Capítulo 5
En la mañana se puso a buscar en los diarios digitales por cualquier
novedad acerca del Fronterizo. Era una costumbre que había agarrado
desde que el viejo desapareciera por primera vez y estaba dispuesto a
reconocer que no había nada para él, cuando vio en una nota de su última
selección una nota periodística con la fotografía de una calle en los
límites de la ciudad con direcciones hacia la Banda, Tucumán y Córdoba.
Era todo lo que se veía, pero la gente que ya había estado
familiarizándose con el caso era suficiente con eso y la lectura de ese
ominoso título: “Se descubren a una joven en la carretera.”
Abajo, como si de verdad hiciera falta más para las personas que recién
se enteraban, la bajada de la fotografía aclaraba que se sospecha que
podía ser del mismo asesino serial que había estado en activo desde
principios de años. Leyó unas cuantas veces antes el artículo desde el
principio hasta el final, recolectando las palabras de las autoridades
que aparecieron en escena luego de que una familia de vuelta del
casamiento de unos parientes se encontraba con el terrible espectáculo.
No tuvieron inconveniente en aclarar que a primera vista se trataba
de una clara víctima más, viniendo a engrosar una de por sí vergonzosa
lista. La familia declaró que había pensado que se trataba de alguien
que se había emborrachado y perdido de alguna finca rural de por la
zona, pero al acercarse para ver si no se habría desmayado a causa de la
insolación (en cuyo caso, estaban dispuestos a ayudar con el agua que
tenían), descubrieron que no respiraba y no reaccionaba sin importar
cuántas veces trataran de llamarle la atención. Sólo verla había sido
una experiencia terrible para los más jóvenes entre ellos, pero peor fue
quedarse bajo el sol descubierto sólo esperando que alguien atendiera
al otro de la línea.
Luego tuvieron que pasar una hora hasta que los autos oficiales
aparecieron en la distancia. Había sido una experiencia horrible, según
el padre, y no podía entender cómo podía existir gente que se sintiera
impulsada a hacerle algo así a otra persona. Una persona tan joven, por
si fuera poco. Increíble.
Icaro trató de imaginarse qué clase de fin de semana largo sería ese
para los hijos. Volviendo de una boda que a lo mejor había sido un
aburrimiento total desde el inicio o una distracción dulce de la escuela
a la cual eventualmente tendrían que volver, hablando entre ellos,
riéndose de sus chistes privados, comentando los eventos, para
encontrarse a esa figura sólo tirada a un costado. Podían haberla
confundido con una cabra muerta a la distancia, pero a medida que se
acercaban verían el color de la ropa, el cabello sobre la cabeza y, nada
más porque eran buenas personas, hubo que detenerse para ver si podían
hacer uso de esa delicadeza humana de no bajar la cabeza ante la miseria
ajena.
Ver a una persona o dos por esos lugares caminando hacia sus propias
destinaciones no tenía nada de especial y generalmente sólo eran
decoración extra agregada al paisaje, pero a alguien que claramente sólo
estaba para rostizarse debajo del sol (el artículos insinuaba vagamente
que el cuerpo incluso había llegado a sufrir algunas quemaduras,
significando que había pasado más que un tiempo considerable en ese
sitio, esperando ser descubierto igual que sus compañeros, por el poder
de la pura casualidad) no pudieron hacerle ojos sordos y de pronto se
veían entrevistados por reporteros que querían saber todas las
novedades, mientras a espaldas de todos alguien cuya profesión consistía
en ello se dedicaba a levantar del suelo aquel despojo.
“No tenemos duda de que se trata del mismo”, decía un tal oficial Tragan que asistió a la escena.
¿Lo habría dicho tan tranquilamente de no ser una familia quien lo
revelara? ¿O quedaría sellado bajo bolsillos bien rellenos como a tantos
otros? De todos modos, él mismo debía empezar a movilizarse. Era la
primera vez que estaba tan cerca de un caso fresco y debía agarrarse de
él tan pronto pudiera. Cuando el cuerpo del viejo fue encontrado, no se
había visto nada especial que no hubiera podido leer en esos notas
dentro de las carpetas. Claramente no había posibilidad de engañarse
respecto a quién había sido el autor de la muerte.
Todas las señales estaban ahí, habiendo convertido lo que en vida
fuera un hombre ancho pero sano como un caballo, en el monstruo de los
ojos en las manos en El laberinto del fauno. El disparo en la cabeza
estaba ahí, dándole el más mínimo de los consuelos. Le confirmaron que
esa había sido la causa de la muerte y no la hambruna. Al menos habría
sido rápido y efectivo. Sin dolor.
Pero siempre existía la esperanza de que en algún lado la jodiera. No
eran CSI, no tenían laboratorios elegantes y brillantes de puro azul
tecnológico esperando a resolverles el caso con un solo cabello
encontrado entre los cuerpos, no sin unos días de espera al menos, pero
de todos modos el hecho de que este pudiera ser, finalmente, aquel en el
que se empezara a notar el descuido en el paranoico cuidado sobre
aquella antigua ley de los criminales acerca de no dejar pistas en las
víctimas, suficiente incentivo para que se decidiera a aparecerse por
ahí en busca de ellos. Si siquiera una parte de lo que el viejo creía
era verdad, los profesionales no iban a hablar con cualquiera.
Podrían haberles pedido que se callaran a menos que recibieran el
correspondiente incentivo para hacerlo. Y si además se guiaba según las
conversaciones escritas a memoria dentro de las libretas más pequeñas,
las que usaba a modo de diario, no era el único de esa opinión.
Esperó hasta que fuera una hora más prudente para asumir que los
contactos del viejo ya estarían despiertos y disponibles para recibir
una llamada (después de que hubieran cumplido con una parte de su
trabajo, quizá más eficientemente que en otras ocasiones), y cuando las
realizó quedó claro que por lo menos un puñado estaban encantados de
hablar con él, ya fuera porque le conocían de cuando él mismo formaba
parte de la policía o porque habían escuchado de él de boca del viejo,
al cual por supuesto les encantaría ayudar como pudieran y él bien podía
servir de sustituto para la causa.
Pero, como podía imaginar fácilmente, no podían hablarlo todo por el
teléfono, esa no era manera de ser profesional. Le atenderían sólo si se
presentaba en persona ante ellos y les ahorraba la batería a sus
celulares. Sólo un número no pudo contactar directamente y ese se
trataba de un químico de alguna universidad venido de Buenos Aires,
dedicado, según las notas, a examinar posibilidades de envenenamiento
como causa de muerte. A saber por qué el viejo habría necesitado de
esos.
Más tarde todavía, en un momento en el que calculaba sería después del almuerzo, llamó a la casa de la última ayuda.
-¿Don Augusto? –dijo en cuando escuchó la voz masculina-. Buenos días. ¿Cómo anda?
-Qué haces, Icaro. Bien, todo bien aquí. ¿Dices que quieres hablar con
Marcos? ¿Lo necesitas para descubrir otro fraude fuera de aquí?
Así que el muchacho se los había contado, a pesar de que en los
diarios no existía la menor mención acerca de él y mucho menos el
muchacho adivino entre sus palabras. Por lo que a la opinión pública
respectaba, había sido un trabajo en conjunto con el productor ejecutivo
y su propio ingenio para llevar al joven impostor ante la justicia.
