jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 5

Put them in the cellar with the naughty boys
Little nigger sugar then a rub-a-dub-a-baby oil
Black on, black on every finger nail and toe
We´ve only begun, begun
Make this, make that.
Keep making all that noise.
-Queen

Capítulo 5: Esparcir alegría

Todas las veces que lo intentó, Valentina sencillamente no podía activar la zona en su cerebro que la mantuviera lo bastante interesada en el sermón para saber de qué hablaba el sacerdote detrás del pulpito. ¿Era acerca de una papa demasiado crecida? ¿Un mate fuera de hora? ¿Quién se suponía era Francisco? La acústica en la iglesia debería permitirle escuchar sin problemas las vibraciones provenientes de la garganta del hombre, pero por cada dos o tres palabras sueltas que lograba interpretar se perdía frases enteras y el resultado de la comprensión era nulo.
Ojala fuera un problema del oído. Así podría asentir junto a las viejas en los bancos del frente y entender la atenta recepción de quienes la acompañaban en los asientos del fondo. En una familia las nenas aburridas jugaban presionando las pantallas de sus tablets. Para no perturbar a otras personas, la madre las obligaba a por lo menos tener los auriculares conectados y así mantener el mismo sonido monótono de la voz al alcance de todos, sin interrupción.
Le gustaría saber, para así al menos mantenerse al tanto, pero era imposible. De tal manera, Valentina se desparramó en el asiento y contempló el bonito techo elevado de la catedral. Al menos ahí podía encontrar detalles interesantes que no le quisieran acurrucarse a tomar una siesta.
En todo caso, no era una perdida de tiempo. Podía oír a la gente respirar y exudar su calor humano alrededor. Podía conservar la fantasía de una charla, de una risa compartida e incluso una nueva relación en cualquiera de los aspectos que decidiera presentarse. No que alguno de los meses en que llevaba asistiendo a la misa le hubieran deparado nada semejante, pero era mejor que sólo permanecer en casa, incapaz de dejar de oír las murmuraciones de la gente con la que se veía obligada a convivir. Incluso si nadie le prestaba atención, incluso si nadie la miraba más que para extrañarse por su elección de ropa, continuaban a su lado y vivían. Sentándose en silencio en medio de un montón de fieles se sentía de alguna forma menos sola.
Sin embargo, como cada domingo, después de la repartición de la eucaristía (miró pero seguía sin encontrar a ese Jesús del que tanto hablaban; ¿tan ocupado estaba que siempre debía cancelar?) el sacerdote elevó las manos para anunciar que ya estaban libres para volver a sus hogares en paz y con la gracia del Señor. Valentina siempre creía que ese sería el momento perfecto para ponerse de pie y dar una ronda de aplausos, pero parecía ser la única que ponía las manos en posición y el movimiento se quedaba en sus principios sin jamás concretarse. Quedó viendo a la familia con las tablets, las viejas emperifolladas y algunos jóvenes retirarse mientras ella permanecía ahí. Pronto sólo quedaron unas personas hablando con el hombre que en esos momentos bajaba al nivel del suelo común.
Todavía no estaría disponible para la charla privada que ella pretendía, de modo que se entretuvo paseando frente a las estatuas que formaban un singular altar cada una. Las caras sufrientes de los santos y vírgenes eran las que más le gustaban, haciendo latir su corazón. Debieron haber sido excelentes momentos los que pusieran un dolor tan memorable que un artista tuvo que inmortalizarlo sobre un medio sólido. Ya había intentado subirse a las plataformas para tratar de determinar de qué material estaban hecho, pero las continuas murmuraciones de otra espectadora mandándola bajar y qué chiquita más irrespetuosa le habían desintegrado sus ganas de curiosear. Aparentemente las cosas de una iglesia estaban para verse, no tocarse y, por lo tanto, por lo menos para ella, menos divertidas. Recorría con el dedo la inscripción en una placa dorada frente a la crucifixión cuando vio de reojo al sacerdote, ahora libre, entrar a la cabina de confesión.
También notó a un par de penitentes que se dirigían al mismo punto. Ella corrió, sin importarle el eco que generaban sus zapatos, hacia la puerta, la abrió y cerró con ella sentándose en el pequeño banquito. De nuevo admiró los relieves de la madera y el minúsculo espacio disponible, casi como un baño portátil. Era la primera vez que entraba desde hacía semanas, por lo que ya tenía olvidado las indicaciones que el mismo hombre le diera entonces acerca de cómo proceder.
