúpidos que nos ponemos a veces sin razón. Entonces haría falta ofrecerles algo que ellos puedan usar para que le vean mínimamente con ojos tolerantes a los pobres humanos de aquí abajo. ¿No crees que es lógico pensarlo así, Vale? ¿No te parece que tiene sentido?
-Supongo que sí –admitió.
-Claro que sí. La manera más fácil sería un esfuerzo conjunto. Si una persona puede hacerlo bien, muchísimas podrían hacerlo mejor. Pero no hay interés. O no hay acuerdo en qué hacer. Y de tal manera ellos no tienen idea de por qué hay que seguirnos la corriente. Somos como hormigas. Y a las hormigas las ignoras o las aplastas sin darte ni cuenta, no hay de otra. Para de verdad causar algún impacto habría que ofrecerles algo útil, necesario para ellos. Así se tendría cierta posibilidad de diálogo, ¿no?
Valentina ya se daba cuenta de que la doctora tenía un punto que hacer esperando a pronunciarse al final de su lengua, pero a saber cuál era. Lo malo era que por lo general la doctora prefería ser directa cuando se trataba de un tema específico. El hecho de que se andara con vueltas era insólito para ella. Lo único que podía hacer era seguirle la corriente hasta que se decidiera decirle de qué se trataba.
-Sí, obvio.
-Eso pensé –dijo la doctora con una evidente nota de satisfacción. Pero luego perdió confianza otra vez y dijo-: ¿Vos sabrías guardar un secreto, Vale? Si te dijera algo un poco más grande que una simple clínica de aborto, ¿vos me dejarías compartirlo contigo y sólo contigo? ¿Prometes que harías el esfuerzo de verlo desde mi punto de vista antes de juzgar? Ya sé que te lo estoy pidiendo de la nada, pero te pido que lo pienses.
-¿De qué se trata? –quiso saber Valentina, la curiosidad definitvamente picándole.
-Primero decime eso, que vas a tratar de entenderlo primero.
-Bueno, bueno, te lo prometo.
-Bueno –La doctora juntó ambas manos y miró el techos unos instantes, como si recolectara ideas para continuar-. ¿Conocés la teoría de los primigenios?
-¿De qué?
-No la conocés, bien. La teoría, que ha sido probada millones de veces, pero le seguimos llamando teoría, dice que nosotros en las civilizaciones más antiguas tuvimos una “ayuda” de otros seres, unos seres que no provenían de la Tierra. Ellos nos habrían ayudado a construir la base de nuestra civilización de una manera que nunca podríamos haberlo hecho. También habrían estado cuando el primer ser humano se formó, controlando lo que necesitaba controlarse para que pudiera formarse, lo cual los convertiría en nuestros padres originales. Hay mucha gente que no cree en esto, pero en realidad, cuando analizamos nuestra historia, lo increíble es pretender que todo se dio por puro azar o salió de nosotros mismos. Las hormigas –continuó tras dar un largo sorbo para humedecer de nuevo su garganta. Estaba metida en la conversación, entusiasmada mientras hablaba. Nuevo y extraño ánimo que daba brillo a sus ojos rasgados de una manera que era totalmente desconocida para Valentina- se usa muchas veces de ejemplo. Ellas son pequeñas, pero trabajadoras y resistentes. Vos ves una madriguera desde adentro, lo intrincado e impresionantes que son esos laberintos bajo tierra, y crees que el trabajo en equipo hace maravillas. Pero considerá las pirámides, considerá la evolución, ¿de verdad es sensato creer que pasó así sin más? Los más grandes templos mayas, los dioses aztecas. Si volteás a cualquier parte y te ponés a pensarlo realmente comenzás a ver… que hay una enorme inteligencia detrás de todo. Demasiada para una especie que no hace mucho apenas estaba aprendiendo a usar la boca para algo más que como un reemplazo de la mano. Por entonces ni siquiera teníamos idea de cómo explicar algo sin echarle la culpa a la magia o los dioses que teníamos entonces. ¡Y puede que hasta hayan tenido que ver! En el inicio, por lo menos, hasta que el planeta se pusiera al tanto con el ritmo que ellos pretendían. Y déjame que te asegure, esto no es una locura mía. Lo investigué durante años, hablé con gente y todavía no he encontrado ni una sola razón para descartarlo. Ni una sola.
