viernes, 14 de noviembre de 2014

Mil veces déjà vu. 5

Capítulo 5
En la mañana se puso a buscar en los diarios digitales por cualquier novedad acerca del Fronterizo. Era una costumbre que había agarrado desde que el viejo desapareciera por primera vez y estaba dispuesto a reconocer que no había nada para él, cuando vio en una nota de su última selección una nota periodística con la fotografía de una calle en los límites de la ciudad con direcciones hacia la Banda, Tucumán y Córdoba. Era todo lo que se veía, pero la gente que ya había estado familiarizándose con el caso era suficiente con eso y la lectura de ese ominoso título: “Se descubren a una joven en la carretera.”


Abajo, como si de verdad hiciera falta más para las personas que recién se enteraban, la bajada de la fotografía aclaraba que se sospecha que podía ser del mismo asesino serial que había estado en activo desde principios de años. Leyó unas cuantas veces antes el artículo desde el principio hasta el final, recolectando las palabras de las autoridades que aparecieron en escena luego de que una familia de vuelta del casamiento de unos parientes se encontraba con el terrible espectáculo.
No tuvieron inconveniente en aclarar que a primera vista se trataba de una clara víctima más, viniendo a engrosar una de por sí vergonzosa lista. La familia declaró que había pensado que se trataba de alguien que se había emborrachado y perdido de alguna finca rural de por la zona, pero al acercarse para ver si no se habría desmayado a causa de la insolación (en cuyo caso, estaban dispuestos a ayudar con el agua que tenían), descubrieron que no respiraba y no reaccionaba sin importar cuántas veces trataran de llamarle la atención. Sólo verla había sido una experiencia terrible para los más jóvenes entre ellos, pero peor fue quedarse bajo el sol descubierto sólo esperando que alguien atendiera al otro de la línea.
Luego tuvieron que pasar una hora hasta que los autos oficiales aparecieron en la distancia. Había sido una experiencia horrible, según el padre, y no podía entender cómo podía existir gente que se sintiera impulsada a hacerle algo así a otra persona. Una persona tan joven, por si fuera poco. Increíble.
Icaro trató de imaginarse qué clase de fin de semana largo sería ese para los hijos. Volviendo de una boda que a lo mejor había sido un aburrimiento total desde el inicio o una distracción dulce de la escuela a la cual eventualmente tendrían que volver, hablando entre ellos, riéndose de sus chistes privados, comentando los eventos, para encontrarse a esa figura sólo tirada a un costado. Podían haberla confundido con una cabra muerta a la distancia, pero a medida que se acercaban verían el color de la ropa, el cabello sobre la cabeza y, nada más porque eran buenas personas, hubo que detenerse para ver si podían hacer uso de esa delicadeza humana de no bajar la cabeza ante la miseria ajena.
Ver a una persona o dos por esos lugares caminando hacia sus propias destinaciones no tenía nada de especial y generalmente sólo eran decoración extra agregada al paisaje, pero a alguien que claramente sólo estaba para rostizarse debajo del sol (el artículos insinuaba vagamente que el cuerpo incluso había llegado a sufrir algunas quemaduras, significando que había pasado más que un tiempo considerable en ese sitio, esperando ser descubierto igual que sus compañeros, por el poder de la pura casualidad) no pudieron hacerle ojos sordos y de pronto se veían entrevistados por reporteros que querían saber todas las novedades, mientras a espaldas de todos alguien cuya profesión consistía en ello se dedicaba a levantar del suelo aquel despojo.
“No tenemos duda de que se trata del mismo”, decía un tal oficial Tragan que asistió a la escena.
¿Lo habría dicho tan tranquilamente de no ser una familia quien lo revelara? ¿O quedaría sellado bajo bolsillos bien rellenos como a tantos otros? De todos modos, él mismo debía empezar a movilizarse. Era la primera vez que estaba tan cerca de un caso fresco y debía agarrarse de él tan pronto pudiera. Cuando el cuerpo del viejo fue encontrado, no se había visto nada especial que no hubiera podido leer en esos notas dentro de las carpetas. Claramente no había posibilidad de engañarse respecto a quién había sido el autor de la muerte.
Todas las señales estaban ahí, habiendo convertido lo que en vida fuera un hombre ancho pero sano como un caballo, en el monstruo de los ojos en las manos en El laberinto del fauno. El disparo en la cabeza estaba ahí, dándole el más mínimo de los consuelos. Le confirmaron que esa había sido la causa de la muerte y no la hambruna. Al menos habría sido rápido y efectivo. Sin dolor.
Pero siempre existía la esperanza de que en algún lado la jodiera. No eran CSI, no tenían laboratorios elegantes y brillantes de puro azul tecnológico esperando a resolverles el caso con un solo cabello encontrado entre los cuerpos, no sin unos días de espera al menos, pero de todos modos el hecho de que este pudiera ser, finalmente, aquel en el que se empezara a notar el descuido en el paranoico cuidado sobre aquella antigua ley de los criminales acerca de no dejar pistas en las víctimas, suficiente incentivo para que se decidiera a aparecerse por ahí en busca de ellos. Si siquiera una parte de lo que el viejo creía era verdad, los profesionales no iban a hablar con cualquiera.
Podrían haberles pedido que se callaran a menos que recibieran el correspondiente incentivo para hacerlo. Y si además se guiaba según las conversaciones escritas a memoria dentro de las libretas más pequeñas, las que usaba a modo de diario, no era el único de esa opinión.
Esperó hasta que fuera una hora más prudente para asumir que los contactos del viejo ya estarían despiertos y disponibles para recibir una llamada (después de que hubieran cumplido con una parte de su trabajo, quizá más eficientemente que en otras ocasiones), y cuando las realizó quedó claro que por lo menos un puñado estaban encantados de hablar con él, ya fuera porque le conocían de cuando él mismo formaba parte de la policía o porque habían escuchado de él de boca del viejo, al cual por supuesto les encantaría ayudar como pudieran y él bien podía servir de sustituto para la causa.
Pero, como podía imaginar fácilmente, no podían hablarlo todo por el teléfono, esa no era manera de ser profesional. Le atenderían sólo si se presentaba en persona ante ellos y les ahorraba la batería a sus celulares. Sólo un número no pudo contactar directamente y ese se trataba de un químico de alguna universidad venido de Buenos Aires, dedicado, según las notas, a examinar posibilidades de envenenamiento como causa de muerte. A saber por qué el viejo habría necesitado de esos.
Más tarde todavía, en un momento en el que calculaba sería después del almuerzo, llamó a la casa de la última ayuda.
-¿Don Augusto? –dijo en cuando escuchó la voz masculina-. Buenos días. ¿Cómo anda?
-Qué haces, Icaro. Bien, todo bien aquí. ¿Dices que quieres hablar con Marcos? ¿Lo necesitas para descubrir otro fraude fuera de aquí?
Así que el muchacho se los había contado, a pesar de que en los diarios no existía la menor mención acerca de él y mucho menos el muchacho adivino entre sus palabras. Por lo que a la opinión pública respectaba, había sido un trabajo en conjunto con el productor ejecutivo y su propio ingenio para llevar al joven impostor ante la justicia.
-No, no, para nada. De hecho sólo quiero llevarlo a la estación de policía para que pueda ve qué hacer con un sospechoso de un robo –mintió, haciendo una mueca que esperaba no se trasladara a su voz.
Sabía exactamente por qué simplemente no podía ir a decirles a los padres que quería que su hijo les ayudara a descubrir la identidad y consecuentemente atrapar a un demente violento cuyos aciertos en el oficio del matar, incluso sólo los que conocían los diarios, eran alarmantes; ningún padre responsable iba a dar su autorización a tal tarea, sin importar qué tanta saliva se gastara hablando acerca de cómo en realidad el chico nunca iba a estar en el camino del peligro, que sólo estaba ahí para poner esa mirada perdida de los ojos y quizá alguna ayuda pronunciando las palabras correctas.
Sabía que él nunca lo haría. Un robo era mucho menos perturbador para los nervios paternos. Así y todo, no le gustaba en lo absoluto mentir ante gente que no había hecho más que presentarle sus buenas intenciones.
Una parte de él recordó a cuando era niño todavía y preguntaba a sus madres si sus amigos podían salir a jugar. Todavía se trataba de un jovencito menor de edad, se recordaba.
-¿De robo, dices? –preguntó don Augusto-. ¿Va a tener que hablar con él?
-No, en lo absoluto. La idea es que Marcos se quede detrás del vidrio y sirva como una especie de detector de mentiras.
-Mira vos. ¿Así que de verdad te ha convencido de todo el tema? –preguntó el hombre, curioso-. Yo la verdad siempre he creído un poco en esas cosas. Si existen tantas personas que creen en ello y que prácticamente dan la vida por ello, por algo será, ¿no? Pero no pretendo entenderlo del todo tampoco. Porque has visto que él tampoco es infalible, así que por supuesto queda lugar para la duda.