Cuando la pequeña ventanilla a su lado se abrió revelando un perfil fragmentado en cuadraditos, ella no dijo “bendígame, padre” ni ninguna de las fórmulas usuales. Jamás en su vida había tenido real necesidad de aprenderlas. En esa única ocasión tampoco había tenido mucho tiempo u oportunidad para aprender. Afuera estaba muy oscuro y ella no tenía reloj. No quería volver muy tarde a casa, de modo que entró al confesionario para preguntar qué hora era. El hombre se lo había dicho y explicado de corrida que ese no era sitio para semejantes cuestiones, que por favor dejara espacio a las personas que sí les interesaba conseguir el perdón de Cristo. ¿No se daba cuenta qué falta de respeto la suya? Todos en la iglesia parecían tener una manía entorno al respeto.
No le había gustado ni un poco esa forma de tratarla, pero en cuanto se le bajó el rubor del enojo reconoció que el sitio debería tener su propio protocolo para manejarse y cualquier desviación del mismo se veía con malos ojos. Uno entraba a la iglesia sabiendo qué esperar y qué no. Un conocimiento que otras personas tenía inculcado desde que eran pequeños, a diferencia de ella. El sacerdote también acababa asumiendo que todo el que entraba era la norma y no la excepción. No era su culpa si vivía en la iglesia.
-Hola, padre –saludó con una sonrisa que no estaba segura podría ver el otro. ¿No era extraño eso? Al final sí se parecía a una cabina telefónica-. Necesito hacerle una consulta.
El hombre apenas volteó un poco la cabeza antes de volver al frente. Un suspiro arrancó volumen de su pecho.
-¿En qué puedo ayudarte?
-No sé qué hacer conmigo, padre –confesó, apoyando el mentón sobre las manos-. Tengo dinero, así que no necesito trabajo. No hay nada que me interese especialmente estudiar. No creo que tenga talento para nada –Se miró los dedos cubiertos por curitas de un color más oscuro al de su propia piel-. Para coser ya sé que no. Lo peor es que yo… ¿ha tenido la impresión de que debería estar haciendo otra cosa en otra parte
-Claro que sí. El servicio a Dios ha sido mi llamado y yo respondí lo mejor que pude.
“¿Entonces sí es una cabina telefónica?”, pensó Valentina. El teléfono al parecer estaba escondido y sólo el sacerdote tenía la llave.
-Bueno, la cosa es que yo no sé quién me llama. O si me llaman. También puede ser que yo llamo a alguien y debería moverme hacia allá para que me responda. No sé, tengo todo un embole en la cabeza.
-¿Cuántos años tienes, hija mía?
-Diecinueve.
-Lo que sientes es perfectamente natural con los jóvenes cuando llegan a esa edad. Acaban el colegio –Valentina abrió la boca para aclarar que ella no había ido-, tienen los títulos en la mano –Eso sí lo tenía. La cerró de nuevo- y, claro, todo el mundo espera que ellos hagan “algo “ de sus vidas que ellos no saben ni qué es. Muchos eligen irse a salir de viajes pensando que cuando vuelvan van a tener la respuesta, pero en la mayoría de los casos no es así y encima habrían perdido un tiempo que lo podrían haber dedicado a un tema más productivo. Los padres lo presionan para elegir algo, trabajo o estudio, y así se pierden fácilmente sin saber qué quieren ellos. ¿No hay de verdad ninguna área que te interese, Valentina?
Valentina sólo tenía amplia experiencia haciendo una cosa. Y no era tan tonta para no saber que ese no era el tipo de cosas que se le decía a una persona mayor, miembro de la iglesia o no. De todos modos ya lo había pensado por su cuenta, pero sin Tomás parecía un poco sin sentido pretender retomar ciertas costumbres.
-No. ¿Qué cree que debería hacer?
-Yo no puedo decirte cómo hacer tu vida. Eso le corresponde a cada uno decidir poniendo en práctica su mejor juicio –Valentina apoyó la frente contra el soporte de madera debajo de la ventanilla con aire derrotado. Inútil-. Sin embargo, me gustaría, de ser posible, darte algunas indicaciones para que tomes en cuenta. ¿Te parece bien?
Valentina asintió con renovado entusiasmo. Pero entonces cayó en cuenta de que todavía existía esa estúpida división entre ellos, de que el hombre ni siquiera la miraba, y tuvo que vocalizar su respuesta. Quería hacer algo e iba a aprovechar cualquier cosa que le permitiera cumplirlo. Estaba cansada de esperar en cama.
-Intenta buscar alivio en el servicio al prójimo. Mucha gente acaba encontrando el camino que deben seguir obrando desinteresamente. Y mientras lo hacen se sienten plenos con un nuevo sentido del propósito que no tenían antes.