De pronto se irguió con un movimiento brusco de cabeza, al parecer volviendo a caer en cuenta de la presencia de su interlocutora. Valentina aprovechó de tomar otro sorbo. Todo eso era nuevo para ella desde el mismo concepto de seres del espacio que pudieran llegar a la tierra. Nunca había visto películas de alienígenas y la ciencia ficción no estaba entre los géneros literarios que de vez en cuando le gustaba visitar. Por eso los argumentos que esgrimía la doctora en frente de ella no le sonaban disparatados o extraños, sólo desconocidos. Tampoco tenía una preconcepción acerca de los orígenes del mundo y de la raza humana con la cual el planteamiento podría entrar en conflicto.
-Vale, ¿qué pensás de todo esto? Decime la verdad, quiero saber.
-Suena muy interesante –admitió la joven-. Supongo que tiene sentido creer que estamos aquí porque alguien nos puso aquí. ¿Eso también incluye a los animales?
-A todo –afirmó la doctora poniendo ambas manos sobre el escritorio-. Todo, hasta el más mínimo detalle, ellos lo arreglaron de manera que pudieramos vivir, que pudiéramos ser la especie dominante que podría sacar provecho de esos seres. Si no teníamos plantas (también gracias a sus conocimientos, porque sin ellos no dudo de que viviríamos entre cenizas), siempre nos podíamos comer una vaca o al caballo. De igual modo, a falta de carne, por la razón que sea, tenemos a las plantas. Y eso sin contar el aire que nos permite seguir vivos, el agua que conforma por lo menos el 70% de nuestro cuerpo, ¡el fuego que nos prevenía de amenazas en plena noche, la tierra sobre la cual andamos desde nuestros primeros pasos! ¿Ves cómo todo encaja perfectamente para asegurar nuestra supervivencia? ¿Y qué pasa cuando el hombre solito y por su cuenta mete la mano con ese plan genial, con ese plan especialmente diseñado para nosotros? Calentamiento global, radiación, extinción de especies enteras, deforestación, entre otros efectos colaterales. Teníamos esta cosa preciosa, fantástica, toda dispuesta para nuestra comodidad , y lo único que teníamos que hacer era vivir en ella. Apenas nos dejaron solos ya empezamos a ir hasta el fondo. No servimos para estar por nuestra cuenta. Somos una porquería de hijos.
Un nuevo sorbo de gaseosa. Valentina vio el movimiento del líquido descendiendo por su garganta. Al bajar el vaso la doctora jadeaba como si todos los ademanes que había estado dando desde el inicio de su discurso la hubieran agotado igual que si los siguiera con los pies y saltando en la silla. Hubo un momento de silencio durante la cual ambas asentaron las implicaciones de semejantes palabras. Valentina estaba asumiendo que ese era un asunto bien importante para la mujer. Y sobre todo veía ni siquiera había terminado. Una idea estaba dando vueltas por su mente y estaba examinando sus opciones para formular su siguiente enunciado.
-¿Querés ir a ver lo que hice? Para llamarles la atención sobre nosotros otra vez.
Ese era un momento decisivo. La doctora había hundido ligeramente el mentón y adelantado la frente, poniendo el foco de atención directamente sobre su mirada, que permanecía atenta y en espera. Quería que respondiera sí, de modo que aunque Valentina apenas sentía cierta curiosidad, ni cerca la trascendencia que por lo visto tenía para su jefa, contestó que sí, estaría bueno. La sonrisa amplia que se ganó como reacción le gustó. Le recordó a imágenes de niñas a las que se les prometía sus juguetes favoritos con tal de que se comportaran correctamente.
-Sabía que ibas a entenderlo. Vos siempre me has parecido una chica muy lista, Valentina.
Entonces sacó el llavero del bolsillo en su pecho. Sólo tenía dos llaves, una la de la puerta principal. La otra hasta entonces sólo había estado colgando pacientemente. Ahora, por fin, tuvo la oportunidad de ser empuñada en el delicado puño femenino.
-Vení conmigo.