-No, no, para nada. De hecho sólo quiero llevarlo a la estación de
policía para que pueda ve qué hacer con un sospechoso de un robo
–mintió, haciendo una mueca que esperaba no se trasladara a su voz.
Sabía exactamente por qué simplemente no podía ir a decirles a los
padres que quería que su hijo les ayudara a descubrir la identidad y
consecuentemente atrapar a un demente violento cuyos aciertos en el
oficio del matar, incluso sólo los que conocían los diarios, eran
alarmantes; ningún padre responsable iba a dar su autorización a tal
tarea, sin importar qué tanta saliva se gastara hablando acerca de cómo
en realidad el chico nunca iba a estar en el camino del peligro, que
sólo estaba ahí para poner esa mirada perdida de los ojos y quizá alguna
ayuda pronunciando las palabras correctas.
Sabía que él nunca lo haría. Un robo era mucho menos perturbador para
los nervios paternos. Así y todo, no le gustaba en lo absoluto mentir
ante gente que no había hecho más que presentarle sus buenas
intenciones.
Una parte de él recordó a cuando era niño todavía y preguntaba a sus
madres si sus amigos podían salir a jugar. Todavía se trataba de un
jovencito menor de edad, se recordaba.
-¿De robo, dices? –preguntó don Augusto-. ¿Va a tener que hablar con él?
-No, en lo absoluto. La idea es que Marcos se quede detrás del vidrio y sirva como una especie de detector de mentiras.
-Mira vos. ¿Así que de verdad te ha convencido de todo el tema?
–preguntó el hombre, curioso-. Yo la verdad siempre he creído un poco en
esas cosas. Si existen tantas personas que creen en ello y que
prácticamente dan la vida por ello, por algo será, ¿no? Pero no pretendo
entenderlo del todo tampoco. Porque has visto que él tampoco es
infalible, así que por supuesto queda lugar para la duda.
-Claro, claro –dijo Icaro, entendiendo exactamente a lo que se refería.
Aunque en su caso no fuera en realidad lo mismo. El chico no había
hecho más que probar ser infalible, al menos en los temas que le
respectaban de momento. El espacio para la duda lógica se estaba
convirtiendo en una caja de fósforos a este paso y no tenía idea de si
le gustaba o no.
Pero el hombre no había terminado de hablar.
-A mi mujer nada de esto le hace gracia –dijo Augusto, tras un
suspiro-. Ayer le dije que esto era porque vos confiabas en él, porque
vos creías que podía ser de alguna ayuda, pero no quiere que el chico
esté en ninguna situación donde algún criminal se vuelva loco y le
quiera hacer algo. Yo tampoco, por supuesto. Pero prefiero creer que si
está por lo menos esa posibilidad a la vista, ninguno de los dos sería
tan idiota para permitirlo. Yo sé que mi hijo no es ningún imbécil.
“Hijo único”, se recordó Icaro.
-Por supuesto, don Augusto. Ni parte de él ni mía sería posible, se puede quedar tranquilo.
-Hablando de Roma –dijo Augusto-. Mi mujer le quiere hablarle. Aquí se lo paso con ella.
-Está bien –respondió Icaro, pero nadie lo oyó porque el aparato ya
estaba pasando de manos y, tras un crujido de naturaleza desconocida, la
voz de una mujer empezó a oírse.
-Hola, ¿detective Stefanes?
Eso estaba tardando más de lo que esperaba, pero Icaro siguió hablando con cordialidad.
-Buenos días, señora. ¿Cómo anda?
-Bien, gracias. ¿Y usted? Escuche –dijo, sin esperar respuesta-, no
sé si usted se ha enterado pero mi hijo es un menor de edad y no pude
llevárselo afuera de la provincia cada vez que se le de la gana.
-Desde luego que no, seño…
-Y tampoco me gusta que ande llamando a casa para poder llevárselo
otra vez. Mi marido dice que ha visto su placa, pero yo no y no me
siento cómoda de este modo.
-Lo entiendo perfectamente. Si quiere voy yo ahora y me presento como se
debe. Fue una desconsideración no haberla puesto al tanto de inmediato,
pero en esas circunstancia en particular el tiempo apretaba. Después de
ese día ya iba a ser más difícil que ayudara su hijo siendo que iban a
tener la transmisión en otro set en Buenos Aires. Así que era esa tarde o
en ningún otro momento.
-¿Y no podría haberlo resuelto sin él? ¿Era de verdad necesario que se lo lleve con usted?
Por un momento Icaro se frotó el mentón con resignación. ¿Qué más daba admitirlo de una vez?
-Le digo la verdad, señora, no podría haber hecho nada sin él –dijo,
sinceramente-. No tengo ni idea de cómo lo hace y no pretendo
entenderlo, pero lo hace y me alegro mucho porque no es cualquier cosa
detener a un criminal antes de que pueda causar más daño. Quisiera poder
aprovechar esta suerte, habilidad, como quiera llamarlo, mientras pueda
y ver si es posible tener los mismos resultados para otros casos, pero
usted dirá. Por mi parte, le garantizo, le garantizo que nada malo le va
a pasar a su hijo como resultado de su colaboración conmigo. Se lo
prometí a su marido ese día, se lo dije a su hijo y ahora se lo digo a
usted. De ningún modo permitiría que eso pase.
Hubo un momento de silencio mientras la mujer sopesaba sus palabras. Icaro la dejó hacerlo sin interrupciones.
-Entiendo –dijo la mujer lentamente, como si se estuviera rindiendo
pero sin la voluntad de hacerlo abiertamente-. Pero ¿para qué estaba
llamando ahora?
-Bueno, como le decía a su marido, señora, la idea es llevar a Marcos
ante un criminal al que se le acusa de cometer un robo y que, desde
detrás de un vidrio, pueda decirme cuándo está mintiendo y cuándo no. El
criminal en cuestión ni siquiera sabría que está ahí y nadie más que yo
estaría con Marcos. Él sólo tiene que decirme lo que le parece su
declaración y, con suerte, seremos capaces de usar eso en su contra. Fue
de esa manera en que manejamos el fraude el otro día y usted ya ha
visto los resultados.
-Pero ¿por qué? Es que no entiendo qué utilidad puede servirle un jovencito que dice ver el futuro.
El extra implícito en esa frase era “¿no es ese su trabajo? ¿se da
cuenta de que le está mandando a hacer su trabajo por usted a mi hijo?”
-Puede que ninguna –reconoció-. Le soy honesto, señora, no sé qué tan
útil o no pueda ser Marcos. Puede que nada. Pero si llega a serlo nos
ahorraría un tiempo valioso que podríamos usar para resolver otros
casos. Gracias a él sólo bastó una tarde la otra vez. Cada minuto
cuenta.
Otro momento de consideración. Icaro no miró la hora en su reloj de
muñeca, pero calculaba que ya llevaba por lo menos diez minutos al
teléfono.
-¿Y en serio me puede prometer que Marcos no va a tener que tratar
con ningún criminal cara a cada? ¿Sólo va para ver detrás de un vidrio?
Con esa ya sería la tercera vez que se lo prometía, pero Icaro entendía que era necesario.
-Sí, señora, para ver y nada más. Detrás del vidrio. Ni siquiera el criminal se va a dar cuenta de que está ahí.
-Bueno… -dijo la señora. Por un momento sonó como si su atención
estuviera dividida y su agarre sobre el teléfono se hiciera más débil a
medida que la última entonación de esa palabra bajaba el volumen-.
