Segunda parte: Los hombres detrás del sol
Capítulo 7
En el aula de computación no venía absolutamente nadie fuera de las
horas en que tenían clase con las máquinas. Era justo lo que ellos
necesitaban. Cerraron la puerta a sus espaldas y dejaron la carpeta al
lado de un teclado cualquiera, tomando asiento.
-Pero ¿estás seguro vos de que va a ser opciones múltiples? –preguntó
un chico que tenía rapados los lados de su cabeza y un aro de plata
brillándole debajo del labio inferior.
-Sí, ya te he dicho. Dale, saca una hoja y te empiezo a dictar –dio
el otro, que también tenía rapadas esas zonas pero en lugar de hacía
atrás, prefería tener el cabello arreglado hacia un lado, elevándose en
una onda encima de la frente-. No sé cuánto va a durar.
-Bueno, bueno, calmate –El primer chico arrancó una hoja de la carpeta-. ¿Ya has visto qué tan largo va a ser?
-Doce preguntas en total, justo. Dale.
-¿Doce? Qué hija de puta. Diez, lo entiendo, pero sólo a esta loca se
le ocurre ponernos doce. Y la mayoría se contenta con cinco.
-Bueno, sí, qué quieres que te diga –Miró el segundo pedazo de papel
que su amigo había cortado-. Es muy grande, hacelo más chico o la profe
te lo va a ver.
El amigo cortó una tira más delgada.
-¿La ves a ella viéndola?
-Y no, pero mejor no andar arriesgando como pelotudos. Sólo veo la prueba. ¿Ya estás?
-Sí, decime.
Marcos entonces miró un punto más allá del hombro de su amigo Mario
Franco, como si estuviera viendo a un insecto de tamaño considerable
posándosele ahí. El amigo sabía que ahora se hallaba en ese espacio raro
en donde apenas estaba todavía consciente de lo que pasaba a su
alrededor pero el resto de su atención estaba en un lugar mucho más
lejano, uno que ni siquiera podía imaginar. Siempre le parecía que
Marcos ponía la misma cara de alguien que sencillamente soñaba despierto
con poder escaparse de la escuela, conseguir un millón de pesos y vivir
sin tener que trabajar ni un día de su vida.
-A –empezó a recitar- B C D A C D A A C D B –Parpadeó, ya que no lo
había hecho mientras miraba dentro de su propia cabeza-. Menos mal que
ella luego de corregirte te marca las respuestas correctas o sino,
estamos muertos.
-Empezá de nuevo. La primera parte es abecede, ¿y qué más?
Marcos lo repitió lentamente, dándole tiempo a escribir. Mario Franco
era el único de los dos que tenía una letra lo bastante pequeña que
todavía se permitía leer.
-¿Ya está?
-Ya está –Mario Franco lo vio y levantó el papel-. ¿Quieres que te haga uno a vos?
-No, no me hace falta. Yo ya lo tengo en mi cabeza de todos modos
–Marcos se estiró a leer la tira mientras Mario Franco guardaba la
lapicera y cerraba la carpeta-. También podrías memorizarte esto,
¿sabes? Así ni tienes que usar el machete y aprovechando que sólo son
letras…
-No, a la mierda, me voy a hacer embole revolviendo una letra con otra.
-No si usas un truco de memoria. La primera parte es el abedecedario,
eso no tiene nada de difícil. Sobre todo lo otro puedes poner –Marcos
señaló cada una de las letras mientras hablaba-. Avestruces… cazan…
damascos… amargos y altos… con… demonios… blancos.
Mario Franco elevó una mano y la movió como pidiendo explicación.
-¿Qué? ¿Qué mierda es eso? No, boludo, si no me da la gana memorizar
las letras menos me la va a dar memorizar una oración así que ni
siquiera tiene sentido. Damascos amargos y altos, aja. Más fácil sale
esto.
Entonces empezó a embutir la tira en el interior de su muñequera negra. Marcos chasqueó la lengua.