La llave era, claro está, para la puerta al final del pasillo con el letrero de no entrar. La doctora la introdujo en la cerradora, giró el picaporte pero antes de empujarla hacia adentro se volvió hacia su empleada y nueva iniciada.
-Antes de entrar, te tengo que preguntar algo, Vale. ¿Te impresionás fácilmente?
Valentina pensó en un hoyo rodeado de pelo blanco por donde asomaba un montón de salchichas apretadas entre sí. El proceso de cortarle ambas manos a un hombre recientemente muerto y el batallar por atravesar el duro hueso. El hecho de que el primer día que trabajó ahí ya se imaginaba abriendo un surco en el cuello de la doctora Mao.
-No lo creo.
-Mejor así –dijo la doctora y volvió para abrir el camino a su secreto mejor guardado.
Las dos entraron a lo que parecía ser la negrura absoluta. Valentina no oía más que un ligero zumbido proveniente de un sitio indeterminado. El ambiente se sentía cálido y húmedo. La doctora accionó los interruptores y desde el techo comenzaron a encenderse unos tubos de luz colocados a lo largo de cuatro anchas paredes de un color azul ligeramente más oscuro que el usado en la entrada. Máquinas desde algo que parecía una lavarropas crecida hasta un escritorio con tres pantallas de computadora se alineaban justo debajo, preparadas en cualquier momento para servir a su propósito.
En el centro mismo de la habitación se iluminó también el interior de una gran piscina rectangular con agua azulada, en cuyo interior flotaban pequeñas figuras que al principio Valentina tomó por ratas sin pelo. Pero un par de pasos hacia el frente le permitieron distinguir los miembros desaparecidos, las cabezas cosidas juntas para suplir su mutua destrucción, las partes inferiores unidas a otras partes inferiores. Algunos incluso formaban entre tres una sola criatura deforme. Deditos, piecitos, cabecitas, vértebras expuestas a medio desarrollar, confundiéndose con cualquier animal. Montones de fetos de diferentes colores y estados nonatos nadaban sin moverse. Sus pieles desgarradas estaban teñidas de azul. Desde el punto más grueso de sus anatomías incompletas tenían sujetos hilos delgados que luego se extendían hasta rocas, que por su peso se mantenían en el fondo, así ellos nunca cesaban de estar sumergidos justo debajo de la superficie.
Valentina distinguió ahí cerca la especie de aspiradora que la doctora usaba para aspirar a los fetos a través de la herida abierta entre piernas abiertas. Estaba abierta y lo que debía servir como recipiente interior mostraba el principio de una bolsa de plástico negro. La doctora le tomó del antebrazo desde atrás. Su rostro estaba iluminado del brillo quieto del agua y la firme, inamovible convicción que lo que ambas estaban contemplando era hermoso, más allá de toda medida posible.
-No tenés idea de los años que he tardado en encontrar tanto –dijo la mujer, la voz vibrándole por el llanto orgulloso y contenido-. Una década entera buscando financiación, buscando a las mujeres adecuadas, aprendiendo, buscando otras personas como yo. Los conocía por Internet pero la mayoría, casi todos, preferían largarse apenas veían la magnitud de lo que yo quería. Sólo unos pocos quedamos los que realmente estamos dispuestos a hacer un sacrificio, sólo por tener la posibilidad de volver a hablar con nuestros verdaderos padres para que puedan guiarnos hacia un mejor futuro del que nosotros podremos darnos. ¿Tenés idea de lo que estás viendo, Valentina? ¿Lo entendés?
-No, la verdad no–repuso la muchacha, que de verdad no podía ver la relación entre los seres acuáticos aquellos y los ¿cómo los llamó? Primigenios.
-Ah, no te preocupes, el concepto es bastante simple –La doctora se limpió una discreta lágrima del rostro. Valentina supuso que ese era el efecto de tener una nueva espectadora a la cual poner al tanto de algo tan significativo y relevante para ella-. ¿Te acordás de lo que te dije acerca de que para ellos, los primeros en venir aquí, nosotros debemos parecerles unos bichitos apenas terminaron con el trabajo? Poca cosa, ¿no? A menos que los bichitos empiecen a ofrecerles algo. ¿No se te ha olvidado, no?