Sentido del propósito. No sabía por qué, pero le gustaba esa expresión. Claro que el concepto ya lo conocía de antes. Todavía recordaba las semanas que había pasado enfocándose en una familia ajena a ella, todo para saber si necesitaban de verdad de su ayuda. Al final, a pesar de todas sus buenas intenciones, se enteraba por el diario de que la mujer abusada había dado a la policía el regalo que se suponía era para ella y que la policía misma se estaba empeñando en buscarla para hacer justicia. ¿Y la enfermera a la que ella tan amablemente había cubierto con uno de sus vestido favoritos para que no tuviera una muerte indigna? La había denunciado igualmente, después de que recuperara la consciencia, pero no la vista ni la forma original de su rostro.
Meditó al respecto. Para ser honesta, se había sentido bien mientras realizaba todas aquellas obras. Fue el después el que acabó dejándole un mal sabor de boca para no volver a intentar algo parecido. Pero quizá se había extralimitado al sacar el volver a ayudar a la gente como actividad plausible. La familia abusada antes de su intervención y la enfermera no desnuda podían representar esa minoría ingrata que no se daba cuenta de que lo habían recibido y el tiempo que le habrá costado a uno dárselo sin exigir nada de vuelta.
-Eso puede ser… -reconoció en voz alta-. ¿Pero cómo?
-De muchas maneras distintas. La cuestión es buscar. Las personas suelen pensar en grandes gestos, pero en realidad mucho se consigue haciendo poco. Sólo con darle una mano a quien le haga falta o siendo amable con la gente ya estás contribuyendo.
-¿Y si a la gente no le gusta? –inquirió-. ¿Qué pasa si yo hago eso, si paso todos esos problemas para darles una mano, o incluso dos, pero a ellos les importa una mierda? ¿Entonces para qué me molesto?
-Te pediría que no uses ese lenguaje aquí-¿Qué lenguaje?, quería saber Valentina, quien creía que los dos hablaban castellano, pero el hombre continuó sin esperar respuesta-. El servicio al prójimo no se basa en la recompensa, precisamente el sólo hecho de hacer la obra ya es bastante. Si todo el mundo hiciera cosas buenas sólo por buscar retribución la humanidad no tendría muchas esperanzas de durar nada. Ni nos mereceríamos durar, tampoco.
-¿Y cómo hago?
-No lo sé, eso depende de cada uno. Busca el bien común por encima de la comodidad. Así a lo mejor acabas descubriendo qué es lo que quieres hacer.
De pronto Valentina tuvo una idea.
-¿Dar alegría a la gente cuenta?
-Obvio, claro que sí. Aunque es una cosa muy difícil porque no a todo el mundo le hacen felices las mismas cosas…
-Meta, gracias. Ya sé qué hacer.
El sacerdote ni siquiera tuvo oportunidad de acabar su frase cuando Valentina ya se había salido del confesionario. Una vez más se frotó la frente canosa. ¿Qué pasaba con la juventud de ahora?
—-
Había un barrio al que Valentina había llegado de casualidad unas semanas, sólo paseando sin rumbo. En esos sitios los caminos estaban hechos de tierra, las casas pintadas en colores demasiado brillante o directamente necesitando una primera capa; colgaban zapatillas de los tendidos eléctricos. En una esquina más abierta, donde el tráfico de autos era casi nulo, un joven con zapatillas desgastadas, campera deportiva y gorra roja Nike cantaba para todo el mundo.
-Alegría, alegría para toda la gente. Damos alegría día y noche.
Ella se había quedado extrañada y curiosa por esa forma de entretenimiento con la cual nadie parecía tener un problema, a pesar de la voz desfavorecida que contaminaba el aire. Después de unos veinte minutos observando desde el kiosco de donde se había comprado unas galletas dulces, otro joven, esta vez vestido con una gorra negra de Adidas. Sólo que Adidas estaba escrito Abidas y a las clásicas tres barras las volvía a dividir horizontalmente tres pares de líneas. Él se puso en exactamente la misma posición que el anterior y puso a llenar los oídos con la misma tonada.
-¿Por qué hacen eso? –le preguntó a la encargada del kiosco, una señora que apenas tenía dientes en la mandíbula inferior y exhibía un tatuaje descolorido en el antebrazo.
-¿No estás escuchando vos, chinita? Ellos dan “alegría a toda la gente” –remedó con amargura-. Llegaron de la nada esos pendejos el año pasado y ya no hay manera de sacarlos. Me tienen podrida con su pedorra alegría. Cualquier día de estos todos vamos a tener que pagar por sus porquerías, ya van a ver, nada más porque sí, porque les conviene. Me enferman.
-¿Por qué no se van a laburar como gente decente? –aportó un viejo sentado en una silla, tomando el mate con aire de disgusto-. No les da la gana, por eso. Vagos de mierda.