-Por vago no más –le picó.
Mario Franco le dio un golpe ligero en el brazo, sonriendo.
-Cállate, pelotudo. Encima que no he dormido pensando que hoy no ibas
a tener nada y me iba a tener que estudiar todo entonces. Me he puesto a
leer algo, de puro desesperado, y te juro que apenas pasaba de un
renglón ya me había olvidado de lo que estaba en el de arriba. No se me
ha quedado grabado nada, pero nada, ni un carajo. Así que gracias,
porque me hacía mucha falta esto. Vamos, tenemos que agarrar asiento al
fondo y vos te tienes que sentar en frente mío.
-Dale. Pero luego acordate de mostrarme tu prueba.
-Ya te escuché.
Los dos abandonaron el aula y fueron a buscar los asientos más
convenientes. Marcos buscó controlar si la imagen que tenía en su
cerebro había cambiado en algo, pero no, seguí ahí, con el 4 que
originalmente era de Mario Franco y las marcas rojas rápidas de la mano
de la profesora. Lograron ubicarse en sus sitios justo cuando ya la
campana tocaba. Una chica que andaba repasando lanzó un chillido y
empezó a repetirle a su amiga lo nerviosa que estaba, que no podía
hacerlo, que se sentía mal, que se iba a desmayar, y como no podía
estarse quieta, en caso de alguien no la hubiera oído antes, emitió otro
chillido que le mereció un reclamo por parte de uno de sus compañeros
por silencio, que había gente que intentaba estudiar. En casi todos los
bancos, mientras más y más chicos entraban, todos, con pocas
excepciones, se pusieron a revisar sus apuntes, los libros llenos de
marcador fosforescente e inclusos sus propios machetes. La clase tenía
fama de poner nervioso a todo mundo debido a las constantes advertencias
de la profesora sobre lo implacable que era hora a la corregir sus
exámenes.
Y debido a esa cualidad a la hora, no sólo de corregirles, sino de
demostrarles cuál era la respuesta correcta a la que habían fallado,
Marcos y Mario Franco tenían una de las mejores notas del curso. Era
historia, y ninguna de las profesiones que soñaban para el futuro tenía
mucho que ver con ella, de modo que no se sentían demasiado culpables
usando la ayuda extra de la que disponían. Después de terminado el
examen, sintiéndose confiados, escucharon con simpatía las preguntas de
sus compañeros que querían comprobar si las suyas estaban correctas y
animaron como pudieron a los que estaban seguros de haber dado todo mal
(aunque era los tragas oficiales del curso), mientras ellos se sentían
liberados de un tremendo peso de encima.
Ellos dos se conocían desde que usaban pañales, sus padres eran
vecinos y buenos amigos incluso antes de que nacieran. Habían ido al
mismo jardín de infante, a la misma primaria y la misma secundaria, de
las cuales volvían caminando lado a lado cada vez que terminaban sus
clases. Incluso cuando Marcos confesó sus verdaderas preferencias frente
a su amigo, la diferencia que esto abrió entre ambos fue mínima y
seguían siendo la primera persona con la cual el otro podía hacer sus
más íntimas confesiones. Mario Franco era el único que sabía acerca de
los poderes del joven y, como tal, con quien Marcos tenía más diversión
al respecto. Se inventaron juegos donde cada uno tenía que adivinar el
número en el que el otro estaba pensando, qué carta estaba sosteniendo
con la cara en dirección opuesta al otro, y a veces incluso Mario Franco
ganaba una ronda. Más que amigos, eran hermanos y sus familias estaban
tan unidas como si así fuera.
Eso fue hasta el día en que a Mario Franco lo mataron.