Valentina incluso recordaba la exacta expresión que tenía al expresar aquella idea. Meneó la cabeza.
-Bueno, esta es mi ofrenda. Estoy seguro de que ellos pueden tomar todas las muestras que quieran de nosotros para hacer lo que quieran, pero pienso que sabrán valorar la iniciativa de una de sus hijas por permitirles hacer algo útil de estas pobres criaturas, las cuales de otro modo sólo terminarían en la basura como hamsters muertos. La placenta que los protege durante su estado embrionario también ha probado ser muy útil. Pagué el primer préstamo para este terreno con lo que me dieron por unas cremas que inventé hace unos años basadas en esa sustancia. Sirven muy bien para evitar el envejecimiento, ¿te das cuenta? –Y se acarició su mejilla suave, tersa, inmaculada y sin maquillaje mientras sonreía-. ¿Ves aquellas máquinas? Mantienen la temperatura y las condiciones del agua constantes, así que cada uno de ellos puede durar incluso cinco años si no se les encuentra ningún uso. He desechado cada cantidad con el paso de los años, tratando de contactar con ellos… pero eso nada más es cuestión de perserverar, ¿no? Si las hormigas te dieran a sus hermanas y hermanos a ti, en tus manos, para que hagas lo que se te de la gana con ellos, tiene mucho más valor que si sólo se la comieran y quisieran picarte los pies al pasar por sus hormigueros, ¿no? Aunque, obvio, después ellos podrían aplastarnos todavía más fácilmente como si nada. ¿Qué opinás?
Valentina se puso a mirar la piscina modificada donde los únidos nadadores en ella valían lo mismo que una moneda de cambio, donde el bien obtenido no se resumiría más que en una chance de diálogo, de esperanza ilimitada. Luego recordó perros muriéndose de calor en un parque y arrojados sin la menor ceremonia por empleados municipales a la basura.
-¿Ellos los podrían revivir? –preguntó de pronto.
La doctora se encogió de hombros.
-¿Por qué no? Si ellos pudieron darnos vida una vez, tendrían el poder para eso. Hasta podrían ser los nuevos seres humanos que, unidos a sus conocimientos más cercanos, nos podrían evitar el desastre adonde vamos. ¿Te lo imaginás? Aquí mismo podría estar nuestro siguiente paso evolutivo.
A pesar de las cabezas unidas, unas calvas, otras con finos pelos ondeando, de las formas fantásticas conseguidas, Valentina sólo se quedó con la respuesta que ella esperaba oír, el confiado sí capaz de devolverles la vida y el movimientos, para que ya no parecieran tan tristes y solos, privados de la oportunidad de abrir los ojos aunque fuera una primera vez. No culpaba a las madres, las cuales sólo se negaron a aceptar una tarea que ninguna de ellas había deseado y para el cual (como en el caso de más de una adolescente que vino acompañada de su madre) no estaban tampoco preparadas, pero aun así veía que esa no era una existencia digna de ser soportada. Si existía un modo, cualquiera que fuera, en que eso pudiera ser cambiado iba a abrazar la idea con todas sus fuerzas.
Quería que esos niños vivieran. Incluso si ellos no representaban la verdadera mejoría para la humanidad que la doctora tanto esperaba y anhelaba.
-Es muy bonito lo que dices, Catalina –dijo Valentina, pues sabía que la mujer esperaba al menos ese elogio-. De verdad me gustaría ver cómo acaba esto. Nunca había pensado en todas esas cosas antes. ¿Me dejas ayudarte a mantenerlos bien hasta que ellos lleguen? También quisiera verlos cuando aparezcan.
La doctora volvió a sonreír como si fuera el día más feliz en un largo tiempo de amarguras. Pasó de tomarle el brazo y le apretó el hombro con confianza, con afecto y gratitud entremezclados.
-Claro que sí, mi niña.

Valentina se tomó muy en serio su parte del trabajo. En un inicio la doctora sólo se dedicó a ponerle al tanto del funcionamiento de los reguladores y el estado que ella controlaba a través de la computadora, pero luego, al ver que en su cabeza se quedaba con gran claridad aquello que entraba, le delegó tareas que a ella sola antes solían tomarle semanas por su cuenta.