Disculpe. Mi hijo aquí no deja de insistirme en que lo deje ir y que
apure la conversación. Aparentemente no entiende que él no puede irse
por ahí con gente que sus padres no conocen, no importa que ya no siga
siendo un niñito. Sencillamente no puede y tiene que aceptarlo.
Icaro no pudo contenerse una sonrisa. Por la razón que fuera, al
muchacho de verdad quería participar de los casos, incluso sin saber
cuáles eran. Tendría que preguntarle exactamente cuál era su motivación
en el asunto en cuanto estuvieran juntos y a solas.
-Por supuesto, señora –concordó y estuvo a punto de prometer de nuevo
que de ninguna manera iba a permitir que el muchacho saliera
perjudicado, pero en su lugar agregó-. ¿Entonces cómo lo prefiere? ¿Voy a
su casa y usted puede ver la identificación por sí misma?
-Sí, va a ser lo mejor –aceptó por fin la señora-. Aquí lo estaremos esperando. Nos vemos.
-Nos vemos –dijo Icaro.
Pero ya le habían colgado.
–
La señora Velázquez casi no se parecía en nada a su hijo. Icaro no lo
había notado ese primer fin de semana, pero Marcos era más bien la viva
figura de su padre. A pesar de que la genética decía que Marcos debería
haber heredado el negro puro en el cabello paterno, Marcos se había
quedado con el tono castaño de su madre a la vez que le copiaba los ojos
y, si la miraba durante el suficiente tiempo, se daba cuenta, la forma
de la boca. Los restos de los rasgos propios de la señora componían el
rostro de alguien que podía ser muy agradable en circunstancias
normales, pero sabía mantenerse cordial y distante cuando la situación
lo requiriera. Situaciones como la presente.
Cuando le hizo pasar al interior, el beso que le dio en la mejilla se
sintió formal. El apretó de manos del padre, por otro lado, se sintió
seguro y confiado.
-Hola, Icaro, ¿cómo andas? –dijo el hombre, sonriendo.
Marcos estaba apoyado en la pared al lado de un sofá. Al verlo le
sonrió y dio un ligero cabeceo de cabeza a modo de saludo, tras lo cual
se encogió de hombros omo si no hubiera nada que nadie pudiera hacer
para evitar semejante conversación. Icaro le devolvió el gesto con uno
igual disimulado. Era así como las cosas tenían que hacerse si querían
que se hicieran en absoluto. Volvieron a sentarse, esta vez la familia
entera, en la sala mientras al frente quedaba al detective, como un
testigo presentándose ante el tribunal. Esperaba sólo quedarse en
testigo y no pasar a ser el acusado.
-A ver, déjeme ver –dijo la señora Velázquez con seguridad. Icaro,
obediente, sacó su billetera y le extendió su placa, mostrándole su
tarjeta de documento. La señora los sostuvo a ambos en sus manos-.
¿Flores? ¿Es el despacho adonde trabaja?
-Sí, señora, aunque ahí trabajamos prácticamente cada uno por su lado.
Conmigo en total somos cuatro detectives en la nómina. Teníamos una
pequeña oficina en el centro al frente de la Plaza Libertad, pero a los
pocos meses nos dimos cuenta de que a todos se nos hacía más cómodo
trabajar desde nuestras casas y usar la oficina nada más para almacenar
los archivos.
Excepto por el viejo, que incluso eso se lo tenía que llevar a casa o no se estaba contento.
La señora Velázquez asintió y le devolvió su documentación. Sacó el
teléfono de un bolsillo en la camisa de jean que llevaba puesta y
desbloqueó la pantalla.
-¿Cuál es su número? Dígame así ya no tengo agendado por si pasa cualquier problema.
-Mamá, yo voy a estar llevando el celular –le dijo su hijo.
-Sí, por eso no creí que hiciera falta –agregó el padre.
La mujer hizo un gesto menospreciando ambos argumentos sin despegar
la vista de la pantalla. Los lentes de sus anteojos mostraban la línea
verde antireflejante al dar contra la luz.
-No importa, yo lo quiero tener. Nunca se sabe. A ver, dígame.
Icaro, sin el menor deseo de protestar, se lo dictó lentamente uno
por uno y esperó a que la mujer lo hubiera guardado de forma apropiada.
Esta volvió a poner en negro el celular y se lo guardó, mirándole
directamente. Estuvo unos segundos sin decir nada. Luego se volvió hacia
su hijo.
-Y vos –dijo sin rastro de humor-, ¿te comprometes a no hacerle pasar
ningún papelón al detective y portarte bien? No se te ocurra andar
haciendo escándalos por ahí nada más porque estás con la policía.
-Cómo se te ocurre, mamá –dijo Marcos-. Obvio que no. Si ya he ido antes y no ha pasado nada malo con Icaro, ¿no?
En cuanto buscó su mirada para su confirmación, Icaro cumplió.
-No tuve ningún inconveniente con él en ningún momento, señora
–afirmó, inclinándose hacia el frente-. Se ha portado excelente todo el
viaje de ida y vuelta, y durante el tiempo que estuvimos en la estación.
Realmente no he podido pedir nada más de él.
La mujer revisó la hora en su reloj.
-¿Le has dicho que no más allá de las diez, no? –preguntó a su marido.
Marcos giró los ojos con cansancio. Icaro sólo podía imaginar la
charla que le habrían dado a él cuando estaban solos los tres. Los
padres seguían teniendo sus razones válidas para actuar como lo hacían
(incluso se alegraba un poco de que lo hicieran; había conocido padres a
los que sencillamente no les importaba nada en el pasado y lo sentía
demasiado por los hijos), pero también podía entender la molestia que
representaba para Marcos, quien no conocía más allá de eso.
-Sí, por supuesto –reafirmó Augusto, dándole más énfasis a la
afirmación con un cabeceo-. Aquí sí o sí tienen que estar antes de las
diez. Sobretodo en los días de escuela. Y nada de andarse relacionando
con criminales. Hay cada loco peligroso por ahí.
-Bueno, eso es obvio –dijo la señora Velázquez.
-Por supuesto –siguió Icaro, viendo de reojo los gestos silenciosos
de exasperación del hijo-. Ya lo hemos hablado Marcos y yo. Él está sólo
para ver desde la distancia y decirme qué le parece. Eso es todo. Sería
como una especie de consultor y nada más.
-¿Lo necesita ahora urgente? –preguntó la señora, mirándole.
-Para este caso de robo, sí, señora –respondió el detective como si fuera la absoluta verdad.
-No va a pasar nada, mamá –dijo Marcos, bajando su voz para volverse más sumiso y dócil.
Por un momento extraño Icaro se preguntó si ya sabía que estaba
mintiendo o realmente le creía. Tendría que averiguarlo más tarde.
-Más te vale que tengas razón –acabó determinando la señora
Velázquez, suspirando-. Muy bien, si eso es todo creo que ya los puedo
dejar ir yendo. A menos que tenga algo más que decirme, algún otro punto
que aclarar…
-No lo creo, señora.
-Bien, entonces supongo que ya no hay más que decir.
-Te quiero –dijo Marcos, sonriente, abrazándola para darle un beso en la mejilla.
La señora Velázquez sonrió, palmeándole el brazo.
-Seguro que sí. Dale, ándate ahora.