Esa tarde habían salido con otros compañeros del colegio al centro
para celebrar el final del trimestre escolar, empezando las vacaciones
de Julio. Mario Franco había dijo que se tenía que ir porque debía
buscar a su hermana menor del jardín de infantes. En ese momento Marcos
vio una imagen de una calle que no supo reconocer en el momento. Una
calle contra cuya vereda alguien había dejado una botella de medio litro
de Coca Cola casi llena, manchando de vapor el interior del plástico.
Luego elevaba la vista súbitamente hacia arriba y el semáforo que estaba
viendo estaba descompuesto, detenido en verde eternamente mientras los
dos restantes colores eran dos huecos negros. El escenario en el que se
suponía acabaría viendo semejantes elementos se le escapaba de la
imaginación.
Extendió la mano hacia el brazo de Mario Franco, porque ese era su
primer instinto en cuanto veía algo que no lograba entender, pero esta
vez su mano sólo tocó el aire. El muchacho ya se había levantado de la
mesa en la heladería en que estaban y se despedía de todos. Marcos coreó
el mismo chau que todos pronunciaron. Por lo general eran detalles sin
importancia ese tipo de visiones, de modo que no tenía razones para
ponerse nervioso. Al poco tiempo, charlando con sus compañeros, se había
olvidado acerca de la visión y esta dejó de insistirle.
El camino a casa pasaba por el camino de vuelta del jardín. Puede que
Mario Franco hubiera decidido dar una vuelta y salido más pronto de lo
que debía, pero para el momento en que Marcos salió a su propio hogar
encontró que la agrupación de gente era grande y todavía sonaba
conmocionada. En algún lado escuchó una voz infantil llorando histérica y
otra que pretendía tranquilizarla. A la segunda no la reconoció de
ningún modo, pero el hecho de conocer a la primera envió un escalofrío
incomprensible por su espalda. Se metió en la masa de gente y la buscó a
la niña, abrazándose a una mujer que parecía hacer lo posible para que
no viera, no oyera, no sintiera nada más que su propio corazón mientras
le preguntaba a un hombre a su lado si ya había llamado a emergencias.
El hombre en cuestión dijo que ya lo había hecho, pero lo hizo de nuevo
por si las dudas.
Alguien en otra parte preguntó si estaban seguros de que realmente
estaba muerto. Instintivamente, Marcos no quiso verlo. Pasó por encima
de esa pierna extendida cubierta por el pantalón jean negro ajustado que
él conocía tan bien, ignoró la sangre que todavía estaba creciendo a
ojos vista y pasó de la zapatilla que había volado en el aire lejos de
él. En cambio, como si fuera movido por una mano invisible que se negaba
a dejarlo ir, miró al otro lado de la acera, demasiado corta para
contener a los curiosos y demasiado cerca del centro del espectáculo
para ser de la comodidad común. Alguien se había dejado una botella de
Coca Cola prácticamente llena. Hacia arriba, al final de un poste de
hierro de pintura amarilla mostrando sus partes oxidadas, el semáforo
estaba descompuesto; la única luz que servía era la verde.
Nunca supieron quién había sido el conductor. Los testigos dijeron
que había sido un automóvil blanco modelo Renault. Iba a toda velocidad
por la calle. Nadie alcanzó a tener una visión clara del conductor ni
mucho menos de la placa. Llegó, impactó y siguió su camino apenas estuvo
libre del “peso extra” que le cayó encima. No se detuvo ni por un
segundo. Los padres de Mario Franco hicieron todo lo posible por
encontrar al que no podían considerar de otra forma que un asesino, pero
no hubo ningún resultado. Al cabo de unos meses, la familia se mudó con
los abuelos paternos.
Se suponía que sólo iba a ser durante un tiempo, para que la niña y
ellos tuvieran oportunidad de respirar un aire distinto al que se
respiraba en su casa, pero a medida que avanzaba el tiempo parecía menos
las posibilidades de que fueran a volver. Los padres de Marcos solían
comentarle de pasada las novedades que lograban obtener por medio del
teléfono e incluso estas comenzaron a escasear. Lo último que alcanzaron
a saber fue que el abuelo que los hospedaba andaba delicado de salud y
por lo tanto también debían encargarse de él. Luego nada.