-Claro, claro –dijo Icaro, entendiendo exactamente a lo que se refería.
Aunque en su caso no fuera en realidad lo mismo. El chico no había hecho más que probar ser infalible, al menos en los temas que le respectaban de momento. El espacio para la duda lógica se estaba convirtiendo en una caja de fósforos a este paso y no tenía idea de si le gustaba o no.
Pero el hombre no había terminado de hablar.
-A mi mujer nada de esto le hace gracia –dijo Augusto, tras un suspiro-. Ayer le dije que esto era porque vos confiabas en él, porque vos creías que podía ser de alguna ayuda, pero no quiere que el chico esté en ninguna situación donde algún criminal se vuelva loco y le quiera hacer algo. Yo tampoco, por supuesto. Pero prefiero creer que si está por lo menos esa posibilidad a la vista, ninguno de los dos sería tan idiota para permitirlo. Yo sé que mi hijo no es ningún imbécil.
“Hijo único”, se recordó Icaro.
-Por supuesto, don Augusto. Ni parte de él ni mía sería posible, se puede quedar tranquilo.
-Hablando de Roma –dijo Augusto-. Mi mujer le quiere hablarle. Aquí se lo paso con ella.
-Está bien –respondió Icaro, pero nadie lo oyó porque el aparato ya estaba pasando de manos y, tras un crujido de naturaleza desconocida, la voz de una mujer empezó a oírse.
-Hola, ¿detective Stefanes?
Eso estaba tardando más de lo que esperaba, pero Icaro siguió hablando con cordialidad.
-Buenos días, señora. ¿Cómo anda?
-Bien, gracias. ¿Y usted? Escuche –dijo, sin esperar respuesta-, no sé si usted se ha enterado pero mi hijo es un menor de edad y no pude llevárselo afuera de la provincia cada vez que se le de la gana.
-Desde luego que no, seño…
-Y tampoco me gusta que ande llamando a casa para poder llevárselo otra vez. Mi marido dice que ha visto su placa, pero yo no y no me siento cómoda de este modo.
-Lo entiendo perfectamente. Si quiere voy yo ahora y me presento como se debe. Fue una desconsideración no haberla puesto al tanto de inmediato, pero en esas circunstancia en particular el tiempo apretaba. Después de ese día ya iba a ser más difícil que ayudara su hijo siendo que iban a tener la transmisión en otro set en Buenos Aires. Así que era esa tarde o en ningún otro momento.
-¿Y no podría haberlo resuelto sin él? ¿Era de verdad necesario que se lo lleve con usted?
Por un momento Icaro se frotó el mentón con resignación. ¿Qué más daba admitirlo de una vez?
-Le digo la verdad, señora, no podría haber hecho nada sin él –dijo, sinceramente-. No tengo ni idea de cómo lo hace y no pretendo entenderlo, pero lo hace y me alegro mucho porque no es cualquier cosa detener a un criminal antes de que pueda causar más daño. Quisiera poder aprovechar esta suerte, habilidad, como quiera llamarlo, mientras pueda y ver si es posible tener los mismos resultados para otros casos, pero usted dirá. Por mi parte, le garantizo, le garantizo que nada malo le va a pasar a su hijo como resultado de su colaboración conmigo. Se lo prometí a su marido ese día, se lo dije a su hijo y ahora se lo digo a usted. De ningún modo permitiría que eso pase.
Hubo un momento de silencio mientras la mujer sopesaba sus palabras. Icaro la dejó hacerlo sin interrupciones.
-Entiendo –dijo la mujer lentamente, como si se estuviera rindiendo pero sin la voluntad de hacerlo abiertamente-. Pero ¿para qué estaba llamando ahora?
-Bueno, como le decía a su marido, señora, la idea es llevar a Marcos ante un criminal al que se le acusa de cometer un robo y que, desde detrás de un vidrio, pueda decirme cuándo está mintiendo y cuándo no. El criminal en cuestión ni siquiera sabría que está ahí y nadie más que yo estaría con Marcos. Él sólo tiene que decirme lo que le parece su declaración y, con suerte, seremos capaces de usar eso en su contra. Fue de esa manera en que manejamos el fraude el otro día y usted ya ha visto los resultados.
-Pero ¿por qué? Es que no entiendo qué utilidad puede servirle un jovencito que dice ver el futuro.
El extra implícito en esa frase era “¿no es ese su trabajo? ¿se da cuenta de que le está mandando a hacer su trabajo por usted a mi hijo?”
-Puede que ninguna –reconoció-. Le soy honesto, señora, no sé qué tan útil o no pueda ser Marcos. Puede que nada. Pero si llega a serlo nos ahorraría un tiempo valioso que podríamos usar para resolver otros casos. Gracias a él sólo bastó una tarde la otra vez. Cada minuto cuenta.
Otro momento de consideración. Icaro no miró la hora en su reloj de muñeca, pero calculaba que ya llevaba por lo menos diez minutos al teléfono.
-¿Y en serio me puede prometer que Marcos no va a tener que tratar con ningún criminal cara a cada? ¿Sólo va para ver detrás de un vidrio?
Con esa ya sería la tercera vez que se lo prometía, pero Icaro entendía que era necesario.
-Sí, señora, para ver y nada más. Detrás del vidrio. Ni siquiera el criminal se va a dar cuenta de que está ahí.
-Bueno… -dijo la señora. Por un momento sonó como si su atención estuviera dividida y su agarre sobre el teléfono se hiciera más débil a medida que la última entonación de esa palabra bajaba el volumen-. Disculpe. Mi hijo aquí no deja de insistirme en que lo deje ir y que apure la conversación. Aparentemente no entiende que él no puede irse por ahí con gente que sus padres no conocen, no importa que ya no siga siendo un niñito. Sencillamente no puede y tiene que aceptarlo.
Icaro no pudo contenerse una sonrisa. Por la razón que fuera, al muchacho de verdad quería participar de los casos, incluso sin saber cuáles eran. Tendría que preguntarle exactamente cuál era su motivación en el asunto en cuanto estuvieran juntos y a solas.
-Por supuesto, señora –concordó y estuvo a punto de prometer de nuevo que de ninguna manera iba a permitir que el muchacho saliera perjudicado, pero en su lugar agregó-. ¿Entonces cómo lo prefiere? ¿Voy a su casa y usted puede ver la identificación por sí misma?
-Sí, va a ser lo mejor –aceptó por fin la señora-. Aquí lo estaremos esperando. Nos vemos.
-Nos vemos –dijo Icaro.
Pero ya le habían colgado.

La señora Velázquez casi no se parecía en nada a su hijo. Icaro no lo había notado ese primer fin de semana, pero Marcos era más bien la viva figura de su padre. A pesar de que la genética decía que Marcos debería haber heredado el negro puro en el cabello paterno, Marcos se había quedado con el tono castaño de su madre a la vez que le copiaba los ojos y, si la miraba durante el suficiente tiempo, se daba cuenta, la forma de la boca. Los restos de los rasgos propios de la señora componían el rostro de alguien que podía ser muy agradable en circunstancias normales, pero sabía mantenerse cordial y distante cuando la situación lo requiriera. Situaciones como la presente.
Cuando le hizo pasar al interior, el beso que le dio en la mejilla se sintió formal. El apretó de manos del padre, por otro lado, se sintió seguro y confiado.
-Hola, Icaro, ¿cómo andas? –dijo el hombre, sonriendo.
Marcos estaba apoyado en la pared al lado de un sofá. Al verlo le sonrió y dio un ligero cabeceo de cabeza a modo de saludo, tras lo cual se encogió de hombros omo si no hubiera nada que nadie pudiera hacer para evitar semejante conversación. Icaro le devolvió el gesto con uno igual disimulado. Era así como las cosas tenían que hacerse si querían que se hicieran en absoluto. Volvieron a sentarse, esta vez la familia entera, en la sala mientras al frente quedaba al detective, como un testigo presentándose ante el tribunal. Esperaba sólo quedarse en testigo y no pasar a ser el acusado.
-A ver, déjeme ver –dijo la señora Velázquez con seguridad. Icaro, obediente, sacó su billetera y le extendió su placa, mostrándole su tarjeta de documento. La señora los sostuvo a ambos en sus manos-. ¿Flores? ¿Es el despacho adonde trabaja?
-Sí, señora, aunque ahí trabajamos prácticamente cada uno por su lado. Conmigo en total somos cuatro detectives en la nómina. Teníamos una pequeña oficina en el centro al frente de la Plaza Libertad, pero a los pocos meses nos dimos cuenta de que a todos se nos hacía más cómodo trabajar desde nuestras casas y usar la oficina nada más para almacenar los archivos.