Los tres se levantaron al mismo tiempo de sus asientos. Una vez más,
mientras Icaro cumplía con su deber estrechando la mano de Augusto y
despidiéndose de la señora Velázquez (que seguiría siendo como tal hasta
que esta le dijera lo contrario), Marcos se adelantó hasta la puerta de
la salida y lo esperó hasta que pudo reunirse con él. Saltó los tres
escalones de la entrada en su camino hacia la reja.
-Chau, Icaro –dijo Augusto. Estaba parado con un brazo alrededor de
la cintura de su mujer y esta, con los brazos cruzados, seguía a su
hijo.
-Nos vemos a la tarde cuando lo traiga –prometió Icaro-. Con suerte no tardará mucho.
-Cualquier cosa que no se le olvide llamar –encargó la señora Velázquez, sin moverse a cerrar la puerta.
Esperaban a verlos partir dentro del vehículo antes de hacerlo. Icaro
les dedicó una inclinación de cabeza antes de salir de la propiedad,
dirigiéndose a su vehículo. Marcos se metió adentro una vez lo vio
deshacer la alarma y ellos se alejaron. Por el espejo Icaro vio la
superficie de la madera en la entrada apareciendo de vuelta.
-A vos sí que te cuidan –afirmó Icaro con aprobación-. No sabes de
familias que he visto adonde los padres ni tienen idea adónde están los
hijos y ni les importa.
-Son unos pesados. No los aguanto cuando se ponen así –gimió Marcos y
comenzó a recitar en una voz aguda que no se parecía en nada a la de su
madre-. “No andes hablando con extraños”, “lleva el celular cargado”,
“¿tienes el celular cargado?”, “no te metas en problemas”, “no andes
haciendo emboles.” Nada más les faltaba decirme “no aceptes caramelos de
desconocidos” y teníamos el combo completo.
-Bueno, son tus padres ¿qué esperas que hagan?
-No, si ya sé eso. Ya sé. Pero es que son unos pesados, hombre.
De pronto sonó el canto de un gallo desde los pantalones de Icaro. El
detective se sacó el dispositivo celular del bolsillo y se lo pasó al
joven.
-Es un mensaje. Mira qué dice –le pidió-. Sólo desbloquéalo y aparece el mensaje.
Marcos hizo como le pedía.
-Es mi mamá –informó-. “Este es mi número, guárdelo. Helena
Velázquez.” Te lo voy guardando –dijo, tecleando la pantalla-. ¿Pero ves
lo que digo cuando digo pesados? Ni siquiera hemos salido del barrio.
Ya lo tengo. ¿Cómo…? No importa, ya encontré el botón.
Apagó la pantalla de nuevo.
-Si está bien que sean así –dijo Icaro, extendiendo la mano por su
aparato y procediendo a guardárselo-. Pero che… si te parece que me
estoy pasando, decime, pero ¿ha pasado algo específico para que sean
así? No digo que no pueda ser natural, pero por ahí es por algo. De
todos modos, si no me quieres decir tampoco importa.
Marcos se le había quedado mirando desde el inicio de su pregunta, cruzado de brazos. Exhaló una bocanada de aire.
-No, nada todavía. Pero sí les dije que me podía pasar algo algún día
y no sé, puede que tenga que ver. O puede que no y es que ellos son
unos paranoicos por su cuenta.
-Espera, espera, espera –dijo Icaro, frunciendo el ceño-. ¿Cómo pasarte algo? ¿Cuándo? ¿Ahora?
-No sé –Marcos se encogió de hombros con un súbito cansancio-. A los
ocho años vi cómo me iba a morir. No tenía ninguna duda de que así
sería. Ya había jugado a muchas adivinanzas con amigos y siempre les
ganaba. Papá se compró no sé cuántos libros llenos de ellos para ver
quién descubría la respuesta primero. Habrá pensado entonces que era un
genio. Pero cuando vi eso, como era un pendejo y no entendía nada no se
me ocurrió mejor idea que preguntarle a mi mamá si morirse de esa manera
era doloroso, aunque como yo lo vi no me parecía. Me puse todo
histérico porque todavía no había conseguido ir a Disney, tener una
mascota o una bicicleta propia y ya pensaba que nunca podría hacerlo. Sé
que ella no cree mucho o directamente nada. No sé, a lo mejor hace años
se olvidó de eso.
-¿Y cómo sabes que esa era tu muerte?
-Es la misma visión cada vez –dijo Marcos, aunque eso en realidad no
respondía su pregunta-. Desde los ocho puedo verlo, pero ahora es cada
vez que quiero. Estoy yo acomodado en un lugar y sé que me siento
relajado. De pronto hay una luz blanca y estoy pensando, dentro de la
visión, que eso es todo. Se acabó. Ya no hay nada después. A veces, si
me concento mucho, puedo ver algo más allá de un momento en una visión.
Como te fuerzas vos para recordar algo y a veces te sale. Pero con esto
no puedo ver nada después. Lo intento y me quedo en blanco. O más bien
en negro, porque eso es lo único que veo y ni siquiera tengo los ojos
cerrados.
-Dios…
-Antes creía que era por los autos –continuó Marcos-. ¿Sentado,
relajado, luz blanca? Parece un accidente de auto, ¿que no? Así que a
loz diez me agarró una fobia a ellos que me duró lo que recordé que se
suponía que debían darme miedo o que tenía que subirme a uno para ir a
cualquier parte. Pero el asiento adonde estaba entonces no tenía nada
que ver con un auto o al menos no uno que yo haya conocido. Pero ¿sabes?
Quizá no tiene nada que ver con nada.
-Si vos crees que de eso te vas a morir, sí tiene que ver. ¿Y vos
dices que siempre lo has sabido y ni aun ahora lo pones en duda?
-Vos has visto lo que hago –afirmó Marcos, buscando en la cintura de
su pantalón y sacando un paquete de cigarrillo. Estuvo a punto de
separarse uno, pero entonces debió recordar el trato que tenían entre
ellos dos y se lo volvió a guardar-. Pero eso es todo. No sé cuándo ni
dónde ni exactamente cómo. Sé que no voy a pasar de los veinte y pico
porque nunca he podido verme más allá de eso. Cuando era chiquito sí. Me
veía a los trece, me veía a los catorce. Y todo tomando en cuenta de
que no hiciera ningún esfuerzo consciente por evitar esa imagen. Pero
más allá de los veinte, nada. Nunca hay nada. Por eso trato de
aprovechar lo que pueda mientras pueda. De todos modos todos nos vamos a
morir, así que no queda de otra.
Icaro sintió un peso cayéndole por la boca del estómago. Él recordaba
de sus años de infancia un sentido infinito de invulnerabilidad e
inmortalidad. Todo duraba muy poco excepto él y los objetos podía
causarle raspaduras pero nada que le impidiera seguir adelante. No podía
siquiera empezar a imaginar cómo habría sido de saber en todo momento
en que no iba a durar mucho tiempo, creyendo que las horas se diluían en
vasos de leche derramada. No importaba que en realidad fuera cierto
todo acerca de los poderes de adivinación. No importaba porque Marcos
creía que lo era y era en su propia sentencia de muerte en lo que creía.
-¿Hola? –dijo Marcos, buscando una respuesta-. ¿Estás ahí?
-Sí –contestó Icaro, parpadeando-. Perdona, es que estaba pensando. ¿Así que no sabes más sobre eso?