La idea de empezar a trabajar en la línea de psíquicos no había sido
suya, sino de Mario Franco. Había visto la propaganda pegada en las
paredes de las construcciones pendientes en el centro y parecía el sitio
ideal para alguien como él, adonde además podría ganarse su propia
plata para variar. Lo ponderó con cuidado, pero la mayor contra vino por
parte de sus padres. Era demasiado joven y su única verdadera
obligación, la primera en la que debería concentrarse antes de nada más,
era la escuela. Un trabajo así podría quitarle la concentración que
necesitaba para estudiar. La primera vez que fue al edificio mismo para
consultar acerca de las condiciones de empleo había sido una tarde con
Mario Franco.
Mamá no estuvo del todo contenta hasta que habló con su jefa
directamente y esta le aseguró que, gracias al cielo, contaba con los
bastantes empleados para poder permitir un poco de flexibilidad en los
horarios, de modo que si el joven sólo quería trabajar las tardes los
fines de semana no habría ningún inconveniente por su cuenta. Para
cuando finalmente se presentó a su primer turno oficial, Mario Franco ya
no estaba para acompañarlo.
No le tomó mucho tiempo para desear que él estuviera ahí y le ayudara
a entender el hecho de que al final de cuentas, su propia visión
prácticamente le servía de nada. A veces se podía escuchar hablar y
decir cosas a los que llamaban, de modo que las soltaba sin estar del
todo seguro de que eran legítimas predicciones de su futuro, pero la
mayoría debía recurrir a su propia imaginación y su mente llegaba a
trabarse, dejándole en la completa desorientación. El guión que su madre
asumía de todos modos que usaba era lo único que impedía en esas
ocasiones que los minutos se llenaran de silencios innecesarios. Lo
cuales podían ser beneficiosos para su bolsillo pero eran demasiado
incómodos mientras sucedían.
Sus otros compañeros eran demasiado mayores, pero amables con él. No
le tomó mucho darse cuenta de que absolutamente todos dependían del
guión general y nadie tenía especial confianza en lo sobrenatural para
trabajar en un sitio así. Su jefa le confesó en una ocasión que las
había que tiraban cartas y decían sentir cosas, pero estas preferían
trabajar por su cuenta desde sus hogares, reteniendo la totalidad de las
ganancias. Ella misma lo había intentado cuando era joven, pero siempre
confundía el significado de las cartas, incluso en los mazos más
simplificados, y además la ponía nerviosa andar invitando completos
extraños a su casa. Además, uno no podía consultar el guión teniendo a
la persona justo en frente.
Ya tenía establecida la rutina cuando recibió la primera llamada del
viejo. Lo atendió como a cualquier otro y lo único que de él supo fue el
primer nombre. Llamaba, aunque le avergonzaba reconocerlo, porque
quería encontrar a alguien. Lo triste era que no se trataba de la
primera vez, aunque en aquella fue con el fin de encontrar una mascota
perdida. Entonces no había recibido nada, pero de pronto se encontró
viendo a la portada de un diario en sus manos frente a un kiosco que
sabía estaba de camino a la escuela. Sus ojos se concentraron en una
oración de un artículo menor en la parte inferior.
Pronunció una dirección, leyéndosela a sí mismo en voz alta con un
asombro duplicado. En cuanto la visión finalizó Marcos se tapó la boca,
irritado consigo mismo por perder el sentido del tiempo de esa manera
tan poco habitual. Pero no había estado sólo hablando consigo mismo,
había alguien del otro lado de la línea que le pidió que repitiera lo
que acababa de decir. Marcos no supo de qué otra forma actuar que
cumpliéndole el capricho.
-Si algo de esto sale bien –dijo la voz rasposa de viejo fumador-, gracias.