La preparación de los fetos antes de pasar por el proceso de ser reconstituidos lo mejor posible, tras sufrir los daños esperables de la fuerza centrífuga, es decir; el almacenamiento en los frascos que después debían ser clasificados por fecha en los armarios, los cuales jamás debían estar sin candado, el manejo delicado y concienzudo de sus formas en los recipientes más grandes donde serían juntadas aquellas piezas que iban a complementarse entre sí, el control del agua para conservarla aséptica pero accesible. No era cuestión de agarrar cualquier piedra de la zona boscosa que las rodeaba y unirlas a un trabajo que costaba no poco esfuerzo, por supuesto que no. Cada objeto debía pasar por un riguroso procedimiento de desinfección para asegurar que los químicos colocados en la piscina no acabaran causando un efecto inverso al esperado, acelerando le desintegración de los tejidos muertos. Con mucho cuidado, jamás desviándose del método, las dos podían llevar a cabo una decente conservación mientras la doctora hacía arreglos con sus amigos de otros lugares (nunca aclaraba de qué lugares) para que fueran a verla, seguir el desarrollo del proyecto, en la próxima semana de Julio. ¿Por qué, qué pasaba en la siguiente semana de Julio? Porque entonces sería cuando se diera el primer eclipse solar del año. ¿Y qué tenía con que fuera el primer eclipse solar del año?
-Nada en verdad –confesó la doctora, risueña-. Pero le agrega algo de efecto dramático a una reunión que va a ir sobre criaturas del espacio.
Valentina suponía que era así.
Sin embargo, un suceso imprevisto tuvo que ocasionar una demora en los planes. El generador de temperatura se dañó de pronto. Cuando lo descubrieron una tarde antes de cerrar la puerta principal tras las últimas citas para el día, el agua de la piscina que la más joven probó metiendo una mano dentro de un guante quirúrgico se sentía tan fría como el exterior. Se hicieron todas las comprobaciones posibles, incluyendo una tentativa de revisar tubo por tubo, cable por cable para hallar el menor desperfecto, pero sencillamente no parecía haber manera de que la maldita cosa se decidiera a funcionar como le correspondía.
La doctora jamás había pronunciado antes en su presencia semejante cantidad de repeticiones de expresiones como mierda, carajo, la puta que la remil parió, me cago en la puta, pajero, mientras hablaba por teléfono al desafortunado que atendió el teléfono del técnico especializado, el cual aparentemente no estaba de momento disponible para hacer una visita de emergencia. Al final no hubo manera de contactar de modo directo con él y la doctora se tuvo que conformar con hacer evidencia de su amplio repertorio de términos despectivos entre dientes, antes de lanzarse a intentar repararlo por su cuenta una vez más. Todo lo cual se demostró todavía inútil pasadas las tres de la madrugada y los bostezos comenzaron a pasar de una garganta a otra.
Catalina llegados a ese punto estaba al borde del llanto histérico. ¡Sus bebés, sus bebés se estaban congelando! ¡Puto clima de mierda! ¡Puto calentamiento de mierda que jodía con el clima y lo convertía en esa porquería inaguantable! Valentina la abrazó, le frotó la espalda y se inventó todas las frases que se le ocurrieron que podrían servir de consuelo. El tema de la temperatura estaba mal, sí, pero esa no era razón para creer que pronto deberían deshacerse de unos pedacitos de podridos de seres humanos. ¿No había dicho que la combinación de los químicos correcta era lo que iban a mantenerlos intactos por años y años que pasaran? Mañana temprano ya podrían hablar con el tipo, tapar la piscina para que no viera algo que quizá le haría reconsiderar el encargo dado y el daño surgido, si es que de verdad acababa habiéndolo, sería mínimo, casi insignificante, menos que una arruga de manos sin dedos, cuando acabara. Todo estaría bien mañana a la mañana, sólo tenía que esperar.