-Sé lo que no sé –recalcó el joven-. Sé que no voy a estar de pie. Sé
que no estoy asustado, lo que es algo. Y va a sonar pelotudo, pero
incluso dentro de la visión es como si ya supiera que ya lo he visto.
Como cuando estás dentro de un sueño y sabes que es un sueño, pero
tampoco quieres despertar porque, bueno, es un sueño. ¿Te ha pasado
alguna vez?
-No que recuerde –confesó el detective.
-Bueno, cuando veo y siento las cosas así, es porque ya sé que esas
van a ser las inevitables. Las que no importa qué carajo haga, cuánto
peleé, son esas las que van a pasar. Lo mismo pasó contigo. Incluso
mientras te preveía era como si supiera que ya te había previsto.
-¿Por eso te saliste corriendo?
-Y sí. Además de imágenes a veces puedo percibir sonidos, olores,
tacto, cosas así. Contigo sentí miedo –dijo, mirándole de reojo-. De
qué, ni me preguntes, porque no sé. En ese momento, hasta donde yo
sabía, vos podías ser el que me hiciera matar después de mandarme a la
sala blanca de un hospital.
-¿Sueles hacer eso mucho? ¿Juzgar a la gente en base a algo de lo que ni vos estás seguro?
-Che, vos qué sabes. Era mucho miedo y vino de la nada, nada más
verte. Me asusté. Así que busqué largarme y vos casi me arrancas el
brazo.
Icaro deseó pedirle que no fuera un exagerado, porque no le había apretado tan fuerte, pero se lo guardó.
-Sí, evitanto que te choque un auto –replicó a cambio.
Marcos chasqueó la lengua, como diciendo “detalles, detalles.”
-El caso es que eso fue. Todavía no sé por qué. Y hablando de cosas que no sé, ¿de verdad vamos a por un caso de robo?
-No exactamente.
-Me lo imaginaba –Hubo una sonrisa en las palabras de Marcos-. Ten
cuidado que ya empiezo a conocerte las mañas. Así que ¿qué tenemos que
hacer, compañero?
-Ya te he dicho, vos no sos mi compañero. Si tanto quieres un título,
ponete consultor o algo así. Además, compañero es de la policía.
-Consultor no me gusta. Y asistente tampoco, ya que estamos en esas.
Suena a que te ando detrás limpiándote la nariz y esperando nada más a
que el señor patrón se digne a mirar hacia atrás para pedirme que además
le traiga una gaseosa.
-Bueno, tampoco puedo decirle a la gente “este es Marcos, mi adivino personal.” Me van a ver como a un imbécil.
-“Mi adivino personal”-repitió Marcos, casi riéndose-. ¡Eso es peor!
Ahora parece que sos un millonario excéntrico al que le dio el capricho
de contratar a un jovencito para que le diga su fortuna. Y como tu
décimo quinto esposa te dejó, ahora me pagas por además acompañarte a
ver si encuentras a la décimo sexta.
Icaro no pudo evitar pensar en el único que le había dejado y su sonrisa no pudo ser tan amplia.
-He dicho una cagada –dijo Marcos, viéndole y levantó las manos como
rindiéndose-. Vos no me hagas caso. No sé un carajo yo del asunto.
Llámame como quieras.
-No, no, está bien. Perdona, flasheé por un momento.
-Y bueno –siguió Marcos, acomodándose hacia atrás en su asiento de
acompañante y cruzando los brazos-, ¿qué me decías que hacíamos hoy?
-¿No has visto los diarios hoy? –preguntó Icaro a su vez-. ¿No te has enterado de lo que ha pasado?
-No –Marcos frunció el ceño-. ¿Por? ¿Qué pasó?
-El Fronterizo se ha dejado ver de nuevo. O más bien, a lo que hace.
Una familia lo descubrió volviendo de un casamiento en Tucumán. Una
familia con pendejos, mierda. No me puedo imaginar lo que habrá sido
para esos. Así que ahora nosotros estamos yendo a la estación de
policías para que pueda hablar con unos contactos del viejo para que
puedan decirme lo que puedan. A lo mejor algo interesante que me pueda
ayudar. Y vos… perdona que te lo diga, pero vas sólo para ver. Ve la
estación. Decime si ves algo interesante.
-¿Para qué? –Los ojos de Marcos se abrieron al caer en cuenta de una
posibilidad-. No me digas de que crees que el asesino está dentro de la
policía.
Por el más breve y de los confusos momentos Icaro lo había
considerado, pero al final tuvo que reconocer que era una estupidez
paranoica considerarlo en serio. Nadie iba a molestarse en proteger a un
simple policía cuando más productivo y conveniente para todos sería
sólo denunciarlo esperando que los otros criminales se encargaran de
darles su justo merecido. Incluso en la cárcel la gente tenía problemas
con alguien que les quitaba la vida a los más jóvenes. Pero los números
que el viejo había logrado reunir pesaban más que cualquier sospecha de
una simple corrupción, por más sencilla que fuera la respuesta.
-No, obvio que no –contestó como si desde el inicio pensara que era
una posibilidad ridícula. Liberó un suspiro-. Pero eso no significa que
no pueda haber algo por ahí. Creo que es justo decir que vos no
entiendes más de lo que haces que yo lo hago, no realmente, ¿cierto?
Marcos se encogió de hombros, reticente a reconocerlo de ese modo tan claro.
-Bueno, así que he pensado que a lo mejor necesitas un estímulo
visual. Así que, a lo mejor, si te hago ver la estación en un día normal
de trabajo eso cause un resultado que nos pueda servir para más tarde.
No sé cómo ni con qué, pero tampoco tenía mayor idea al llevarte a La
Banda y ya hemos visto que eso te salió bien.
-Hablando de eso –dijo Marcos-, ¿a los consultores se les pagan?
-Siento romperte la fantasía, pero no –aclaró-. Los consultores
suelen ser expertos que trabajan en sus propias empresas o
universidades. Profesionales que sólo quieren ofrecer su ayuda para el
bien común sin ningún interés en mente. Además considera a quién le
hablas. ¿De dónde quieres que saque plata de más?
-¿Eso es todo entonces? ¿Me quedo mirando por ahí esperando a que me
llegue algo mientras vos andas haciendo lo que sea que quieras hacer?
-Eso mismo –asintió Icaro-. Mientras no salgas de la estación no va a
haber problema. Vas a estar rodeado de policías y vos ya tienes mi
número. Me mandas un mensaje en cualquier momento que me necesites para
algo.
-Espera, no –dijo Marcos, revolviéndose-.¿Ni siquiera voy a estar contigo?
-Voy a estar hablando con los forenses en la morgue. No te voy a llevar a ese lugar.
-¿Te puedo preguntar algo? –Y sin esperar a que le respondiera,
Marcos inquirió-. ¿Sería diferente algo de esto “no te dejaré hacer eso”
si tuviera dieciocho años?
-No sé, decime vos –contestó Icaro, fingiendo casualidad-. ¿Tus
viejos no me matarían si te llegara a pasar algo y tuvieras dieciocho
años?
-Bueno –aceptó Marcos girando lo ojos-. Pero voy a estar embolado
nada más caminando por ahí sin hacer otra cosa, esperando a que a mi
cerebro se le ocurra mandarme algo.
-Voy a tratar de no tardar mucho –prometió Icaro-. Si quieres te doy
algo de plata para que veas algo en la cafetería para que comas una
merienda o lo que gustes.