Marcos no volvió a oír la voz hasta más tarde, luego de que hubiera
tenido el diario en sus manos presentes y hubiera escuchado el reportaje
en la televisión. Entonces reconoció la voz al instante mientras del
otro lado el viejo se quejaba que había tenido que llamar tres veces y
colgar hasta que finalmente su estúpido sistema le permitiera
comunicarse con él.
-Escúchame bien, chabón –dijo el cliente sin dejarle empezar su
saludo habitual-. No soy de los que muerde la mano que le alimenta y
siempre que todo salga bien, todo va a estar bien conmigo. Sólo te hablo
para decirte que puede que necesite tu ayuda en el futuro… aunque a lo
mejor vos ya sabes eso, ¿no?
-La verdad no –aclaró Marcos, frunciendo el ceño.
No soportaba a esos clientes que llamaban sólo para burlarse de
ellos, asumiendo que porque eran auto proclamados adivinos lo más
natural sería que supieran todo.
-Bueno, como sea. Me da igual. Si te llego a necesitar voy a llamar por vos de nuevo. ¿Cómo te llamas, pendejo?
-El fantástico Aladdín –dijo Marcos, dándose perfectamente cuenta de lo
ridículo que sonaba, pero ese era el nombre que debía decir en su
presentación. Con un acento árabe que nunca le había salido del todo y
que al cabo de un tiempo se acababa olvidando del todo.
-Muy simpático. No, te digo en serio. A mí no me gusta eso de andar
jugando con otros nombres, especialmente con gente a la que quiero creer
lo que me cuenta. Pero yo entiendo que de todos modos vos querrás
conservar tu privacidad, así que con saber de qué forma llamarte todo
bien. Yo soy Roberto. Mi apellido no te importa y a mí no me importa el
tuyo. ¿Estamos bien con eso?
-Alto, un momento –dijo Marcos, frunciendo el ceño-. ¿Vos sos un cana y quieres que te diga las respuestas por acá?
-Ni te molestes hablándome de lógica, pendejo, porque cualquier
contra que se te pueda ocurrir a vos a mí ya se me había ocurrido.
“Humilde el tipo”, pensó Marcos, resintiendo el pendejo.
-¿Sabes que a ese chico yo lo había estado buscando desde hacía casi
dos meses? –continuó el viejo-. La familia estaba desesperada,
llamándome o enviándome un mensaje casi todos los días. Tenían la
esperanza de encontrarla viva, pero incluso con cómo resultaron las
cosas ellos tuvieron un cierre justo. ¿Te puedes imaginar siquiera lo
que eso significa para unos padres? Es el mundo para ellos. Y vos me
ayudaste a darles eso.
Marcos vio el reloj de la pantalla de computadora que tenía en
frente. El viejo iba a gastar una buena cantidad de plata. Eso estaba
pasando de verdad. Y él sólo estaba en un trabajo de fin de semana que
esperaba pudiera conseguirle una nueva consola de videojuegos. En todo
caso no le convenía que la jefa lo escuchara, de modo que bajó la voz
para contestarle.
-Señor, le soy sincero, me encantaría poder ayudar, pero ha sido pura
casualidad lo que le dije. La mayoría de las llamadas que recibo les
digo lo primero que se me ocurre. Cualquier cosa. Usted puede llamar
todo lo que quiera, no se lo puedo prohibir, pero yo no le puedo
prometer nada. A lo mejor lo único que hace es perder el tiempo.
-Vos deja que yo me preocupe de eso –afirmó el viejo-. Es mi plata y
mi tiempo, puedo hacer lo que me de la puta gana con ellos. Lo único que
quiero y espero de vos es que hagas tu trabajo allá. Nada más que eso.
Yo sé que vos te puedes inventar lo que sea y yo sería el viejo pelotudo
que estaría pagando por eso, pero quiero creer que vos tienes un poco
más de consciencia que eso. Porque lo que yo intento hacer no es ningún
juego, pendejo. Mi trabajo no es ninguna joda y me lo tomo tan en serio
como puedo. Espero que a vos te hayan educado lo bastante bien para
darte cuenta de que a mí no me hacen faltan las porquerías que te
inventas para otros.