Quizá si se echaba a descansar un rato el tiempo se le haría más llevadero. La doctora le discutió cada punto con su correspondiente pero neurótico, pero al final tuvo que rendirse al hecho de que el cuerpo no iba a resistirle mucho si seguía sometiendo a sus pobres nervios a una presión tan grande. De modo que resolvió hacer caso de su joven empleada y tomar una siesta en el sofá de su oficina. Una siestecita nada más, para despabilarse de nuevo, y entonces de vuelta al teléfono. No podía ser que ese bruto gordo pajero de cuarta fuera el único técnico en toda la provincia, seguro de que habría otro dispuesto a mantener cierta ilusión de profesionalismo. Desde luego, por supuesto, acompañó Valentina mientras la seguía.
-Ah, pero antes de que te vayas –dijo Catalina, sacando la billetera de su pantalón-. Te voy a pedir por favor, por favor, que compres algo de comer en el mercado que abre las 24 horas por la carretera 54. ¿La ubicás? ¿La manejada por el turquito ese? Bueno, esa. Traeme algo dulce, que me muero de hambre.
Valentina recibió el dinero y prometió que iría, que no se preocupara. Que ella debía ocuparse de descansar un rato. Todo ya estaría bien, ya vería.
-Eso espero –bostezó la mujer antes de cerrar la puerta a su oficina.
En cuanto escuchó el mecanismo encajar en su sitio, Valentina contó hasta 20 dando vueltas por la sala de recepción a oscuras y, viendo que su jefe no volvía a salir, salió al exterior con su propia copia de las llaves. Se dirigió hacia una zona arbolada de ahí cerca, donde un claro lo bastante grande había permitido que la doctora lo utilizara como su estacionamiento particular. Hacía unas semanas atrás, de camino a la clínica, la mujer había tenido un accidente en la cual un hombre la chocó por detrás, desfigurando notoriamente la parte trasera del vehículo hasta reventar el vidrio de la ventana. Mientras aguardaba a que el lento seguro obrara para permitirle mandarlo a reparar se había visto obligada a cubrir el hueco con varias bolsas de plástico transparente unidas por cinta scotch. Pero para el portaequipaje no existía una solución tan sencilla. Estaba ahí como una mandíbula desencajada de su hueco natural, exhibiendo las irregularidades propias de una dentadura echada a perder. Casi asemejaba una expresión enojada por tener que sufrir semejante vergüenza, sobre todo porque ahora cualquier pendejo podría abrirla con sólo tomar la agarradera y levantarla, y para entonces no habría nada que les impidiera colarse al frente y hacer ese truco de los cables para robarse el vehículo por entero.
El recuerdo de aquella queja, que la doctora utilizó hasta desgastarse por completo, había sido lo primero que había saltado a su mente cuando descubrieron que el problema era la falta de calor. Más específicamente fue la idea de que ahora nada, pero nada le impedía tomar el tanque de gasolina extra que la doctora previsora siempre mantenía cargado, dada la distancia que las separaba de cualquier estación de servicio. Lo había visto en las películas, en varias series e incluso en algunas caricaturas. No se lo había mencionado a la doctora por miedo a que se opusiera a gastar la gasolina, no sea que además de sus “bebés” ahora también temiera quedarse varada en medio de la nada de camino a su hogar en el centro
Llevó su pesada carga arrastrándola por el césped, luego la cargó a través de la recepción y finalmente en la sala azul. Depositó el contenedor en un rincón cerca de la pileta y volvió sobre sus pasos para comprobar el estado de su jefa. Esta estaba echada a todo lo largo de su sofá, una mano bajo su mejilla y la otra sobre su antebrazo imitando casi el gesto del rezo que hacía María en los altares de la catedral. Pobrecita, estaba de verdad muerta de cansancio. Cerró la puerta con cuidado de no crear ningún ruido y se puso a trabajar.
Destapó el tapón de gasolina. En el acto sus fosas nasales se llenaron con el fuerte aroma del combustible y tuvo que cubrírselas con la pechera de su vestido. Llevó el contenedor a lo largo del borde, derramando el líquido hasta que el peso del mismo se hizo prácticamente nulo. Ahora el agua había tomado un extraño color verdusco parecido al musgo. Desde luego, sólo sería una solución temporal. Mañana, antes de que la doctora se despertara, apagaría el fuego acogedor para dejar que el técnico viniera a hacer su trabajo. Deducía que iba a acabar de consumirse antes de ese momento y la mezcla se disolvería, volviendo a su tono melancólico-aséptico de origen. Los bebés, sin embargo, habrían sentido el abrigo del calor y su cuerpos resistirían un tiempo sin marchitarse. Como ellos siempre estaba bajo la superficie, jamás asomando hacia el exterior, no sufrirían mayor cambio que la necesaria elevación de temperatura que necesitaban y más de una vez las había hecho sudar mientras trabajaban ahí.
Cuando ya sólo quedó un charco minúsculo yendo de un lado al otro, Valentina sacó el paquete de fósforos que tenían almacenado en la sala de descanso, junto a unas velas, en caso de una falla de energía eléctrica que las llevara a una época primitiva. El primero no duró todo el viaje. El segundo se apagó apenas segundos antes de tocar la superficie. Consultó la hora en el reloj del vestíbulo. O lo hacía en ese momento o ya se le sería difícil encontrar una remisería abierta. Llamó primero al número, indicó la dirección, la repitió dos veces pues al parecer no lograban discernir su posición cercana y esperó afuera unos diez minutos. Media hora más tarde, por fin, unos faros se le acercaban por el frente. Inclinándose sobre la ventanilla le pidió al hombre que le aguardara unos segundos mientras se encargaba de algo.
Arrojó el fósforo encendido. Las llamas se extendieron como una demostración del efecto dominó, no dejando ningún rincón libre de su influencia caliente. Satisfecha por fin, Valentina sonrió y salió a la frialdad de la noche para subirse al vehículo, guiándolo hacia el único supermercado que estaría abierto entonces. El conductor lanzó un escupitajo por la garganta, gruñó una señal de que había entendido y volvieron a alejarse.
Algo dulce, pensó Valentina. Algo dulce quería la doctora. ¿Una barra de chocolate quizá?
Se había decidido por un surtido de galletas dulces. Para ella tocarían unas galletas saladas saborizadas con esencia de jamón, a las cuales no pudo evitar atacar en el interior del remis, quedándose sin una migaja para el momento en que logró divisar aquella específica formación de árboles que ella conocía. No notó la nube negra que salía de ahí hasta que ya había despedido al conductor pagándole con lo último que poseía.
Entonces su expresión se redujo a un fruncimiento de cejas extrañado, confuso. ¿Qué era eso?, se preguntó caminando entre un súbito tambaleo de sus piernas. ¿Quemaban hojas? ¿Tan temprano? ¿Y quién? Que ella supiera Catalina no había contratado a ningún servicio que se hiciera cargo de las plantas, ya que justamente la idea era que las ayudara a mantenerse ocultas del ojo público. El quemar hojas para deshacerse de ellas se volvía por lo tanto una tarea de la que podían prescindir sin necesidad de más preocupaciones…
La doctora le había comentado que la clínica entera, aunque lucía bien desde afuera y adentro, estaba construida más bien de materiales baratos pintados y decorados para lucir como de cemento. En caso de que por el motivo que fuera ellas tuvieran que largarse sería mucho más sencillo tirar el edificio abajo. Delgada madera, nada más que madera, era lo que sostenía el techo también de madera sobre sus cabezas y la de los bebés. Madera que una vez librada de sus capas decorativas no se diferenciaba mucho de la que las rodeaban. ¿Y qué se necesitaba para dejarlas en su verdadera forma, para deshacer la fachada? Un poco de calor, nada más.
Las llamas lo consumían todo sin tregua. El letrero manuscrito con el enunciado Centro de Venus apenas era visible detrás de una gruesa cortina de amarillo, rojo e incontables tonos de naranjas salvajes, furiosos, insaciables.
Valentina dejó caer la bolsa con las compras y se llevó las manos a las orejas. Pero el gesto no servía nada. Los seguía escuchando con toda claridad. Detrás de sus párpados cerrados, donde la luz intensa le ponía un tinte rosado sanguíneo al universo entero, ella vio otro sitio quemándose, otra multitud reunida, otro aroma a humo todavía más rico, pues era mucho más que madera lo que lentamente estaba cesando de existir. Las sienes le palpitaron mientras retrocedía y antes de eso veía unos abrigos colgados, unas luces eléctricas a través de las barras de un armario. Un vestido negro, precioso, de muñeca, cortado a tijeretazos para revelar una carne pálida y rosada que pronto también dejaría de ser y pasaría a un imbatible, incuestionable rojo. Como mamá con el hoyo en su cabeza, como papá con su apuñalada recibida en la oscuridad.