Excepto por el viejo, que incluso eso se lo tenía que llevar a casa o no se estaba contento.
La señora Velázquez asintió y le devolvió su documentación. Sacó el teléfono de un bolsillo en la camisa de jean que llevaba puesta y desbloqueó la pantalla.
-¿Cuál es su número? Dígame así ya no tengo agendado por si pasa cualquier problema.
-Mamá, yo voy a estar llevando el celular –le dijo su hijo.
-Sí, por eso no creí que hiciera falta –agregó el padre.
La mujer hizo un gesto menospreciando ambos argumentos sin despegar la vista de la pantalla. Los lentes de sus anteojos mostraban la línea verde antireflejante al dar contra la luz.
-No importa, yo lo quiero tener. Nunca se sabe. A ver, dígame.
Icaro, sin el menor deseo de protestar, se lo dictó lentamente uno por uno y esperó a que la mujer lo hubiera guardado de forma apropiada. Esta volvió a poner en negro el celular y se lo guardó, mirándole directamente. Estuvo unos segundos sin decir nada. Luego se volvió hacia su hijo.
-Y vos –dijo sin rastro de humor-, ¿te comprometes a no hacerle pasar ningún papelón al detective y portarte bien? No se te ocurra andar haciendo escándalos por ahí nada más porque estás con la policía.
-Cómo se te ocurre, mamá –dijo Marcos-. Obvio que no. Si ya he ido antes y no ha pasado nada malo con Icaro, ¿no?
En cuanto buscó su mirada para su confirmación, Icaro cumplió.
-No tuve ningún inconveniente con él en ningún momento, señora –afirmó, inclinándose hacia el frente-. Se ha portado excelente todo el viaje de ida y vuelta, y durante el tiempo que estuvimos en la estación. Realmente no he podido pedir nada más de él.
La mujer revisó la hora en su reloj.
-¿Le has dicho que no más allá de las diez, no? –preguntó a su marido.
Marcos giró los ojos con cansancio. Icaro sólo podía imaginar la charla que le habrían dado a él cuando estaban solos los tres. Los padres seguían teniendo sus razones válidas para actuar como lo hacían (incluso se alegraba un poco de que lo hicieran; había conocido padres a los que sencillamente no les importaba nada en el pasado y lo sentía demasiado por los hijos), pero también podía entender la molestia que representaba para Marcos, quien no conocía más allá de eso.
-Sí, por supuesto –reafirmó Augusto, dándole más énfasis a la afirmación con un cabeceo-. Aquí sí o sí tienen que estar antes de las diez. Sobretodo en los días de escuela. Y nada de andarse relacionando con criminales. Hay cada loco peligroso por ahí.
-Bueno, eso es obvio –dijo la señora Velázquez.
-Por supuesto –siguió Icaro, viendo de reojo los gestos silenciosos de exasperación del hijo-. Ya lo hemos hablado Marcos y yo. Él está sólo para ver desde la distancia y decirme qué le parece. Eso es todo. Sería como una especie de consultor y nada más.
-¿Lo necesita ahora urgente? –preguntó la señora, mirándole.
-Para este caso de robo, sí, señora –respondió el detective como si fuera la absoluta verdad.
-No va a pasar nada, mamá –dijo Marcos, bajando su voz para volverse más sumiso y dócil.
Por un momento extraño Icaro se preguntó si ya sabía que estaba mintiendo o realmente le creía. Tendría que averiguarlo más tarde.
-Más te vale que tengas razón –acabó determinando la señora Velázquez, suspirando-. Muy bien, si eso es todo creo que ya los puedo dejar ir yendo. A menos que tenga algo más que decirme, algún otro punto que aclarar…
-No lo creo, señora.
-Bien, entonces supongo que ya no hay más que decir.
-Te quiero –dijo Marcos, sonriente, abrazándola para darle un beso en la mejilla.
La señora Velázquez sonrió, palmeándole el brazo.
-Seguro que sí. Dale, ándate ahora.
Los tres se levantaron al mismo tiempo de sus asientos. Una vez más, mientras Icaro cumplía con su deber estrechando la mano de Augusto y despidiéndose de la señora Velázquez (que seguiría siendo como tal hasta que esta le dijera lo contrario), Marcos se adelantó hasta la puerta de la salida y lo esperó hasta que pudo reunirse con él. Saltó los tres escalones de la entrada en su camino hacia la reja.
-Chau, Icaro –dijo Augusto. Estaba parado con un brazo alrededor de la cintura de su mujer y esta, con los brazos cruzados, seguía a su hijo.
-Nos vemos a la tarde cuando lo traiga –prometió Icaro-. Con suerte no tardará mucho.
-Cualquier cosa que no se le olvide llamar –encargó la señora Velázquez, sin moverse a cerrar la puerta.
Esperaban a verlos partir dentro del vehículo antes de hacerlo. Icaro les dedicó una inclinación de cabeza antes de salir de la propiedad, dirigiéndose a su vehículo. Marcos se metió adentro una vez lo vio deshacer la alarma y ellos se alejaron. Por el espejo Icaro vio la superficie de la madera en la entrada apareciendo de vuelta.
-A vos sí que te cuidan –afirmó Icaro con aprobación-. No sabes de familias que he visto adonde los padres ni tienen idea adónde están los hijos y ni les importa.
-Son unos pesados. No los aguanto cuando se ponen así –gimió Marcos y comenzó a recitar en una voz aguda que no se parecía en nada a la de su madre-. “No andes hablando con extraños”, “lleva el celular cargado”, “¿tienes el celular cargado?”, “no te metas en problemas”, “no andes haciendo emboles.” Nada más les faltaba decirme “no aceptes caramelos de desconocidos” y teníamos el combo completo.
-Bueno, son tus padres ¿qué esperas que hagan?
-No, si ya sé eso. Ya sé. Pero es que son unos pesados, hombre.
De pronto sonó el canto de un gallo desde los pantalones de Icaro. El detective se sacó el dispositivo celular del bolsillo y se lo pasó al joven.
-Es un mensaje. Mira qué dice –le pidió-. Sólo desbloquéalo y aparece el mensaje.
Marcos hizo como le pedía.
-Es mi mamá –informó-. “Este es mi número, guárdelo. Helena Velázquez.” Te lo voy guardando –dijo, tecleando la pantalla-. ¿Pero ves lo que digo cuando digo pesados? Ni siquiera hemos salido del barrio. Ya lo tengo. ¿Cómo…? No importa, ya encontré el botón.
Apagó la pantalla de nuevo.
-Si está bien que sean así –dijo Icaro, extendiendo la mano por su aparato y procediendo a guardárselo-. Pero che… si te parece que me estoy pasando, decime, pero ¿ha pasado algo específico para que sean así? No digo que no pueda ser natural, pero por ahí es por algo. De todos modos, si no me quieres decir tampoco importa.
Marcos se le había quedado mirando desde el inicio de su pregunta, cruzado de brazos. Exhaló una bocanada de aire.
-No, nada todavía. Pero sí les dije que me podía pasar algo algún día y no sé, puede que tenga que ver. O puede que no y es que ellos son unos paranoicos por su cuenta.
-Espera, espera, espera –dijo Icaro, frunciendo el ceño-. ¿Cómo pasarte algo? ¿Cuándo? ¿Ahora?
-No sé –Marcos se encogió de hombros con un súbito cansancio-. A los ocho años vi cómo me iba a morir. No tenía ninguna duda de que así sería. Ya había jugado a muchas adivinanzas con amigos y siempre les ganaba. Papá se compró no sé cuántos libros llenos de ellos para ver quién descubría la respuesta primero. Habrá pensado entonces que era un genio. Pero cuando vi eso, como era un pendejo y no entendía nada no se me ocurrió mejor idea que preguntarle a mi mamá si morirse de esa manera era doloroso, aunque como yo lo vi no me parecía. Me puse todo histérico porque todavía no había conseguido ir a Disney, tener una mascota o una bicicleta propia y ya pensaba que nunca podría hacerlo. Sé que ella no cree mucho o directamente nada. No sé, a lo mejor hace años se olvidó de eso.
-¿Y cómo sabes que esa era tu muerte?
-Es la misma visión cada vez –dijo Marcos, aunque eso en realidad no respondía su pregunta-. Desde los ocho puedo verlo, pero ahora es cada vez que quiero. Estoy yo acomodado en un lugar y sé que me siento relajado. De pronto hay una luz blanca y estoy pensando, dentro de la visión, que eso es todo. Se acabó. Ya no hay nada después. A veces, si me concento mucho, puedo ver algo más allá de un momento en una visión. Como te fuerzas vos para recordar algo y a veces te sale. Pero con esto no puedo ver nada después. Lo intento y me quedo en blanco. O más bien en negro, porque eso es lo único que veo y ni siquiera tengo los ojos cerrados.
-Dios…
-Antes creía que era por los autos –continuó Marcos-. ¿Sentado, relajado, luz blanca? Parece un accidente de auto, ¿que no? Así que a loz diez me agarró una fobia a ellos que me duró lo que recordé que se suponía que debían darme miedo o que tenía que subirme a uno para ir a cualquier parte. Pero el asiento adonde estaba entonces no tenía nada que ver con un auto o al menos no uno que yo haya conocido. Pero ¿sabes? Quizá no tiene nada que ver con nada.
-Si vos crees que de eso te vas a morir, sí tiene que ver. ¿Y vos dices que siempre lo has sabido y ni aun ahora lo pones en duda?
-Vos has visto lo que hago –afirmó Marcos, buscando en la cintura de su pantalón y sacando un paquete de cigarrillo. Estuvo a punto de separarse uno, pero entonces debió recordar el trato que tenían entre ellos dos y se lo volvió a guardar-. Pero eso es todo. No sé cuándo ni dónde ni exactamente cómo. Sé que no voy a pasar de los veinte y pico porque nunca he podido verme más allá de eso. Cuando era chiquito sí. Me veía a los trece, me veía a los catorce. Y todo tomando en cuenta de que no hiciera ningún esfuerzo consciente por evitar esa imagen. Pero más allá de los veinte, nada. Nunca hay nada. Por eso trato de aprovechar lo que pueda mientras pueda. De todos modos todos nos vamos a morir, así que no queda de otra.
Icaro sintió un peso cayéndole por la boca del estómago. Él recordaba de sus años de infancia un sentido infinito de invulnerabilidad e inmortalidad. Todo duraba muy poco excepto él y los objetos podía causarle raspaduras pero nada que le impidiera seguir adelante. No podía siquiera empezar a imaginar cómo habría sido de saber en todo momento en que no iba a durar mucho tiempo, creyendo que las horas se diluían en vasos de leche derramada. No importaba que en realidad fuera cierto todo acerca de los poderes de adivinación. No importaba porque Marcos creía que lo era y era en su propia sentencia de muerte en lo que creía.
-¿Hola? –dijo Marcos, buscando una respuesta-. ¿Estás ahí?
-Sí –contestó Icaro, parpadeando-. Perdona, es que estaba pensando. ¿Así que no sabes más sobre eso?
-Sé lo que no sé –recalcó el joven-. Sé que no voy a estar de pie. Sé que no estoy asustado, lo que es algo. Y va a sonar pelotudo, pero incluso dentro de la visión es como si ya supiera que ya lo he visto. Como cuando estás dentro de un sueño y sabes que es un sueño, pero tampoco quieres despertar porque, bueno, es un sueño. ¿Te ha pasado alguna vez?
-No que recuerde –confesó el detective.
-Bueno, cuando veo y siento las cosas así, es porque ya sé que esas van a ser las inevitables. Las que no importa qué carajo haga, cuánto peleé, son esas las que van a pasar. Lo mismo pasó contigo. Incluso mientras te preveía era como si supiera que ya te había previsto.
-¿Por eso te saliste corriendo?
-Y sí. Además de imágenes a veces puedo percibir sonidos, olores, tacto, cosas así. Contigo sentí miedo –dijo, mirándole de reojo-. De qué, ni me preguntes, porque no sé. En ese momento, hasta donde yo sabía, vos podías ser el que me hiciera matar después de mandarme a la sala blanca de un hospital.
-¿Sueles hacer eso mucho? ¿Juzgar a la gente en base a algo de lo que ni vos estás seguro?
-Che, vos qué sabes. Era mucho miedo y vino de la nada, nada más verte. Me asusté. Así que busqué largarme y vos casi me arrancas el brazo.
Icaro deseó pedirle que no fuera un exagerado, porque no le había apretado tan fuerte, pero se lo guardó.
-Sí, evitanto que te choque un auto –replicó a cambio.
Marcos chasqueó la lengua, como diciendo “detalles, detalles.”
-El caso es que eso fue. Todavía no sé por qué. Y hablando de cosas que no sé, ¿de verdad vamos a por un caso de robo?
-No exactamente.
-Me lo imaginaba –Hubo una sonrisa en las palabras de Marcos-. Ten cuidado que ya empiezo a conocerte las mañas. Así que ¿qué tenemos que hacer, compañero?
-Ya te he dicho, vos no sos mi compañero. Si tanto quieres un título, ponete consultor o algo así. Además, compañero es de la policía.
-Consultor no me gusta. Y asistente tampoco, ya que estamos en esas. Suena a que te ando detrás limpiándote la nariz y esperando nada más a que el señor patrón se digne a mirar hacia atrás para pedirme que además le traiga una gaseosa.
-Bueno, tampoco puedo decirle a la gente “este es Marcos, mi adivino personal.” Me van a ver como a un imbécil.
-“Mi adivino personal”-repitió Marcos, casi riéndose-. ¡Eso es peor! Ahora parece que sos un millonario excéntrico al que le dio el capricho de contratar a un jovencito para que le diga su fortuna. Y como tu décimo quinto esposa te dejó, ahora me pagas por además acompañarte a ver si encuentras a la décimo sexta.
Icaro no pudo evitar pensar en el único que le había dejado y su sonrisa no pudo ser tan amplia.
-He dicho una cagada –dijo Marcos, viéndole y levantó las manos como rindiéndose-. Vos no me hagas caso. No sé un carajo yo del asunto. Llámame como quieras.
-No, no, está bien. Perdona, flasheé por un momento.
-Y bueno –siguió Marcos, acomodándose hacia atrás en su asiento de acompañante y cruzando los brazos-, ¿qué me decías que hacíamos hoy?
-¿No has visto los diarios hoy? –preguntó Icaro a su vez-. ¿No te has enterado de lo que ha pasado?
-No –Marcos frunció el ceño-. ¿Por? ¿Qué pasó?
-El Fronterizo se ha dejado ver de nuevo. O más bien, a lo que hace. Una familia lo descubrió volviendo de un casamiento en Tucumán. Una familia con pendejos, mierda. No me puedo imaginar lo que habrá sido para esos. Así que ahora nosotros estamos yendo a la estación de policías para que pueda hablar con unos contactos del viejo para que puedan decirme lo que puedan. A lo mejor algo interesante que me pueda ayudar. Y vos… perdona que te lo diga, pero vas sólo para ver. Ve la estación. Decime si ves algo interesante.
-¿Para qué? –Los ojos de Marcos se abrieron al caer en cuenta de una posibilidad-. No me digas de que crees que el asesino está dentro de la policía.
Por el más breve y de los confusos momentos Icaro lo había considerado, pero al final tuvo que reconocer que era una estupidez paranoica considerarlo en serio. Nadie iba a molestarse en proteger a un simple policía cuando más productivo y conveniente para todos sería sólo denunciarlo esperando que los otros criminales se encargaran de darles su justo merecido. Incluso en la cárcel la gente tenía problemas con alguien que les quitaba la vida a los más jóvenes. Pero los números que el viejo había logrado reunir pesaban más que cualquier sospecha de una simple corrupción, por más sencilla que fuera la respuesta.
-No, obvio que no –contestó como si desde el inicio pensara que era una posibilidad ridícula. Liberó un suspiro-. Pero eso no significa que no pueda haber algo por ahí. Creo que es justo decir que vos no entiendes más de lo que haces que yo lo hago, no realmente, ¿cierto?
Marcos se encogió de hombros, reticente a reconocerlo de ese modo tan claro.
-Bueno, así que he pensado que a lo mejor necesitas un estímulo visual. Así que, a lo mejor, si te hago ver la estación en un día normal de trabajo eso cause un resultado que nos pueda servir para más tarde. No sé cómo ni con qué, pero tampoco tenía mayor idea al llevarte a La Banda y ya hemos visto que eso te salió bien.
-Hablando de eso –dijo Marcos-, ¿a los consultores se les pagan?
-Siento romperte la fantasía, pero no –aclaró-. Los consultores suelen ser expertos que trabajan en sus propias empresas o universidades. Profesionales que sólo quieren ofrecer su ayuda para el bien común sin ningún interés en mente. Además considera a quién le hablas. ¿De dónde quieres que saque plata de más?
-¿Eso es todo entonces? ¿Me quedo mirando por ahí esperando a que me llegue algo mientras vos andas haciendo lo que sea que quieras hacer?
-Eso mismo –asintió Icaro-. Mientras no salgas de la estación no va a haber problema. Vas a estar rodeado de policías y vos ya tienes mi número. Me mandas un mensaje en cualquier momento que me necesites para algo.
-Espera, no –dijo Marcos, revolviéndose-.¿Ni siquiera voy a estar contigo?
-Voy a estar hablando con los forenses en la morgue. No te voy a llevar a ese lugar.
-¿Te puedo preguntar algo? –Y sin esperar a que le respondiera, Marcos inquirió-. ¿Sería diferente algo de esto “no te dejaré hacer eso” si tuviera dieciocho años?
-No sé, decime vos –contestó Icaro, fingiendo casualidad-. ¿Tus viejos no me matarían si te llegara a pasar algo y tuvieras dieciocho años?
-Bueno –aceptó Marcos girando lo ojos-. Pero voy a estar embolado nada más caminando por ahí sin hacer otra cosa, esperando a que a mi cerebro se le ocurra mandarme algo.
-Voy a tratar de no tardar mucho –prometió Icaro-. Si quieres te doy algo de plata para que veas algo en la cafetería para que comas una merienda o lo que gustes.
-No digas eso, suenas como mi viejo –protestó Marcos-. No me gusta la idea de jugar online y matar a mi viejo. Y no me gusta que me hables como si fueras mi viejo en general, de paso. Se siente raro.
Icaro se sintió como si le hubieran dado un golpe. El chico tenía razón, y él mismo se había prometo que trataría de no verlo de esa manera.
-¿Pero qué quieres que haga? Mientras me quieras seguir ayudando con esto, soy responsable de vos. Todavía lo sería aunque tuvieras cuarenta años y estuvieras por tu cuenta.
-Qué bonito–pronunció Marcos, mirando por la ventana.
-Sorry –dijo Icaro. A lo mejor su propia intención del inicio había sido una ilusión tan vana como del muchacho al esperar que no fuera así-. Ya te dije que esto no iba a ser como en los programas de televisión. No podemos ir a cualquier lugar apuntando un arma a la gente y haciendo persecuciones por la calle. Yo ni siquiera soy un policía, de modo que todo lo que haga ni siquiera lo puedo compartir con todo un cuerpo. Todo va encima de mí.
Marcos apoyó la cabeza contra el vidrio sin decir palabra. Icaro suspiró.
-¿Entiendes eso? –preguntó, conciliador.
Un adivino tranquilo debía ser un adivino con el que fuera más fácil trabajar, suponía. Sobretodo si este adivino era un típico adolescente que se lamentaba su condición de ser dependiente de sus mayores en cuestiones puntuales.
-Sí, sí, carajo –dijo Marcos con exasperación-. Si no soy boludo, ya sé lo que significa. Sólo deja de hablar como si fuera a hacer una verdadera estupidez a la primera que pueda. No les he dicho a mis viejos de tu vendetta, ¿no? –agregó, reclamando reconocimiento.
Le pareció justo.
-No es una vendetta –dijo Icaro, aunque de por sí estaba imaginando que era una verdadera pérdida de tiempo el andarle aclarando eso y tratando de convencerlo-. Pero sí, tienes razón. Bien, voy a tratar de no hacerlo tanto. Aunque sólo tratar, pero realmente no te puedo garantizar algo así.
Marcos se rascó distraídamente la nuca rasurada.
-Supongo que no a mí en realidad no me queda de otra que aceptarlo, ¿no?
-Creo que así es –concordó el detective, balanceando la cabeza.
-Está bien.
El resto del camino , buscando cambiar el tema, Icaro lo impulsó a hablar sobre los videojuegos online. Pronto estuvieron conversando acerca de sus preferencias de género y parecieron olvidarse de todo el asunto desagradable de que uno quería hacer cosas más allá de las que el otro podía permitir.
La comisaría número 4 se encontraba en una zona poblada cerca del centro. El edificio de un solo piso, blanco con bordes de marrón claro, parecía más semejante al de una casa de familia sencilla que otra cosa. Icaro decidió estacionar el auto debajo del único árbol que había en la vereda para que le sirviera de sombra al vehículo. La entrada con toldo estaba abierta y disponible para cualquier emergencia de los ciudadanos. La especie de canasto que debía servir para contener las bolsas de basura hasta que los empleados responsables de ella se hicieran cargo, ya estaba llena hasta el borde y su estatura sobrepasaba la coronilla de Icaro.
-No sabía que había una sala forense aquí –comentó Marcos, desenganchándose el cinturón que le había pedido utilizara.
-Es algo nuevo –aclaró Icaro, liberando el seguro.
Ambos salieron al ambiente caliente. “Y se supone que seguimos en invierno”, pensó Icaro para sí, dirigiéndose a la entrada. Tras atravesar la puerta de vidrio su cuerpo se erizó ante la presencia de la agradable brisa artificial salida de algún buen aire acondicionado. En las oficinas las personas seguían atentas a sus propios asuntos, enterrados entre papeles y acomodando archivos en los archiveros. No extrañaba en lo absoluto todo el papeleo que implicaba un trabajo oficial como ese. En cambio había una especie de recepción frente a la cual siempre estaba un oficial dispuesto a tomar nota de las denuncias. A fin de poder pasar el tiempo con más comodidad estaba leyendo una novela de bolsillo que marcó con un pedazo de papel arrancado a fin de saber dónde estaba. Afortunadamente era uno que había conocido de sus tiempos que compartían el uniforme.
-Eh, Icaro –dijo el oficial, dejando de lado su lectura. Se estrecharon las manos-. ¿Qué pasa?
-Mariano –Sonrió el detective, acomodándose a su mano amplia-. ¿Cómo andas? ¿Todo bien aquí?
-Como siempre. Lleno de problemas todos los días y llenos de preocupaciones, pero qué se le va a hacer, la verdad. ¿Qué necesitas hoy? –El oficial miró el muchacho a su lado, interrogante, pero todavía no lo bastante para preguntar directamente.
-Quiero hablar con los viejos de forense por un tema. Este es mi sobrino –dijo Icaro, poniendo la mano sobre el hombro del adolescente-. Se llama Marcos y su madre anda ocupada, así que yo soy el único que queda para cuidarlo. Sólo voy a dejarlo por aquí. Espero que no sea ningún problema.
-Ah, claro, no te preocupes. Igual aquí nadie tiene mejores cosas que hacer. ¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?
-No, Mariano, gracias. ¿Tienen todavía aquí la cafetería abierta?
-Obvio. ¿Quién va a venir a trabajar si no?
-Bueno, entonces ¿lo puedes llevar a Marcos? A que tome y coma algo si quiere mientras termino con el asunto.
-Claro, no hay problema –afirmó Mariano, un hombre bastante dócil que ahora le mostraba su lado más agradable. Su lugar era justamente ese, detrás de un escritorio ayudando a las personas de la forma más gentil. No servía para otra cosa que para hacer de policía bueno. Salió de detrás del escritorio y movió una puertecilla de madera para que Marcos pudiera pasar a su lado-. Vamos, te guío hasta ahí. Buena suerte, Icaro.
-Gracias, Mariano –dijo Icaro, dándole una palmada a la espalda al más joven para que se adelantara.
Este le dirigió una mirada insegura antes de tomar el paso.
-No voy a tardar mucho –dijo, metiéndose después él para dirigirse a otro pasillo alargado más a la derecha.
“Va a estar en la cafetería”, se recordó. “En una comisaría llena de policías. No le puede pasar nada malo aquí adentro.” La sala hace poco creada dedicada al lado forense estaba prácticamente unida al otro edificio que estaba justo al lado, antes una heladería y ahora depósito regular de los muertos recientes que las autoridades quisieran examinar o dar una autopsia antes de dejarlo en manos de los familiares. Tras una puerta amarilla doble, adentro encontró a unos hombres hablando encima de alguien todavía dentro de la bolsa negra de plástico reglamentaria. Se puso a buscar en el resto y pronto detectó una cabellera de intenso rojo teñido justo entre ello. La doctora Avilar llegó con una sonrisa y le estrelló su pómulo elevado contra el suyo, tomándole del brazo.
-Hola, Icaro –dijo. Ellos dos no habían compartido mucho durante su tiempo de trabajo juntos, pero de lo poco que sí habían logrado conservar una buena relación. Por no mencionar que, siendo una contacto del viejo y el otro un empleado suyo en el despacho, era como si lo hubieran continuado sin interrupciones desde el momento en que abandonara el cuerpo-. ¿Vienes por lo de la chica, que no?
Chica. Como si estuviera por venirlas a recoger para llevárselas a casas con sus familias.
-Sí, ¿tienes un momento? –dijo, tras tragar-. ¿Y a lo mejor algún lugar para hablar en paz?
-Claro, ven –afirmó la doctora, tomándole el brazo hacia una habitación adyacente a la morgue; la sala de descanso de los forenses, actualmente vacía de cualquier ocupante-. Es una tarde tranquila. Sólo las hemos tenido a ellas, de modo que sólo estamos tres de nosotros.
-Está bien –dijo Icaro, viendo las paredes todavía puras de grafitis, marcas de lapicera o manchas de humedad que recordaba de la cafetería y otros espacios de la comisaria. Aún se veía bonita por ser nueva. Aún no parecía un lugar de verdad donde la gente pudiera estar en paz y tranquilidad sin temor a perturbar el olor a nuevo con su respiración.
Ellos dos se sentaron a una gran mesa circular, la única que había presente, adonde todos los que trabajan en esa sección debían tener que compartir para disfrutar de sus comidas en paz. Ocuparon asientos uno al lado del otro y todavía un espacio considerable entre ellos. Icaro se aclaró la garganta, dándose cuenta de que él debería ser quien dirigiera la conversación. Nunca había hecho un trabajo de investigación que no involucrara a su propia persona buscando la información por medio de fotografías o extrayéndola de materiales físicos contenedores. Casos en los que se ponía a hablar con el sospechoso en busca de una confesión concreta eran bastante extraños y el primero para él, que recordara, desde que se volviera detective.
De no haber sido por Marcos y el guión que se había inventado en el acto (o le habían inventado, francamente ya no le importaba), habría perseguido al sospechoso hasta verlo entrar en contacto con la persona que le pasaba las respuestas y habría tomado fotografías de ello. Rara vez tenía que hablar en serio con la gente. El viejo había sabido cómo hacerlo y no se había molestado en enseñarle.
-Bueno –empezó, sacando su libreta, sintiéndose por un segundo un remedo de reportero-. ¿Qué me puedes contar de las chicas?
-Esto no es nada que no has escuchado en las noticias –dijo la doctora y empezó a enumerar, levantando los dedos por cada punto-. Ella era una jovencita de 17 años sin identificación, celular o absolutamente nada que la identificara. Todavía no hemos podido encontrar a la familia, pero por el estado casi perfecto en que ella estaba, diría que no falta mucho. Digo casi perfecta, porque al estar bocabajo fue su espalda y los miembros los que estuvieron recibiendo toda la potencia del sol y se quemaron. Su rostro no, de modo que es una ventaja para que alguien la reconozca. Un disparo justo en la cabeza fue la causa final de la muerte. Sus ropas estaban en mucho mejor estado que ella. Se las habían lavado a consciencia antes de volver a ponérselas. Obviamente esto no es un análisis profundo de una criminóloga respecto a la psicología del asesino, pero es que era una cosa obvia.
“Ella llena de tierra, con bichos y hormigas caminándole encima, mientras que la remerita celeste que llevaba casi sin nada. Esto también vas a verlo en los diarios amarillistas en su próximo número porque había un imbécil tomando fotos por ahí. Eso me lo contaron a mí. Y… creo que eso sería el resumen de lo que todo mundo ha sabido hasta ahora –Le miró con sus oscuros ojos castaños, arqueando una ceja-. ¿Roberto te dijo todos los otros detalles, no? ¿No te vas a sorprender si te digo que algunas cosas se están guardando apropósito de la prensa?
-Sí, me mantuvo al tanto –mintió Icaro, sintiendo una punzada de culpa. No había sido hasta que fue demasiado tarde que se le ocurrió poner atención a las notas del viejo y a sus investigaciones. Hasta que ya no lo tuvo al lado para guiarlo y siendo un par extra de ojos. Pero no era momento de pensar en ello, de modo que lo dejó de lado por ahora-. Hasta ahora las víctimas han compartido ciertos rasgos especiales. Todas han sido encontradas deshidratadas y desnutridas, casi al borde de morirse nada más por esos dos factores, pero fue una bala lo que las acabó. Llevaban dos marcas que parecen hechas por cuchillo en la espalda que iban desde el hombro hasta la zona de los omoplatos. La falta de color en la piel parece sugerir que estuvieron encerrados en un sitio sin sol durante todo el tiempo que estuvieron desaparecidos. No hay un factor común, incluyendo edad, clase social o género –Rebuscó en su memoria, pero básicamente esas eran todas las características que había encontrado en las carpetas-. A menos que me falte algo, eso sería todo.
-Así es –dijo la doctora, cabeceando-. No podemos hablar con la prensa ni responder preguntas de nadie. Por eso, si alguien te pregunta, vos y yo estamos hablando acerca a qué universidad conviene mandar a mi hija cuando le toque el año que viene. Pongamos que ella también quiere ser policía y vos le estás ayudando con consejos, apuntes, ese tipo de cosas. Con Roberto lo teníamos arreglado así.
-Me parece bien. ¿Hay algo diferente o mejor que pueda decirme sobre esa situación? ¿Sobre la chica?
-Bueno, puede que esto no te sirva de mucho, pero tenía una ropa de buena calidad. No como la mía, que la consigo en Famularo o el Super Vea en un día de descuento bueno. Creo que era de esa marca que usan las chicas de ahora, ¿cómo se llama? Esa en la que la marca es de un montón de chicas cabezonas sin ojos.
Icaro le dijo la que pensó entraba en esa descripción.
-Bueno, esa. A mi hija le hubiera encantado tener algo así, pero nosotros no se lo podemos dar porque hasta por un pañuelo te quieren cobrar lo que te cuesta un nuevo hígado –La doctora se rió como si fuera parte de un chiste familiar que le gustara-. Es imposible. Quien sea que sean los padres, buena plata tenían. Los zapatos también eran buenos, aunque ella sólo tenía uno. Habrá sido que una cabra pasando por ahí se la comió o se la robaron antes de que la familia la encontrara. Ya viste que cualquiera se aprovecha de algo que creen que pueden sacar provecho y si esta está tirada en el camino no les va a importar otra cosa. Realmente no sé. Pero ella tenía incluso los aritos, los anillos, las pulseras… no sé por qué, incluso los accesorios se lo quisieron dejar. Es una lástima, la verdad. Tenía una carita tan linda, pero tan flaca… Parecía un monstruo más que una jovencita que hubiera pasado por un infierno.
Icaro se puso a anotarlo lo más pronto que pudo. El tema de los accesorios no tenía idea de qué utilidad podía servirle, pero lo pondría y esperaría a ver los resultados. La doctora exhaló y se levantó de su asiento. Debía ser una mujer de más allá de los cincuenta años por las arrugas del rostro, pero se mantenía lo bastante activa para moverse con seguridad y confianza por el espacio.
-Me estoy muriendo de sed –anunció-. Voy a servirme algo. ¿Quieres? Tenemos desde agua mineral, agua de la canilla y una gaseosa. Es mía, así que no te preocupes.
-No, muchas gracias –dijo Icaro-. ¿Dónde está el cuerpo ahora?
-Odio cuando le llaman cuerpo –comentó la doctora de mal humor, llenando su vaso con una botella que acababa de abrir. Icaro sintió el frío venir de la heladera de segunda mano que acababa de abrir. Debía ser de segunda mano o alguien se había entretenido pegándole figuritas de los Simpson por toda la superficie, para luego arrancar casi hasta la mitad de la mayoría, dándole una visible capa de polvo viejo en el proceso-. Es como decir adónde está el zapato o adónde quedó el celular. Eso no es una cosa, era una persona. Cierto que ahora no, pero alguna vez lo fue y eso debería ser suficiente para tener una mayor trascendencia que una zapatilla.
-Disculpe. ¿Adónde la llevaron entonces?
-Sigue aquí, preparándose para volver con su familia. Espero que se decidan por cremarla directamente o hacer un ataúd cerrado. Ni el mejor en su oficio podría hacer pasar a esa chiquita como otra cosa que como una muerta. Y si llega a hacerlo va a ser más relleno que otra cosa. ¿Quieres verla?
Icaro alzó la vista. Nunca había visto a una persona antes más que en fotografías o películas documentales. No sabía si realmente hacía una enorme diferencia entre la imagen visual y la presencia real y material, pero tampoco esperaba confirmarla en esa breve entrevista.
-Ah… -dijo desorientado.
-Sólo te lo ofrecía por si querías confirmar algo. Roberto quería verlo todo por sus propios ojos, pero en realidad ya no hay nada más que pueda decirte. ¿Has visto los números que se guardan, no?
-Sí –confirmó el detective.
-Ni siquiera nos dicen por qué. Una amiga mía no hizo más que comentarle acerca de la pérdida de una familia pobre rural en el campo. El reportero con el que lo hizo quería hacer una nota periodística con palabras de la familia, pero su editor no le dejó publicarlo y a él lo despidieron.
-Si eso pasó no le costaría nada publicarlo por internet –comentó Icaro-. Sobretodo si lo dejaron sin trabajo.
-Pero tampoco lo vas a encontrar en Internet. Te apuesto lo que quieras a que podrías buscar en Google todo lo que quieras y todavía no lo encontrarías nunca. Supongo que le habrán dado alguna comisión para mantener el silencio y quizá un nuevo contrato para seguir así a condición de algo peor. No me sorprendería para nada algo así. Ya lo he oído antes.
El detective asintió. Él también lo había oído y visto con sus propios ojos. Era sencillamente la manera en que las cosas funcionaban y buscar detenerlo equivalía a querer detener el calentamiento global con una mano.
-Todos lo hemos oído antes –concordó.
-Roberto no se merecía algo así –dijo de pronto la señora, dándole vueltas al vaso en sus manos-. Ninguno se lo merecía, eso es obvio, pero la impresión de tener que verlo aquí…
Icaro se cuidó de no decir nada. Era estúpido, ahora que se daba cuenta, pero en realidad nunca se había puesto a considerar que el cuerpo otrora lleno de Roberto había tenido que acostarse en una de esas camas metálicas y almacenado dentro de uno de los compartimientos, metido en una de las bolsas como un traje rentado listo para ser devuelto. El servicio había sido a ataúd cerrado. Marta le comentó que a nadie le gustaría verlo como estaba.
Y la mujer enfrente de él había tenido sus manos dentro. Apartó el pensamiento, que consideraba morboso y deprimente.
-Al menos ya no está sufriendo –dijo y se irguió en el asiento-. Por eso necesito que cualquier pequeña cosa nueva que veas me la digas –empezó el tuteo de forma natural. Ella lo había tuteado primero-. Necesito averiguar quién está haciendo esta mierda.
-Lo sé. Dios quiera que lo consigas –La doctora miró a la cruz de madera sujeta a la pared opuesto e hizo un rápido gesto de santiguarse, besándose el nudillo al final-. Dios quiera que lo consigas. ¿Te das cuenta de que hasta que no lo vi a Roberto en esas condiciones ni siquiera se me había ocurrido que yo podría ser la próxima? Hasta entonces todos habían sido relativamente jóvenes. Pero con este ha demostrado que le da igual. No le importa mientras le sigue entreteniendo dentro de esa enfermedad que tiene.
-Podría haber sido porque averiguó que el viejo lo investigaba –dijo Icaro, buscando tranquilizarla pero también deseando comentar sus propias ideas al respecto-. A lo mejor no le gustaba que alguien hubiera haciendo preguntas y tuvo que cortar la situación de raíz. A lo mejor el viejo se acercó más de la cuenta.
-Por favor, no digas cosas así –dijo la doctora, mirándole con reproche. Con una expresión así no podría haber quedado más claro quién era la persona mayor y quién el joven en la sala-. ¿Y si luego se le ocurre ir a buscarte a vos?
-Me parece bien –respondió Icaro, moviendo el brazo de modo que sintiera el peso del acero contra su piel a través de la tela-. Me haría todavía más sencillo el tener su identidad y encargarme de él.
La doctora chasqueó la lengua.
-¿Pero en qué estupideces andas pensando vos? ¿No te das cuenta de que nada de esto es chiste? Si él realmente te quiere encontrar porque andas siguiendo el trabajo de Roberto no va a ser un concurso de a ver quién es el más macho, el más gallito, sino de a ver quién sobrevive a quién. ¿Y vos cómo esperas tener alguna posibilidad cuando ni siquiera sabes quién es pero él no va a tener inconveniente en averiguar quién sos vos?
Icaro se pasó la mano por el cabello.
-Tienes razón –reconoció, casi tapándose la boca, avergonzado-. Mierda. No me hagas caso. Ya ni siquiera sé lo que digo.
-Bien obvio que no tienes ni idea de lo que implica lo que andas soltando tan pancho. Icaro, yo no soy tu madre –Pero le estaba hablando como una, notó Icaro. ¿Era así como se sentía Marcos con él? No podía culparlo por mostrarse irritado al respecto-, pero te lo pido, por favor, no hagas alguna pendejada sólo porque te crees con suerte ese día. Vos no sabes lo que le hace a las personas que las lleva. Habrás leído el trabajo de Roberto, te lo imaginarás, pero no lo sabes. Así que bajale un poco a la fachada de héroe valiente y empieza a usar la cabeza, que para algo te debe servir ahí arriba.
-Eso intento –replicó Icaro-. Por eso he venido a hablar contigo, por eso ando llamando a sus viejos contactos, por eso… -Casi dijo “por eso me he traído a su adivino personal”, pero eso habría un desatino y lo reprimió a tiempo-. Estoy haciendo todo lo que puedo para acercarme lo más que pueda. Pero si ese loco de mierda quiere venir antes, yo no pienso quedarme de los brazos cruzados y dejarlo dirigirme en la dirección que quiera. Lo que tenga que pasar, pasará, y de una forma o de otra no voy a dejar que ese puto siga haciendo lo que se le cante el culo. Es mi trabajo hacerlo.
-No te digo cuál es tu trabajo –La doctora negó con la cabeza, agitando las puntas de su cabello lacio-. Sólo te digo…
-Que tenga cuidado –completó Icaro, incapaz de no recordar a Marta.
-Y no seas idiota –agregó la doctora-. Pero claro, ¿yo qué derecho tengo para decirte nada? Vos tienes tus obligaciones y yo tengo las mías. Si con las tuyas consigues que se sepa quién es ese demente no pienso ser yo la que se queje.
-Y necesito ayuda –afirmó Icaro, mirándola a los ojos y luego al celular, que había sacado-. Si tienes alguna información nueva, hace el favor de llamarme, ¿sí? Yo estoy haciendo lo que puedo pero… cuatro ojos son mejor que dos.
Era lo único que podía hacer para no sentirse tan inútil e improductivo. Para no sentir que todo el viaje hasta la comisaría y luego la zona forense no había sido más que una gigantesca pérdida de tiempo. Después de agendar a la doctora y comprometerse de contactar el uno al otro en caso de alguna novedad relevante. Icaro se despidió de forma mecánica de la señora, pero la situación ya se le estaba presentando de un tono demasiado oscuro para mantener el optimismo tan alto como debería. Gracias al viejo tenía una idea más clara de lo que podría haber tenido por su cuenta revisando los diarios, pero ¿de qué seguía sirviéndole eso sin que le pintara en lo absoluto una claridad respecto a un tipo de persona específica? Él no era un psicólogo criminal, no podía imaginar cómo funcionaba la mente de un enfermo que creía que de alguna manera lo que hacía era de utilidad para nadie. No había recibido los estudios necesarios para tener semejante nivel de comprensión.
Lo único que tenía claro era que ese tipo hacía daño indiscriminadamente y a gente que no lo más probable nunca lo hubiera conocido en vida. No podía asegurar que en serio el tipo se enterara de los avances del viejo, de ahí que decidiera acabar con su vida. Podía ser sólo que el viejo estaba cerca física y materialmente del asesino una noche en la que de pronto se le entró un poderoso antojo de poner en práctica el extremo de su psicopatía. El lugar correcto en el peor momento posible.
O era de verdad un genio maligno y de alguna manera supo que un detective, policía retirado, había tomado compasión por las familias destrozadas y decidido que podía descubrirlo para el bien común. Para lo cual la venganza se alargó a lo largo de un mes entero hasta que finalmente el loco de mierda decidió que ya era suficiente y sacó el arma para apretar el maldito gatillo.
No podía estar seguro sobre ninguno de los dos y ambas posibilidades planteaban muy diferentes temores a tomar en cuenta que podría hacerle dudar respecto a sus convicciones sobre la resolución del caso. En todo caso, cualquier deseo que tuviera sobre tener un final feliz, tranquilo y pacífico, si alguna vez en serio había concebido alguno, parecía haber acabado completamente después de su conversación con la doctora.
Icaro salió sintiéndose un adelantado fracasado, pero tratando de poner una cara neutra. Todavía tenía verdadero trabajo al cual dedicarse y tenía que recoger a su asistente/adivino personal/compañero de la cafetería. La cafetería era apenas un poco más grande que la disponible para las personas que trabajan en forenses, pero todavía nada más que lo justo para tres mesas grandes, una mesa larga adonde se apoyaba la cafetera, un microondas y un par de montañitas hechas de vasos de tergopol listos para ser utilizados.
La máquina expendedora que ya estaba la última vez que él pasó por ahí se veía un poco más desgastada que entonces. Una fea abolladura cerca del hueco por el que las personas sacaban las bebidas que hubieran seleccionado parecía sugerir que algún cliente insatisfecho había tratado de obtener con su pie lo que no pudo utilizando la sola paciencia para llamar a un técnico.
Había pocas personas presentes charlando entre sí. Casi todas tenían los uniformes azules puestos, pero entre ellos desentonada una mujer vestida en colores pasteles y camisa suelta con diseño de flores coloridas. Tenía una elegante mata de cabello canoso arreglado hacia atrás gracias por un broche de plástico pintado para ser de metal, cubierto de piedras semi preciosas falsas. Hablaba con un oficial que tenía una medialuna entre las manos y un vaso lleno de café todavía humeante, pero lo hacía con la cabeza dirigida hacia su general dirección y no porque lo viera realmente. Los ojos blancos parecían perpetuamente dirigidos hacia el techo o hacia la coronilla del oficial cuando ella sólo se estaba acercando para oír mejor algo que ya le había dicho.
No daba la impresión de estar pasando por una situación angustiosa que hiciera falta la ayuda oficial ni que estuviera esperando la conclusión de algunos trámites importantes. Era como si sencillamente estuviera ahí teniendo una conversación, quizá visitando a su hijo. De pronto alguien le tomó del brazo. Había estado tan concentrado viendo a la señora que cuando ante el contacto, Icaro dio un respingo instintivamente.
Sólo era Marcos, con una gaseosa en la mano.
-¿Terminaste? –preguntó el jovencito.
Algo en él le pareció ansioso por irse.
-¿Pasó algo? –inquirió.
-No, para nada –respondió con presteza el chico-. Es que estoy embolado, no tengo nada que hacer aquí y encima está haciendo calor.
Icaro percibía que el aire acondicionado no llegaba a la cafetería con la misma potencia con la que llenaba la recepción y la sala de oficinas, pero no tan poco que él podría sentir un calor sofocante que le exigiera irse. Icaro revisó la hora en su muñeca. La parte de embolado sí podía creer; había pasado veinte minutos dándole vueltas a la conversación con la doctora sin llegar a ningún lado pertinente al caso.
-Sí, está bien –dijo-. Vámonos.
-Chau, Icaro –dijo Mariano, el eterno policía bueno, en cuando pasaron en frente del escritorio de la recepción-. ¿Has conseguido lo que necesitabas?
-Sí, gracias, Mariano –respondió Icaro dándole una sonrisa automática.
Pero el hombre no había acabado de hablarle.
-Andabas hablando con los forenses, ¿no? ¿No te han molestado mucho?
Icaro lo miró. Mariano sudaba un poco entre su mata de cabello negro.
-No, sólo necesitaba una charla –Marcos se cruzó de brazos. Ni siquiera prestaba atención al oficial-. No ha habido ningún problema. A lo mejor tengo que volver por algo más tarde, en otro momento.
-Bien, siempre sos bienvenido –afirmó Mariano, palmeándole el hombro.
-Gracias. Bueno, ya nos tenemos que ir yendo –respondió Icaro. Le dio un gesto de saludo antes de volverse a la salida.
El golpe de calor repentino le hizo entrecerrar los ojos. Adentro del auto el ambiente estaba tan calcinado que tuvieron que vivir en un puro sauna mientras mantenían todas las ventanas abiertas, esperando que se despejaran antes de poder encender el aire acondicionado.
-¿Qué tal te ha ido? –preguntó Marcos.
-Nada nuevo –reconoció Icaro, preguntándose cuánto podía decirle realmente. Al final decidió que no perdía nada contándole lo más posible. Trabajaban juntos-. Era una jovencita que venía de una buena familia. Podría asumir que la secuestró en algún lugar apartado, pero ahora todos los boliches son así. Mientras más alejados los sitios menos se tienen que preocupar los dueños de cosas como el volumen y de recibir denuncias con la policía. Pueden armar la fiesta tan grande como quieran y cuando los chicos salen pueden ir adonde sea que quieran. Los padres se quedan esperando en casa así que no hay nadie que los controle. El enfermo aquel podría simplemente esperar afuera de uno, hacerle creer que un remis y llevársela adonde quisiera. No sería la primera vez que pasa algo así –Se frotó la sien. Finalmente el ambiente era lo bastante aireado para poner el aire acondicionado. Volvió a subir las ventanas, también del lado de Marcos-. ¿Y vos qué? Me imagino ya la respuesta, pero ¿viste algo útil mientras estabas allá?
-No, en realidad no –Marcos abrió el espejo arriba del auto cerca del techo y se revisó la altura del mohicano-. ¿La viste a la vieja que estaba ahí? ¿La misma que estaba vestida de vieja?
-Eso no era ropa de vieja–replicó Icaro, sin saber por qué se molestaba en reclamar por eso. Quizá se estaba volviendo un movimiento instintivo con el muchacho. De ser así debería controlarlo mejor-. Sí, la he visto. Creí que sería la madre de alguien o qué sé yo. ¿Qué tiene?
-Está para ser adivina en un caso de desaparición –explicó Marcos-. Vos no sos el único que anda recurriendo a lo sobrenatural a fuerza de pura desesperación. Y encima la vienen contratando desde hace rato. Y le pagan muy bien. Se ha ganado una casa de tres pisos con lo que le han dado por su trabajo de adivinadora –dijo con un énfasis intencionado.
-Bueno, me alegro por ella –le desanimó Icaro prontamente-. ¿Y vos cómo sabes eso? ¿Lo viste o te lo dijo?
-Me lo dijo. Después de querer leerme la mano.
-Pero ¿una adivina ciega? ¿En serio? ¿Cómo es eso? ¿No se supone que la gracia de una adivina es ver el futuro? ¿Cómo va a ver el futuro ni siquiera puede ver el presente? No lo entiendo.
-Ya te he dicho que, por lo menos en mi caso, no siempre se trata de ver. A veces veo, huelo o siento algo que ya me parece haber olido, sentido o visto algo antes. Con ella es algo parecido. Siente cosas en lugar de verlas y así puede ayudar a las víctimas.
-¿Y funciona? ¿O es la tipa que se inventa lo primero que se le ocurre y ellos son los tontos por tomárselo en serio?
Marcos le miró con una sonrisa burlona que parecía decir “mira quién está hablando.”
-Cierra la boca, boludo –replicó Icaro, canalizando su viejo interior, aunque se le escapó una mueca divertida. La verdad, hasta él podía apreciar la ironía de la situación-. Te pregunto en serio. ¿Qué te pareció a vos?
-Nada extraño. Si es de verdad una estafadora tengo que quitarme el sombrero ante ella. En el trabajo, cuando no me llegan las palabras directamente y me escucho diciendo exactamente qué decir, me lo tengo que inventar todo y a veces no se me ocurre nada, así que estoy siguiendo el guión que nos dan cada día. “El amor te espera en cada esquina”, “hay un nuevo ascenso en tu camino”, “mantente atenta con el verde y tendrás un nuevo aumento en tus posesiones materiales”, ese tipo de cosas que todo mundo quiere escuchar. No voy a andar mintiendo que soy un inocentito que no sabe mentir, pero si me piden inventar toda una historia para el futuro de la nada me quedo en blanco.
Icaro no se sorprendió de que no le costara demasiado creerle. Si ese era su caso, no podía acusar realmente a la policía de ingenua. Pero la conversación puso de manifiesto que ni siquiera su plan sobre arrojar su adivino al mundo y esperar tener algún resultado, cualquiera que pudiera dirigirle hacia un lugar específico, había tenido el mismo resultado por su intento de obtener noticias.
Una completa pérdida de tiempo.
-Che, te quiero preguntar algo –dijo Marcos.
Icaro lo miró de costado.
-Claro, dilo sin más.
Marcos se tomó unos segundos para pronunciar la duda que le carcomía.
-¿Por qué crees que veo las cosas que veo? Asumamos que vos ya estás harto de pretender que no crees en nada de esto, que lo crees, lo tienes asumido y entonces entiendes que de verdad veo el futuro. Bueno, ¿vos por qué crees que eso pueda ser? Yo cuando chiquito creía que era un síntoma de algo desconectándose o conectándose donde no debía en mi cerebro. Esperaba tener una convulsión en cualquier momento, ¿sabes? Algo así he visto en Wikipedia que podría pasar. Pero no pasó, pero seguía viendo y a veces me servía, así que para qué preguntar nada si de todos modos no lo podía controlar, ¿no? Pero en fin. Decime qué piensas.
-Ah, eso. ¿Si te digo la verdad? Nunca sé por qué pasa nada. No sé por qué el viejo tuvo que morir. No sé por qué ese loco de mierda tuvo que nacer y hacer las cosas horribles que hace. No sé por qué nos tuvimos que conocer. Y no sé por qué vos has tenido que has tenido con ese asunto tuyo del futuro.
-Aja. Muy lindo. ¿Pero?
-No hay pero –afirmó el detective-. O no en el sentido que vos andas buscando que te diga. No creo que las cosas pasen por una razón. Pero las cosas pasan y nosotros no podemos hacer otra cosa que utilizarlo de la mejor manera que nos sea posible, ¿no? De modo que, respecto a tu pregunta y lo que quieres saber, te diría que sólo usaras lo que tienes como mejor te parezca. Yo sé que no sos ningún pendejo idiota así que… sí. Sólo inténtalo y con un poco de suerte algo bueno saldrá de todo esto.

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