La primera reacción de Marcos fue indignarse. No le gustaba ese tono y
no le gustaban esas palabras. ¿Quién mierda se creía ese viejo
hablándole así? ¿Por una maldita llamada que había resultado en una
afortunada coincidencia?
-Como a mí me han educado a usted le importa un carajo –respondió
Marcos, cuidando todavía de no elevar demasiado la voz-. Yo no tengo por
qué darle bolilla.
-¿Entonces vas a estar contento con dejar a otra familia destrozada
si puedes evitarlo? ¿Estás contento con recibir tu platita por contar
pendejadas por teléfono, sin siquiera dar la cara, mientras allá afuera
hay gente a la que podrías estar ayudando? -¡Hijo de puta! Marcos apretó
sus puños. El viejo le dio unos segundos para tragarse lo que había
dicho antes de terminar con un tono más tranquilo-. O me puedes servir
diciendo lo que sepas, no dándome la misma mierda que a tus otros
clientes.
-Haga usted lo que quiera –contestó Marcos, frío-. Pero luego no se
queje si no puedo decirle lo que quiere. Lo que pasó es algo que no
puedo controlar siempre. A veces sí, pero otras como esa vez vino y se
fue como quiso. No puedo decirle más.
-Muy bien, pendejo. Me parece justo –Marcos odió el tono de
satisfacción en su voz-. Vos sólo decime si te llega algo útil –De
pronto-. No puedo creer que ande haciendo esto.
“Nadie te obliga, carajo”, pensó Marcos.
– Ah, y no soy cana, para que te quede claro. Todavía no me has dicho tu nombre o como quieres que te diga.
Marcos vio el reloj sin mirarlo.
-Marcos –dijo secamente.
-Marquitos. Perfecto. Entonces te llamo si te necesito, pendejo. Gracias de nuevo y chau.
Antes de que a Marcos se le pudiera ocurrir una replica ingeniosa, el
viejo ya había colgado. A partir de ese momento hubieron otras
llamadas, algunas en las que Marcos se quedó en la línea pero al final
tuvo que reconocer que no veía nada, por lo tanto no podía ayudarle de
ninguna manera; otras en las que las imágenes o los sonidos llegaban tan
claramente a él que por un momento Marcos volvía a perder el sentido de
lo que pasaba en su tiempo presente, para luego volver a decirle lo
poco que había atrapado a través del teléfono.
Sólo tres veces vio los resultados de su colaboración en televisión,
lo que le estaba generando un extraño y, lo que sospechaba inmerecido,
sentimiento de orgullo. Una vez supo, incluso antes de que el viejo
abriera la boca, que era exactamente él y que ya podía dejar de joderse,
no podía estar llamándole por nada más que un perro perdido. El viejo
se echó a reír tanto que Marcos se sorprendió que no acabara en una tos
violenta. “O estás mejorando o Dios está siendo generoso conmigo”, había
dicho.
Marcos le preguntó bruscamente qué quería. Había dejado de creer en
Dios hacía mucho tiempo y definitivamente no le gustaba que se le
atribuyera todo lo bueno que podía pasarle en la vida, menos con
respecto a sus visiones. Le habían sido útiles, pero le obligaba a
cuestionar y temer muchas cosas que estaba seguro ni siquiera se habría
planteado de no ser por ellas. ¿Habría vivido mejor de no ser que no iba
a vivir más allá de los veinte? ¿Qué tanto de lo que hacía o decidía no
hacer estaba manchado con lo que conocía de antemano? Más allá de los
exámenes desaprobados que buscaba evitar, ¿había actos inconscientes que
se habían cambiado sin saberlo?