Pero eso no era todo, por desgracia. La represa se había destrozado y ahora la ola de recuerdos la ahogaba, haciéndola revivir el fuego como si hubiera estado adentro aunque no fue así, no en realidad. No fue así porque ella no era la niña, jamás fue la niña, ella luego fue la niña, la nena de ojos verdes y moños blancos para ir a la escuela y la iglesia.
La tierra pareció temblar bajo sus pies. No se dio cuenta de que caía sobre sus rodillas porque la cabeza le palpitaba y ella la sentía en sus manos, como su propio corazón desordenado. Se echó en el suelo, sintiendo la sequedad del rocío evaporado y de repente comenzó a gritar, a llorar, llamando a mamá, mamá, por favor, no me dejen aquí, no quiero estar aquí, déjenme ir, no quiero, no quiero, dónde está papá, mamá, que se callen, por qué todos gritan, mamá, dónde estás, mamá, por favor, Valentina está…

Jamás había ido a nadar a una pileta. Sabía que existían clubes deportivos donde uno podía entrar a nadar y tomar clases para aprender diferentes estilo de la misma actividad, pero nunca tuvo el suficiente interés para pedirle a Tomás a que inscribiera su nombre y le permitiera descubrir la experiencia. El agua estaba fresca.
Una vez superaba el nauseabundo olor no era un obstáculo tan grande. No tenía miedo de ahogarse y por lo tanto le resultaba mantenerse a flote, apenas moviendo las piernas y los brazos. En todo momento rozaba a la parte de un bebé azul, algunos de cuatro brazos, otros sin brazos en lo absoluto. Sus cabezas infladas tocaban el borde de su vestido y al siguiente momento se alejaban.
Había sido sorprendentemente rápido, aunque en realidad no podía decirlo con seguridad. Aún se veía el cielo nocturno y las estrellas seguían vivas, parpadeante como miles de flashes en una ciudad de paparazzis morbosos. Se preguntó qué pasaría si se ataba las suficientes piedras a los miembros. ¿No había hablado Tomás de una escritora que se fue llenándose los bolsillos? ¿Saldría a flote por instinto o se hundiría definitivamente?
Parecía una noche perfecta para experimentar.
De pronto oyó unos pasos pasando encima de las cenizas de más de un sueño. ¿Finalmente alguien se había despabilado acerca de su posición sin tener la excusa de un error en la pieza? El movimiento se detuvo en la orilla. Tomando una gran bocanada de aire, que le supo asqueroso y causó verdaderas náuseas, se irguió en la pileta, pisando el fondo con sus zapatos de charol. La mitad del cuerpo, desde la cabeza hasta el estómago empapado, le pesaba. El resto seguía acogido y su falda se le extendía en un ovalo ridículo, rozando sus antebrazos. Sintió un estremecimiento de frío y se volvió.
El joven le sonrió con dejo burlón sin revelar los dientes. Era moreno, el cabello lleno de rizos ensortijados cubriéndole los hombros y las espaldas. Sus ojos eran negros, pero no de un negro que nadie fuera capaz de poseer. A pesar de que no había una fuente directa en los alrededor, se veía una luz que parecía dispuesta a descubrir los secretos detrás de un velo pesado y viejo, dando apenas un atisbo del escenario oculto detrás. El fondo cambiaba a cada segundo. En un momento era un electrizante azul, al siguiente el verde de un tallo grueso y luego se transformaba en un enigmático púrpura como debe ser en los confines del universo. Podría haberse quedado mil años contemplándolos y aun así no sabría por dónde empezar para describir esos ojos.
-¿Me recuerdas? –preguntó suavemente con un ronquera perezosa-. Porque yo sí.
Ni un millón de años y todavía no sería suficiente para admirarlos. El aire volvió a ser insuficiente para su cuerpo cuando exhaló su respuesta, la única que hacía falta:
-Sí.

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