Valentina decidió no pedír más información. Sin embargo, al volver a casa no hacía si no toquetear su duda. ¿Alegría de qué tipo? ¿Cómo vendían semejante estado en plena calle y por qué eso no le iba a gustar a la gente del barrio? Pero a final de cuenta surgieron otras preocupaciones y el asunto se le acabó desvaneciendo de su foco de atención, hasta que el sacerdote volvió a utilizar la palabra dichosa y de inmediato recordó ese canto publicitario.

-Hola. Buenas noches, ¿puedo hablar con ustedes?
Valentina estaba acostumbrada a recibir toda clase de miradas, sobre todo desde que tuviera mantenerse por sí misma, a la mera presentación de sus vestidos. La gente solía tomarla por alguien que llevaba un disfraz. Un par de chicas llegaron a exclamar que exactamente igual a un personaje al cual por lo visto ambas eran fanáticas, por lo que le pidieron fotografías con ella mientras hacían una V con los dedos frente a la cámara. Le dijeron arigato al unísono a modo de despedida. Era evidente que no podía controlar el pensamiento ajeno, por lo que con el tiempo se impuso una absoluta indiferencia por cómo pudiera ser percibida más allá de su propio reflejo. Podía gustar o podía disgustar. No se iba a preocupar al respecto.
Sin embargo, le extrañó y complació al mismo tiempo que el par de jóvenes que hablaban entre sí no tuvieran ninguna mirada especial que dedicarle. Apenas un alzamiento de mentón para llegar a su rostro y luego nada, como si estuvieran acostumbrados a tratar con todo tipo de personas. Desde luego, todo el mundo debía estar buscando alegría.
-¿Qué va a querer, señora? –preguntó uno de ellos, apenas separando los labios.
- Aunque no sé seguro qué es lo que hacen, quiero ayudarlos en lo que pueda.
En ese momento ya el otro le dedicó una mirada que no se le hizo extraña, sino al contrario. La había visto muchas veces por la calle. Desconfianza. Hostilidad instantánea. No obstante, ninguna palabra salió de sus labios. Fue el primero, el que debía ser una especie de jefe, el que continuó hablando.
-¿Me estás cargando, pendeja? –dijo-. Si no estás para algo, andate de acá.
-Pero sí estoy para algo, es lo que ando diciendo. Les quiero ayudar. Déjenme hacer algo –Y usó una frase que no había utilizado desde los tiempos de Tomás-, por favor.
-¿Pero en qué carajo andas vos? –soltó el otrora callado.
-Perá, perá, boludo –le cortó el primero-. Espera un rato. A ver, vos… -Le dirigió una mirada evaluadora. Los amigos de Tomás solían hacer lo mismo, por lo que Valentia se irguió recta para que tuviera una buena vista-, si de verdad quieres ayudar entra al tanque. Entra y vete viendo qué pasa.
-¿Adónde?
La única imagen que Valentina tenía asociada a la palabra era la correspondiente a un vehículo militar visto en películas. Buscó en los alrededores, pero no parecía haber nada ni remotamente parecido. Lo único que estaba más allá de los chicos era una vieja casa con techo de chapas, semi oculta detrás de unos árboles bajos y delgados como huesos.
-Ahí justo donde ves. No, mira, mejor te llevo yo. Vos quédate acá –indicó al amigo mientras a ella le hacía un gesto de que lo siguiera.
Caminaba en una posición casi encorvada, llevando las manos obstinadamente en los bolsillos como si estuvieran para proteger algún secreto importante. La condujo hasta el frente de la casa a medio construir y tocó en la puerta, llena de rasguños y otras marcas producto del tiempo, un determinado número de veces antes de empujarla con cierto esfuerzo hacia el interior.
-Entra, entra –apuró el joven.
Valentina escuchó el borde arrastrándose hasta el marco unos momentos después. Adentro el espacio era pequeño y uniforme. Una ventana hecha básicamente a partir de la falta de ladrillos dejaba ver el cielo nocturno decorado en estrellas brillantes. De un gancho en la pared colgaba un foco para iluminar el interior de un alo amarillento, sucio. Había una muesa de madera también maltratada justo debajo y apoyando el codo sobre ella un hombre mayor sobre una silla de plástico blanco. No varió en lo absoluto la postura durante todo el proceso para entrar de su amigo ni para saludar a la nueva persona. En cuanto tuvo de nuevo la atención de ambos, hizo un gesto de la cabeza hacia ella.
-¿No está muy vestida para ser una puta? –dijo.