Sabía que a veces podía ver más de lo que lo hacía en un primer
intento si se concentraba lo suficiente. ¿Quería eso decir que podría
haber visto el cuerpo de Mario Franco y decirle que usara un remis para
volver a casa? Esa era la peor idea que se le había ocurrido y aquella
que más volvía como picadura de mosquito. Justo cuando creía que ya
podía olvidarse de ella, volvía a picarle.
Pero al viejo ni a él les interesaba discutir ninguno de esos temas
en esos momentos, y a él puede que nunca. Con el tiempo Marcos se había
llegado a acostumbrar a la aspereza del viejo, aunque seguía habiendo
ocasiones en las que sólo quería mandarlo a la mierda y a su vez el
viejo parecía impacientarse con él, porque no estaba viendo lo
suficiente, porque no tenía nada que ofrecer. Entonces los dos se
quedaban un poco irritados, pero sin nada más que hacer que despedirse
hasta una siguiente oportunidad.
Marcos le escuchó en una conversación en que todavía no habían tenido
y le dijo que iba a encontrar al perro ya adoptado por otra familia, en
una casa cerca de la Plaza Libertad. Lo mejor que le convenía era
llevar el aviso de los dueños con la foto del animal, de manera que no
hubiera confusiones.
-Gracias, pendejo –dijo el viejo. Al menos esa parte nunca faltaba y
Marcos podía apreciar la cortesía, aunque no le haría ningún daño
prescindir del pendejo.
-De nada, viejo choto –respondió en venganza.
El viejo choto volvió a reírse y esta vez Marcos le colgó, sonriendo a su pesar.
Una tarde le llamó específicamente acerca del Fronterizo. Él ya había
estado reuniendo datos por su cuenta, había hablado con gente, tenía
sus teorías, pero nunca estaba de más una ayuda extra donde pudiera
conseguirla. Marcos había escuchado acerca del caso, así como cada
argentino que no viviera bajo una piedra sin medios de comunicación, de
modo que se puso a bucear dentro de su cabeza en el acto en busca de
algo, un nombre, un sonido, algo. Pero estaba completamente seco. Abrió
los ojos con decepción.
-Perdona, viejo.
No había necesidad de decir más. El viejo emitió una larga nota de frustración.
-Bueno –al fin-. No te preocupes, Marquitos. Ya voy a pensar en algo.
Tal parece que no me va a quedar de otra que hacerlo yo solo. Como
siempre. Lamento que no te pueda dar más minutos para tu salario. Nos
vemos.
Y lo hicieron. A través de un anuncio necrológico en el diario.
Marcos se encerró en su cuarto con la noticia, leyéndola una y otra
vez, convencido de que el mismo Roberto por el que ese detective imbécil
había estado preguntando en su trabajo, el que había sufrido esa
horrible muerte y el que había compuesto una parte sustancial de sus
llamadas en total eran todos el mismo viejo insufrible. Primero se
sorprendió de encontrar un par de lágrimas frías corriendo por sus
mejillas y luego comenzó a golpearse la cabeza con los puños,
repitiéndose entre dientes por qué carajo no le había dicho nada, por
qué le había dejado creer que el viejo sólo había perdido el interés y
por eso no llamaba, por qué nunca mierda servía para algo, estúpida
mierda.
Para aprobar sí servía. Para jugar con Mario Franco servía. Para
encontrar perros servía. Pero cuando se trataba de hacer una verdadera
diferencia, de servir de algo para alguien que no tenía ya su nombre
escrito en tinta anunciando su muerte, entonces era tan inútil e
indefenso como cualquier ciego en una pista de baile. No le encontraba
sentido por ningún lado y lo odiaba, odiaba sentirse tan perdido.
Su escándalo fue tal que papá apareció al otro lado de la puerta
preguntando si todo estaba bien. Tomando profundas respiraciones para
asegurarse de que estuviera bien y la voz no se le iba a quebrar, Marcos
dijo que estaba bien.
Todo estaba bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario