martes, 20 de enero de 2015

Mil veces déjà vu. Epílogo

Epílogo
Marcos cortó con su último cliente de la tarde con un tremendo alivio. Era domingo y eso quería decir que era el último, ya no más inventarse fortunas de la nada, hasta la semana que viene. Observó el cronómetro de la computadora, la cual también le informaba de las horas en total en que había trabajado, los clientes atendidos, los minutos que había pasado con cada uno y el total de lo que la empresa había ganado en total.
De esa cantidad a él le correspondía un más que justo 60% para impulsarlo a seguir viniendo y poder poner sus manos encima de su propia guitarra eléctrica un día.
Se vio en la pantalla del celular. Solía correrse el rímel de los ojos pasándose los dedos encima inconscientemente y dado que el color negro no se quedaba en sus dedos, sino en sus mejillas, no se daba cuenta de nada hasta más tarde. Sin embargo, el delineo de sus ojos seguía ahí, intacto. No podía decir lo mismo del esmalte en sus uñas. Tendría que pintarse de nuevo al llegar a casa. Se lamió los labios, corriendo el piercing que tenía en el inferior, como solía hacer para recordarse que estaba ahí. Se lo había hecho hacía apenas una semana y todavía se estaba acostumbrando a él.
Cuando salió de su cubículo vio que el resto de sus compañeros seguían con el micrófono pegado a los auriculares cerca de la boca, haciendo sus propias imitaciones de esos acentos árabes que les pedían. En el salón común su jefa, doña Marisel, recién se estaba levantando del sofá.
-¿Terminaste por hoy, Marcos?
Marcos recogió su chaqueta de cuerina negra con tachuelas doradas de un gancho y se lo puso encima.
-Sí, doña, recién ahora.
-¿Pudiste cumplir con la cuota?
-Sin problemas.
-Perfecto, entonces nos vemos la semana que viene.
Marcos le besó la mejilla que la mujer le ofrecía y salió por la puerta. Enfrente del edificio había un hombre consultando una libreta negra. Poniéndose un gorro negro que tenía en su bolsillo, Marcos dio un salto para pasar del par de escalones en la entrada. Sucedió exactamente lo que pretendía. El hombre, oyendo el ruido, se medio vuelta sobre sí mismo, sorprendido.
Era alto y con una ligera barba formando un candado alrededor de la boca. De pronto vio su rostro dentro de una pequeña fotografía dentro de una tarjeta de documento, junto a su nombre, y una cosa espantosa que no podía ser otra cosa que una placa de detective. Los alrededores parecían pertenecer a un coche, pero el hombre llevaba diferente ropa a la presente. La visión duró un parpadeo y luego se esfumó, dejándole un impulso incomprensible de echarse para atrás, de escapar. No lo entendió y por lo tanto no hizo ninguno de los dos, pero ahora lamentaba haber llamado su atención.
El detective Icaro se adelantó unos pasos.
-Disculpa –dijo-. ¿Trabajas ahí adentro?
Marcos evaluó el mentirle. Hasta que se dio cuenta de que sonaría más bien estúpido si acababa de verlo salir de ahí.
-Sí, ¿y?
-Perdona que te moleste, pero ¿sabes si trabaja algún Marquitos o Marcos ahí? Lo ando buscando.
¿Por qué? Él no había hecho nada.
-No –mintió sin pena, encerrando las manos en puños dentro de sus bolsillos. Quería largarse de ahí y empezó a hacer eso, sin atreverse a verlo-. Lo lamento, pero me andan esperando en casa.
No había dado ni tres pasos cuando el detective lo siguió.
-Espera un rato –dijo sin elevar la voz. Marcos resopló sin disimulo, mientras lo veía anotar rápidamente algo en una hoja de su libreta y arrancarla para poder pasársela-. Soy el detective Icaro Stefanes. Necesito hablar con este tipo, así que si de por casualidad sabes algo, dame un llamado, ¿está bien? Sería buenísimo.
-Sí, claro –respondió el joven, tomándolo sin verlo-. Si es que sé algo. Chau.
-Chau –dijo el hombre.
Marcos supo que lo estaba viendo incluso mientras se alejaba. No se atrevió a darse la vuelta para confirmarlo hasta que ya se encontró en la siguiente cuadra. Entonces miró sobre su hombro y vio al detective subirse a su coche. Convirtió el papel que le había dado en una bola y consideró dejarlo caer al suelo directamente, pero sólo pudo apretarlo más sin decidirse a soltarlo. Por lo que él sabía podía ser cualquier cosa ese tipo, incluso el asesino del que hablaban en las noticias. Debería tirarlo y ahorrarse el averiguarlo.
“Una llamada de mierda no hará daño”, pensó al fin, guardándoselo de nuevo en el bolsillo. Sólo una llamada para ver qué quería y punto.

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