La voz le salía como la de alguien en perpetuo resfrío, como si ya nada faltara para que escupiera un gajo enorme a la cara de quien se le antojara. Era gordo y la barba le crecía hasta el cuello, vellos espaciándose en gruesas líneas negras sobre la ligera papada. Pero su expresión era lo más desagradable de contemplar. Como si fuera otro el que llevara manchas de sudor en su remera verde oscuro y eso él lo consideraba un acto despreciable. Ese era un sujeto que esperaba a que la gente hiciera méritos por él, no él ser digno de hacérselos a nadie. El sitio apestaba a encierro caluroso, a pesar de que afuera estaba fresco.
-Dice que quiere ayudar.
-Que se levante la pollera y a ver lo que tiene. A lo mejor eso me ayuda, ¿no?
Se estaban desviando del tema.
-Pensaba en ayudarles con lo de la alegría –intervino Valentina-. Ayudarles a esparcirla como pueda.
-¿En serio? –Por primera vez el hombre mostró interés. Se inclinó hacia adelante y juntó los dedos apoyando los brazos sobre las rodillas. Una cicatriz circular de tono más oscuro se le veía en el dorso y se lo frotaba de forma insconsciente-. ¿Y cómo piensas hacer eso? ¿Tienes una idea de cómo nos manejamos?
-No, pero puedo aprender –aseguró-. Por favor. Me hace falta esto. Ya no sé qué más hacer si no.
-Igual que todos, bonita, igual que todos –El hombre se echó atrás y la vio de arriba abajo, rascándose el cuello. Luego volteó al joven-. Revísala.
Valentina de pronto sintió que la tomaban del hombro y la empujaban contra una pared. Lo siguiente que supo era que las manos del joven estaban palpándola desde atrás. Primero la zona de los pechos, donde estrujó a placer el relleno de su corpiño, luego su cintura cubierta por un corset ligero mandado hacer y más tarde la forma de su trasero por encima de la parte baja del vestido. Por último palmeó sus piernas de arriba abajo, una a una, antes de erguirse y darle una breve nalgada aprobatoria.
-Nada –anunció.
-Bien, bien. Ahora sí podemos hablar como la gente.
Fuera del barrio los chicos se dividían en grupos. En total ellos eran una docena, pero el hombre esperaba que pronto crecieran. La mayoría eran rosarinos o porteños, representando a los líderes suplentes cuando el gordo (Pablito) no estaba presente. A ella la encargaron a la Avenida Alsina junto a dos chicos, uno de los cuales la había guiado al camino del presunto tanque. La ventaja de que fueran pocos era que quienes los necesitaban ya los tenían identificados y no hacía falta anuncios, pues la gente ya vendría por su cuenta. Antes de salir del abarrotado sitio le preguntaron qué tenía para defenderse si hacía falta. Por ahí llegaban unos pelotudos que se creían que el lugar era el suyo y así empezaban los problemas.
Ella les mostró un escalpelo que llevaba en la cintura desde hacía años, sin jamás necesitarlo para otro propósito que como un recuerdo. Quisieron saber si tenía alguna idea de qué hacer con él. Ella sonrió y dijo que la otra vez le había servido muy bien. Ellos entonces le msotraron sus propias armas para que se impresionara por lo bien preparados que estaban, antes de ponérselas en la cintura de los pantalones por la parte interior. Y ella se impresionó, claro que sí. Cada vez se sentía más y más dentro de una película de criminales.
No tenía ningún problema al respecto. A veces cosas buenas podían ser contra la ley. A veces se podía ir a la cárcel por hacer esas cosas, por proveerlas o sólo por participar en que sucedieran. De camino a su sitio designado pasaron en frente de un dúo de policias saliendo de un comercio de donde salía olor a facturas recién preparadas. Uno era joven, mientras el otro era un hombre en sus cuarenta con las sienes completamente blanqueadas y otras líneas entre el cabello negro. Tenía una distintiva cicatriz cerca del labio que encendió el definitivo reconocimiento en Valentina, más allá de su memoria.
-¡Hola! –saludó agitando la mano mientras les pasaban por al lado.
Los dos uniformados mostraron la misma expresión de desconcierto. Luego el mayor se dio cuenta de quién le estaba hablando y apartó la vista hacia el lado opuesto a su compañero, realizando un vago gesto en respuesta. En cuanto los perdieron de vista al doblar una esquina, los jóvenes que la acompañaban se detuvieron. Valentina se giró para ver que uno tenía la mano puesta sobre el bulto que formaba la pistola encima de su remera.
-¿De cómo tan simpática? –preguntó el otro.
-Es un viejo cliente –le respondió Valentina con sencillez-. Cuando era más chica venía conmigo muy seguido.
-¿Cliente? –repitió.
La mano dejó el bulto en paz.
-¿Entonces ya habías hecho esto antes? ¿Desde chiquita?
Valentina recordó lo alegres y satisfechos que estaban después de ella haber realizado su parte, en ocasiones incluso con un mínimo esfuerzo. No la había esparcido exactamente, y no creía que fuera el mismo medio al cual ellos se dedicaban, pero en síntesis, sí, se podía decir que había dado alegría en el pasado. Asintió preguntándose para sus adentros por qué los dos parecían de repente tan interesados.
-¿Y estás de buenas con los canas?
Valentina pensó que se refería al hombre canoso. Muchos viejos clientes tenían canas, así que era otra respuesta afirmativa. Los alegres servidores se miraron con idénticas sonrisas amarillentas de consternación. De pronto uno de ellos se echó a reír.
-¡A la mierda! ¿Por qué no habías dicho eso antes? Tenemos a muchos de ellos comprados, obvio, pero si aparte de eso los tenemos comprando a nosotros ya estamos hechos. Vamos a poder estar sin problemas.
-Buenísimo, la puta madre –acotó el amigo.
Se frotó el mentón y la miró de una nueva manera. No era exactamente apreciación, pero sí una agradable sorpresa. Era lo bastante bueno para su primer día, por lo cual Valentina lo aceptaría. En la esquina cerca de la Plaza Sarmiento, en frente de una rotisería, uno se puso a cantar la misma frase de simpre ofreciendo sus servicios mientras el resto podía sentarse en las macetas de piedra de las veredas o apoyarse contra la pared.
Valentina se mantuvo cerca, esperando ver por fin en qué consistía exactamente lo que promulgaban. De momento, según ellos, a eso debería ser a lo que se dedicara. En todo el día que pasó ahí, mientras el sol de la siesta bajaba tras unas nubes de tarde y rasguñaba el fin del horizonte anarajado, vio pasar a más de un vehículo. Alguno se detenían debajo del árbol frondoso frente a una casa y el chico que estuviera en la esquina daba tres golpes espaciados en la ventanilla cerrada. En cuanto recibía determinado número en respuesta se acercaba a susurrárselo al oído del que estuviera desocupado, quien ahora se encargaba de buscar entre la tierra de las plantas y entregar a la ventanilla ahora abierta el contenido sustraído.
Valentina vio, justo antes de que el cantor lo tapara de vuelta, que el hoyo estaba lleno de pequeñas bolsitas de plástico con polvos de color blanco. En primera vista pensó que sería azúcar, que sabía rico y por eso hacía a la gente feliz, pero pronto vio que le faltaba su característico brillo nacarado al recibir la luz directa durante el traspase. De lo que se tratara debía ser de una calidad especial porque el dinero, que a ella le tocaba conservar dentro de su corset, era mayor del que a ella le tocaba pagar la mayoría de los alimentos en los supermercado y en una cantidad superior. Ningún billete era menor a los cincuenta. La cara rosada de Evita le sonreía de vez en cuando. Al final tenían un buen puñado de sus mellizas más un conjunto sustancioso de la cara amargada de Sarmiento.
Al final de la jornada, la llamaron de vuelta después de entregar las ganancias. ¿Adónde vas, pendeja? ¡Te estás olvidando de tu parte del día! Valentina creía que la idea no era recibir recompensa, pero no le dieron oportunidad de negar la división, en realidad mucho más baja de lo que le correspondía a los otros jóvenes. Vos entiendes, le aclaraba el gordo con aire de suficiencia, como si ella hubiera abierto la boca para reclamar, aquí se paga por el trabajo duro. Por ahora vos empiezas bajo pero a medida que vayamos viendo qué bien nos haces, te va a ir tocando una mayor parte. Asentir porque parecía que esa era la respuesta apropiada para la situación.
Tres meses duró su buena obra. Tiempo durante el cual el jefe llegó a incluirla en sus salidas después de las horas de trabajo, junto a otros chicos, los cuales por alguna razón insistían en llamarse soldados entre sí aunque ninguno cargaba placas ni uniformes color camuflaje. Iban a un kiosco cercano (por lo general a quel con la ujer murmurando entre sus dientes desaparecidos y el viejo aprovechando cada oportunidad en que el hombre se distrajera para echarle miradas feas), se sentaban en sillas que hacían traer a la mujer desde el interior o arrastraban desde el tanque. La mesa era un tronco de la vereda polvorienta cubierto por un mantel de hule agujereado donde resbalaban las gotas de condensación de sus cervezas. Valentina era la única que tomaba una gaseosa común y corriente cuando el jefe, echándose con las piernas abiertas, anunció simple y llanamente que ya podían ir sacando los ahorros, porque estaban jodidos.
En cuanto le preguntaron a qué se refería, les explicó que el cargamento de Rosario (que a su vez venía directo de Columbia) se había atrasado y para cuando finalmente les llegara uno nuevo ya iban a pasar su buena cantidad de semanas. De momento habría que desmontarlo todo y cada uno haría de su vida lo que le pareciera. Ya se encargaría él de contactarlos de vuelta cuando las cosas estuvieran en orden, pero ahora no había nada que él ni nadie pudiera hacer. Las quejas y coletivas muestras de descontento recorrieron la improvisada mesa. Para muchos no se trataba de una mera manera de ganar dinero extra, sino su única fuente de ingresos. La pregunta esencial como “¿y qué carajo vamos a hacer nosotros entonces?” se repetía en diferentes tonos y maneras, hasta que Valentina se las arregló para atraer la atención a lo que pretendía decir.
-Yo puedo conseguir más –dijo. Todas las voces se silenciaron en el acto. Ya era de conocimiento público que ella había tenido clientes a tomar en cuenta en el pasado, por lo que el negocio de la alegría no le era en lo absoluto ajeno. El jefe se inclinó al frente, escuchando-. Si de verdad hace falta puedo conseguir más para que sigamos vendiendo.
-¿En serio? –dijo el hombre, rascándose la barba-. ¿Tienes proveedores de confianza? ¿Crees que puedan conseguir por lo menos ocho kilos para antes de que acabe la semana?
Valentina hizo unos cálculos rápidos y asintió.
-Sí, no hay problema.
El hombre hizo un gesto que parecía expresar “nada mal” y se volvió al resto, asegurándose de que hubieran puesto atención a lo que acababa de suceder. A continuación propuso un brindis en favor a su compañera la loca, que si tenía éxito en su empresa les habría salvado el culo a todos. Chocaron botellas en medio de un coreo de felicitaciones. Valentina se dio una rapida nota mental de ir al mercado por ocho kilos de harina superfina y azúcar mañana a la mañana. A esas horas el supermercado ya estaría cerrado.
Imaginaba que no iba a ser de la misma calidad que la harina que ellos solían vender, pero los clientes deberían conformarse hasta que volvieran a disponer del material usual. Quizá también podría agregar de ese pasto oscuro y molido que a veces vendían. Sólo sería una justa muestra de aprecio al jefe por permitirle encontrar un propósito a su lado.
—–
Tardaron una semana en darse cuenta de que sus clientes caían alrededor de la provincia como mosquitos en un comercial de Ace. La tendencia fue rápidamente capturada por los medios y vista con más meticulosidad que cualquiera de los soldados en el tanque hubiera sido capaz. Pronto contaron 22 muertos con las venas hechas mierda y 18 internados en el hospital a causa de querer fumar pasto cubierto de pesticidas. Aquellos que se dieron cuenta a tiempo de qué era lo tenían entre manos exigieron igualmente una devolución de su dinero bajo acusación de intento de fraude. Alguno de esos internados maricones buenos para nada tuvieron aliento bastante para darles las señas necesarias a la policía con el pelotudo cargo de intento de asesinato. Tuvieron que darse a la rápida retirada. Algunos se volvieron a su provincia natal, otros quisieron salir del país. En medio de la noche sus viviendas habían dejado de considerarse tales y sólo eran esapcios vacíos. Mientras más lejos, mejor.
Pero los soldados más experimentados, aquellos que sólo tenían al orgullo por defender, no podían escapar pasivamente ni quedarse con los brazos cruzados mientras toda la operación era arrastrada por los suelos a causa de una estratagema que parecía sacada de la mente de un pendejo de 6 años. No tenían la menor duda de que Valentina lo había hecho apropósito. Entre ellos le abjudicaron la pertenencia indiscutible a un grupo rival, tan discreto en sus métodos que justificaba el hecho de que ellos no tuvieran noticias de su existencia. Mandar a una persona así para arruinarlos desde adentro, eliminar la competencia, ¿por qué no? Y ellos creyéndose su mierda sólo porque había puesto nervioso a un cana. ¡A lo mejor estaba comprado el tipo por ellos! Les habían visto la cara de imbéciles. Los habían tomado por pendejos. Les habían bajado los pantalones y metido la verga hasta que la punta les salió por los ojos, donde entonces se corrieron entre risas satisfechas.
Semejante insulto no podía pasar como si nada. Debían devolver el golpe. Lo más importante sería encargarse de la loca de mierda que los había jodido mostrándoles una cara amigable. Luego verían de averiguar sus otros compañeros, los jefes y sus sedes de trabajo para que empezaran a rezar por sus vidas. El jefe, desde un teléfono que conectaba a un hotel barato de Córdoba, les dio permiso de actuar y ellos se pusieron manos a la obra.
No obstante su confianza en sí mismos, en realidad no se esperaban que fuera tan sencillo dar con la loca aquella. Asumieron que toda su fachada de muñequita crecida emo era un disfraz para que ellos se tragaran mejor su patética historia de necesidad. Un plan extraño, claro, pero no se podía discutir con los resultados. Dado lo cual, podían asumir que todo, desde la ropa hasta su actitud y guión, había sido meticulosamente planeado y, una vez conseguido el objetivo, la persona podría librarse de todo ello y volver a su estado original. Dar con aquel mismo rostro podría haberse convertido en una verdadera tarea que les tomaría incluso semanas realizar.
Al final le bastaron unos días. Comprobaron lo que sabían de su itinerario por si las dudas, porque nunca se sabía,y descubrieron que este no había cambiado en lo más mínimo. Incluso seguía conservando activo el celular que ellos le consiguieron para facilitar la comunicación entre los soldados. Descuido inconsciente, señal de patente estupidez, fragante muestra de arrogancia. De cualquier modo, ellos se prepararon muy bien. Llevaron la camioneta con todo lo necesario.
No iban a acabar el asunto de inmediato. No era la idea. Primero verían de convencerla de que lo mejor opción a tomar era confiarles los datos más importantes de su verdadera afiliación. Si se ponía difícil, ni modo. En todo caso ellos sabrían con toda certeza que no les había hecho ni pizca de gracia el coletazo propinado a sus frentes.
Por lo menos una vez al mes iba a la casa de la modista para pedirle un nuevo traje o que le arreglara uno ya hecho. En tres ocasiones había pedido ausentarse del tanque para poder asistir a tiempo a su cita. El plan era recibirla en el camino de ida, pero debido a que la mayoría de los soldados debían arreglar un tema de la escuela, cosa de sí o sí, para tranquilidad de sus viejas, no se encontraron libres hasta las horas de la tarde cuando los cuyuyos empezaron a emitir su melodía chirriante.
Vieron a su punto de atención salir con un par de bolsas negras a la espalda. Como era difícil que los remises pasaran por esas calles humildes, tenía que caminar un buen trecho antes de que el gesto de extender el brazo tuviera algún significado válido. La siguieron por un par de cuadras y esperaron a que diera en una zona más oscura, donde los faroles apenas funcionaban y ningún testigo estuviera a la vista para presentarles dificultades. Iba a ser un trabajo rápido y eficiente. No llevaban principiantes entre ellos. Todos lo habían hecho antes.
Bajaron al suelo y extendieron las armas al mismo tiempo, con una disciplina tan arraigada como la que podría inculcar cualquier ejército. Liberaron los seguros, generando un chasquido en el aire que llegó a oídos de esa persona. Los pasos se detuvieron.
-Che, Valentina, ¿qué andas haciendo? –llamó uno de ellos en tono burlón.
Hubo un giro, las suelas de charol raspando contra el cemento. La mirada verde aún clara entre las sombras.
Esa fue la última imagen que tuvieron en vida.

Valentina se revolvió en su cama. No quería despertarse, pero tampoco tenía sueño ya. Se le había agotado durante la noche. De modo que se resignó a estirar el cuerpo. Entonces se dio cuenta de que los tules y encajes de su vestido blanco le daban un calor insoportable. ¿Se había dormido vestida? Era la primera vez que le sucedía. Sabía perfectamente lo que costaban sus ropas y descuidar de esa manera era totalmente atípico en su comportamiento. Ni siquiera se había quitado los lazos negros de sus brazos. Debió haber llegado muerta… ¿a qué hora? Qué extraño.
Lo único que recordaba era haber recogido un nuevo encargo a la casa de la señora amiga de Tomás. Había tomado la merienda, comido unas facturas y escuchado una interminable lista de las desgracias acaecidas en su vida, incluyendo los inconvenientes de tener al abuelo internado en el hospital con una neumonía. Valentina apenas necesitaba abrir la boca, porque conocía a la mujer lo suficiente para saber que el mero hecho de ser oído le representaba consuelo suficiente. En algún momento debió haber tomado el colectivo, aunque ella misma no tenía recuerdo al respecto.
Bueno, se dijo, hay una primera vez para todo, ¿no?
¡Pero los vestidos! ¿Qué pasaba si se había dejado las bolsas en cualquier parte como consecuencia del cansancio? Se dio la vuelta y encontró un esqueleto sujeto por alambres y arcilla de pie, exhibiendo un vestido clásico de sirvienta blanco con pechera negra que colgaba libre encima de las costillas. El moño del cuello rozaba la mandíbula inferior del cráneo. Justo al lado estaba la misma prenda con los colores inversos extendido en una silla de madera.
Suspiró de puro alivio ante la imagen.
Todo estaba como se suponía que debía ser.

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