-No digas eso, suenas como mi viejo –protestó Marcos-. No me gusta la
idea de jugar online y matar a mi viejo. Y no me gusta que me hables
como si fueras mi viejo en general, de paso. Se siente raro.
Icaro se sintió como si le hubieran dado un golpe. El chico tenía
razón, y él mismo se había prometo que trataría de no verlo de esa
manera.
-¿Pero qué quieres que haga? Mientras me quieras seguir ayudando con
esto, soy responsable de vos. Todavía lo sería aunque tuvieras cuarenta
años y estuvieras por tu cuenta.
-Qué bonito–pronunció Marcos, mirando por la ventana.
-Sorry –dijo Icaro. A lo mejor su propia intención del inicio había
sido una ilusión tan vana como del muchacho al esperar que no fuera
así-. Ya te dije que esto no iba a ser como en los programas de
televisión. No podemos ir a cualquier lugar apuntando un arma a la gente
y haciendo persecuciones por la calle. Yo ni siquiera soy un policía,
de modo que todo lo que haga ni siquiera lo puedo compartir con todo un
cuerpo. Todo va encima de mí.
Marcos apoyó la cabeza contra el vidrio sin decir palabra. Icaro suspiró.
-¿Entiendes eso? –preguntó, conciliador.
Un adivino tranquilo debía ser un adivino con el que fuera más fácil
trabajar, suponía. Sobretodo si este adivino era un típico adolescente
que se lamentaba su condición de ser dependiente de sus mayores en
cuestiones puntuales.
-Sí, sí, carajo –dijo Marcos con exasperación-. Si no soy boludo, ya
sé lo que significa. Sólo deja de hablar como si fuera a hacer una
verdadera estupidez a la primera que pueda. No les he dicho a mis viejos
de tu vendetta, ¿no? –agregó, reclamando reconocimiento.
Le pareció justo.
-No es una vendetta –dijo Icaro, aunque de por sí estaba imaginando
que era una verdadera pérdida de tiempo el andarle aclarando eso y
tratando de convencerlo-. Pero sí, tienes razón. Bien, voy a tratar de
no hacerlo tanto. Aunque sólo tratar, pero realmente no te puedo
garantizar algo así.
Marcos se rascó distraídamente la nuca rasurada.
-Supongo que no a mí en realidad no me queda de otra que aceptarlo, ¿no?
-Creo que así es –concordó el detective, balanceando la cabeza.
-Está bien.
El resto del camino , buscando cambiar el tema, Icaro lo impulsó a
hablar sobre los videojuegos online. Pronto estuvieron conversando
acerca de sus preferencias de género y parecieron olvidarse de todo el
asunto desagradable de que uno quería hacer cosas más allá de las que el
otro podía permitir.
La comisaría número 4 se encontraba en una zona poblada cerca del
centro. El edificio de un solo piso, blanco con bordes de marrón claro,
parecía más semejante al de una casa de familia sencilla que otra cosa.
Icaro decidió estacionar el auto debajo del único árbol que había en la
vereda para que le sirviera de sombra al vehículo. La entrada con toldo
estaba abierta y disponible para cualquier emergencia de los ciudadanos.
La especie de canasto que debía servir para contener las bolsas de
basura hasta que los empleados responsables de ella se hicieran cargo,
ya estaba llena hasta el borde y su estatura sobrepasaba la coronilla de
Icaro.
-No sabía que había una sala forense aquí –comentó Marcos, desenganchándose el cinturón que le había pedido utilizara.
-Es algo nuevo –aclaró Icaro, liberando el seguro.
Ambos salieron al ambiente caliente. “Y se supone que seguimos en
invierno”, pensó Icaro para sí, dirigiéndose a la entrada. Tras
atravesar la puerta de vidrio su cuerpo se erizó ante la presencia de la
agradable brisa artificial salida de algún buen aire acondicionado. En
las oficinas las personas seguían atentas a sus propios asuntos,
enterrados entre papeles y acomodando archivos en los archiveros. No
extrañaba en lo absoluto todo el papeleo que implicaba un trabajo
oficial como ese. En cambio había una especie de recepción frente a la
cual siempre estaba un oficial dispuesto a tomar nota de las denuncias. A
fin de poder pasar el tiempo con más comodidad estaba leyendo una
novela de bolsillo que marcó con un pedazo de papel arrancado a fin de
saber dónde estaba. Afortunadamente era uno que había conocido de sus
tiempos que compartían el uniforme.
-Eh, Icaro –dijo el oficial, dejando de lado su lectura. Se estrecharon las manos-. ¿Qué pasa?
-Mariano –Sonrió el detective, acomodándose a su mano amplia-. ¿Cómo andas? ¿Todo bien aquí?
-Como siempre. Lleno de problemas todos los días y llenos de
preocupaciones, pero qué se le va a hacer, la verdad. ¿Qué necesitas
hoy? –El oficial miró el muchacho a su lado, interrogante, pero todavía
no lo bastante para preguntar directamente.
-Quiero hablar con los viejos de forense por un tema. Este es mi
sobrino –dijo Icaro, poniendo la mano sobre el hombro del adolescente-.
Se llama Marcos y su madre anda ocupada, así que yo soy el único que
queda para cuidarlo. Sólo voy a dejarlo por aquí. Espero que no sea
ningún problema.
-Ah, claro, no te preocupes. Igual aquí nadie tiene mejores cosas que hacer. ¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?
-No, Mariano, gracias. ¿Tienen todavía aquí la cafetería abierta?
-Obvio. ¿Quién va a venir a trabajar si no?
-Bueno, entonces ¿lo puedes llevar a Marcos? A que tome y coma algo si quiere mientras termino con el asunto.
-Claro, no hay problema –afirmó Mariano, un hombre bastante dócil que
ahora le mostraba su lado más agradable. Su lugar era justamente ese,
detrás de un escritorio ayudando a las personas de la forma más gentil.
No servía para otra cosa que para hacer de policía bueno. Salió de
detrás del escritorio y movió una puertecilla de madera para que Marcos
pudiera pasar a su lado-. Vamos, te guío hasta ahí. Buena suerte, Icaro.
-Gracias, Mariano –dijo Icaro, dándole una palmada a la espalda al más joven para que se adelantara.
Este le dirigió una mirada insegura antes de tomar el paso.
-No voy a tardar mucho –dijo, metiéndose después él para dirigirse a otro pasillo alargado más a la derecha.
“Va a estar en la cafetería”, se recordó. “En una comisaría llena de
policías. No le puede pasar nada malo aquí adentro.” La sala hace poco
creada dedicada al lado forense estaba prácticamente unida al otro
edificio que estaba justo al lado, antes una heladería y ahora depósito
regular de los muertos recientes que las autoridades quisieran examinar o
dar una autopsia antes de dejarlo en manos de los familiares. Tras una
puerta amarilla doble, adentro encontró a unos hombres hablando encima
de alguien todavía dentro de la bolsa negra de plástico reglamentaria.
Se puso a buscar en el resto y pronto detectó una cabellera de intenso
rojo teñido justo entre ello. La doctora Avilar llegó con una sonrisa y
le estrelló su pómulo elevado contra el suyo, tomándole del brazo.
-Hola, Icaro –dijo. Ellos dos no habían compartido mucho durante su
tiempo de trabajo juntos, pero de lo poco que sí habían logrado
conservar una buena relación. Por no mencionar que, siendo una contacto
del viejo y el otro un empleado suyo en el despacho, era como si lo
hubieran continuado sin interrupciones desde el momento en que
abandonara el cuerpo-. ¿Vienes por lo de la chica, que no?
Chica. Como si estuviera por venirlas a recoger para llevárselas a casas con sus familias.
-Sí, ¿tienes un momento? –dijo, tras tragar-. ¿Y a lo mejor algún lugar para hablar en paz?
-Claro, ven –afirmó la doctora, tomándole el brazo hacia una
habitación adyacente a la morgue; la sala de descanso de los forenses,
actualmente vacía de cualquier ocupante-. Es una tarde tranquila. Sólo
las hemos tenido a ellas, de modo que sólo estamos tres de nosotros.
-Está bien –dijo Icaro, viendo las paredes todavía puras de grafitis,
marcas de lapicera o manchas de humedad que recordaba de la cafetería y
otros espacios de la comisaria. Aún se veía bonita por ser nueva. Aún
no parecía un lugar de verdad donde la gente pudiera estar en paz y
tranquilidad sin temor a perturbar el olor a nuevo con su respiración.
Ellos dos se sentaron a una gran mesa circular, la única que había
presente, adonde todos los que trabajan en esa sección debían tener que
compartir para disfrutar de sus comidas en paz. Ocuparon asientos uno al
lado del otro y todavía un espacio considerable entre ellos. Icaro se
aclaró la garganta, dándose cuenta de que él debería ser quien dirigiera
la conversación. Nunca había hecho un trabajo de investigación que no
involucrara a su propia persona buscando la información por medio de
fotografías o extrayéndola de materiales físicos contenedores. Casos en
los que se ponía a hablar con el sospechoso en busca de una confesión
concreta eran bastante extraños y el primero para él, que recordara,
desde que se volviera detective.
De no haber sido por Marcos y el guión que se había inventado en el
acto (o le habían inventado, francamente ya no le importaba), habría
perseguido al sospechoso hasta verlo entrar en contacto con la persona
que le pasaba las respuestas y habría tomado fotografías de ello. Rara
vez tenía que hablar en serio con la gente. El viejo había sabido cómo
hacerlo y no se había molestado en enseñarle.
-Bueno –empezó, sacando su libreta, sintiéndose por un segundo un remedo de reportero-. ¿Qué me puedes contar de las chicas?
-Esto no es nada que no has escuchado en las noticias –dijo la
doctora y empezó a enumerar, levantando los dedos por cada punto-. Ella
era una jovencita de 17 años sin identificación, celular o absolutamente
nada que la identificara. Todavía no hemos podido encontrar a la
familia, pero por el estado casi perfecto en que ella estaba, diría que
no falta mucho. Digo casi perfecta, porque al estar bocabajo fue su
espalda y los miembros los que estuvieron recibiendo toda la potencia
del sol y se quemaron. Su rostro no, de modo que es una ventaja para que
alguien la reconozca. Un disparo justo en la cabeza fue la causa final
de la muerte. Sus ropas estaban en mucho mejor estado que ella. Se las
habían lavado a consciencia antes de volver a ponérselas. Obviamente
esto no es un análisis profundo de una criminóloga respecto a la
psicología del asesino, pero es que era una cosa obvia.
“Ella llena de tierra, con bichos y hormigas caminándole encima,
mientras que la remerita celeste que llevaba casi sin nada. Esto también
vas a verlo en los diarios amarillistas en su próximo número porque
había un imbécil tomando fotos por ahí. Eso me lo contaron a mí. Y… creo
que eso sería el resumen de lo que todo mundo ha sabido hasta ahora –Le
miró con sus oscuros ojos castaños, arqueando una ceja-. ¿Roberto te
dijo todos los otros detalles, no? ¿No te vas a sorprender si te digo
que algunas cosas se están guardando apropósito de la prensa?
-Sí, me mantuvo al tanto –mintió Icaro, sintiendo una punzada de
culpa. No había sido hasta que fue demasiado tarde que se le ocurrió
poner atención a las notas del viejo y a sus investigaciones. Hasta que
ya no lo tuvo al lado para guiarlo y siendo un par extra de ojos. Pero
no era momento de pensar en ello, de modo que lo dejó de lado por
ahora-. Hasta ahora las víctimas han compartido ciertos rasgos
especiales. Todas han sido encontradas deshidratadas y desnutridas, casi
al borde de morirse nada más por esos dos factores, pero fue una bala
lo que las acabó. Llevaban dos marcas que parecen hechas por cuchillo en
la espalda que iban desde el hombro hasta la zona de los omoplatos. La
falta de color en la piel parece sugerir que estuvieron encerrados en un
sitio sin sol durante todo el tiempo que estuvieron desaparecidos. No
hay un factor común, incluyendo edad, clase social o género –Rebuscó en
su memoria, pero básicamente esas eran todas las características que
había encontrado en las carpetas-. A menos que me falte algo, eso sería
todo.
-Así es –dijo la doctora, cabeceando-. No podemos hablar con la
prensa ni responder preguntas de nadie. Por eso, si alguien te pregunta,
vos y yo estamos hablando acerca a qué universidad conviene mandar a mi
hija cuando le toque el año que viene. Pongamos que ella también quiere
ser policía y vos le estás ayudando con consejos, apuntes, ese tipo de
cosas. Con Roberto lo teníamos arreglado así.
-Me parece bien. ¿Hay algo diferente o mejor que pueda decirme sobre esa situación? ¿Sobre la chica?
-Bueno, puede que esto no te sirva de mucho, pero tenía una ropa de
buena calidad. No como la mía, que la consigo en Famularo o el Super Vea
en un día de descuento bueno. Creo que era de esa marca que usan las
chicas de ahora, ¿cómo se llama? Esa en la que la marca es de un montón
de chicas cabezonas sin ojos.
Icaro le dijo la que pensó entraba en esa descripción.
-Bueno, esa. A mi hija le hubiera encantado tener algo así, pero
nosotros no se lo podemos dar porque hasta por un pañuelo te quieren
cobrar lo que te cuesta un nuevo hígado –La doctora se rió como si fuera
parte de un chiste familiar que le gustara-. Es imposible. Quien sea
que sean los padres, buena plata tenían. Los zapatos también eran
buenos, aunque ella sólo tenía uno. Habrá sido que una cabra pasando por
ahí se la comió o se la robaron antes de que la familia la encontrara.
Ya viste que cualquiera se aprovecha de algo que creen que pueden sacar
provecho y si esta está tirada en el camino no les va a importar otra
cosa. Realmente no sé. Pero ella tenía incluso los aritos, los anillos,
las pulseras… no sé por qué, incluso los accesorios se lo quisieron
dejar. Es una lástima, la verdad. Tenía una carita tan linda, pero tan
flaca… Parecía un monstruo más que una jovencita que hubiera pasado por
un infierno.
Icaro se puso a anotarlo lo más pronto que pudo. El tema de los
accesorios no tenía idea de qué utilidad podía servirle, pero lo pondría
y esperaría a ver los resultados. La doctora exhaló y se levantó de su
asiento. Debía ser una mujer de más allá de los cincuenta años por las
arrugas del rostro, pero se mantenía lo bastante activa para moverse con
seguridad y confianza por el espacio.
-Me estoy muriendo de sed –anunció-. Voy a servirme algo. ¿Quieres?
Tenemos desde agua mineral, agua de la canilla y una gaseosa. Es mía,
así que no te preocupes.
-No, muchas gracias –dijo Icaro-. ¿Dónde está el cuerpo ahora?
-Odio cuando le llaman cuerpo –comentó la doctora de mal humor,
llenando su vaso con una botella que acababa de abrir. Icaro sintió el
frío venir de la heladera de segunda mano que acababa de abrir. Debía
ser de segunda mano o alguien se había entretenido pegándole figuritas
de los Simpson por toda la superficie, para luego arrancar casi hasta la
mitad de la mayoría, dándole una visible capa de polvo viejo en el
proceso-. Es como decir adónde está el zapato o adónde quedó el celular.
Eso no es una cosa, era una persona. Cierto que ahora no, pero alguna
vez lo fue y eso debería ser suficiente para tener una mayor
trascendencia que una zapatilla.
-Disculpe. ¿Adónde la llevaron entonces?
-Sigue aquí, preparándose para volver con su familia. Espero que se
decidan por cremarla directamente o hacer un ataúd cerrado. Ni el mejor
en su oficio podría hacer pasar a esa chiquita como otra cosa que como
una muerta. Y si llega a hacerlo va a ser más relleno que otra cosa.
¿Quieres verla?
Icaro alzó la vista. Nunca había visto a una persona antes más que en
fotografías o películas documentales. No sabía si realmente hacía una
enorme diferencia entre la imagen visual y la presencia real y material,
pero tampoco esperaba confirmarla en esa breve entrevista.
-Ah… -dijo desorientado.
-Sólo te lo ofrecía por si querías confirmar algo. Roberto quería
verlo todo por sus propios ojos, pero en realidad ya no hay nada más que
pueda decirte. ¿Has visto los números que se guardan, no?
-Sí –confirmó el detective.
-Ni siquiera nos dicen por qué. Una amiga mía no hizo más que
comentarle acerca de la pérdida de una familia pobre rural en el campo.
El reportero con el que lo hizo quería hacer una nota periodística con
palabras de la familia, pero su editor no le dejó publicarlo y a él lo
despidieron.
-Si eso pasó no le costaría nada publicarlo por internet –comentó Icaro-. Sobretodo si lo dejaron sin trabajo.
-Pero tampoco lo vas a encontrar en Internet. Te apuesto lo que
quieras a que podrías buscar en Google todo lo que quieras y todavía no
lo encontrarías nunca. Supongo que le habrán dado alguna comisión para
mantener el silencio y quizá un nuevo contrato para seguir así a
condición de algo peor. No me sorprendería para nada algo así. Ya lo he
oído antes.
El detective asintió. Él también lo había oído y visto con sus
propios ojos. Era sencillamente la manera en que las cosas funcionaban y
buscar detenerlo equivalía a querer detener el calentamiento global con
una mano.
-Todos lo hemos oído antes –concordó.
-Roberto no se merecía algo así –dijo de pronto la señora, dándole
vueltas al vaso en sus manos-. Ninguno se lo merecía, eso es obvio, pero
la impresión de tener que verlo aquí…
Icaro se cuidó de no decir nada. Era estúpido, ahora que se daba
cuenta, pero en realidad nunca se había puesto a considerar que el
cuerpo otrora lleno de Roberto había tenido que acostarse en una de esas
camas metálicas y almacenado dentro de uno de los compartimientos,
metido en una de las bolsas como un traje rentado listo para ser
devuelto. El servicio había sido a ataúd cerrado. Marta le comentó que a
nadie le gustaría verlo como estaba.
Y la mujer enfrente de él había tenido sus manos dentro. Apartó el pensamiento, que consideraba morboso y deprimente.
-Al menos ya no está sufriendo –dijo y se irguió en el asiento-. Por
eso necesito que cualquier pequeña cosa nueva que veas me la digas
–empezó el tuteo de forma natural. Ella lo había tuteado primero-.
Necesito averiguar quién está haciendo esta mierda.
-Lo sé. Dios quiera que lo consigas –La doctora miró a la cruz de
madera sujeta a la pared opuesto e hizo un rápido gesto de santiguarse,
besándose el nudillo al final-. Dios quiera que lo consigas. ¿Te das
cuenta de que hasta que no lo vi a Roberto en esas condiciones ni
siquiera se me había ocurrido que yo podría ser la próxima? Hasta
entonces todos habían sido relativamente jóvenes. Pero con este ha
demostrado que le da igual. No le importa mientras le sigue
entreteniendo dentro de esa enfermedad que tiene.
-Podría haber sido porque averiguó que el viejo lo investigaba –dijo
Icaro, buscando tranquilizarla pero también deseando comentar sus
propias ideas al respecto-. A lo mejor no le gustaba que alguien hubiera
haciendo preguntas y tuvo que cortar la situación de raíz. A lo mejor
el viejo se acercó más de la cuenta.
-Por favor, no digas cosas así –dijo la doctora, mirándole con reproche.
Con una expresión así no podría haber quedado más claro quién era la
persona mayor y quién el joven en la sala-. ¿Y si luego se le ocurre ir a
buscarte a vos?
-Me parece bien –respondió Icaro, moviendo el brazo de modo que
sintiera el peso del acero contra su piel a través de la tela-. Me haría
todavía más sencillo el tener su identidad y encargarme de él.
La doctora chasqueó la lengua.
-¿Pero en qué estupideces andas pensando vos? ¿No te das cuenta de
que nada de esto es chiste? Si él realmente te quiere encontrar porque
andas siguiendo el trabajo de Roberto no va a ser un concurso de a ver
quién es el más macho, el más gallito, sino de a ver quién sobrevive a
quién. ¿Y vos cómo esperas tener alguna posibilidad cuando ni siquiera
sabes quién es pero él no va a tener inconveniente en averiguar quién
sos vos?
Icaro se pasó la mano por el cabello.
-Tienes razón –reconoció, casi tapándose la boca, avergonzado-. Mierda. No me hagas caso. Ya ni siquiera sé lo que digo.
-Bien obvio que no tienes ni idea de lo que implica lo que andas
soltando tan pancho. Icaro, yo no soy tu madre –Pero le estaba hablando
como una, notó Icaro. ¿Era así como se sentía Marcos con él? No podía
culparlo por mostrarse irritado al respecto-, pero te lo pido, por
favor, no hagas alguna pendejada sólo porque te crees con suerte ese
día. Vos no sabes lo que le hace a las personas que las lleva. Habrás
leído el trabajo de Roberto, te lo imaginarás, pero no lo sabes. Así que
bajale un poco a la fachada de héroe valiente y empieza a usar la
cabeza, que para algo te debe servir ahí arriba.
-Eso intento –replicó Icaro-. Por eso he venido a hablar contigo, por
eso ando llamando a sus viejos contactos, por eso… -Casi dijo “por eso
me he traído a su adivino personal”, pero eso habría un desatino y lo
reprimió a tiempo-. Estoy haciendo todo lo que puedo para acercarme lo
más que pueda. Pero si ese loco de mierda quiere venir antes, yo no
pienso quedarme de los brazos cruzados y dejarlo dirigirme en la
dirección que quiera. Lo que tenga que pasar, pasará, y de una forma o
de otra no voy a dejar que ese puto siga haciendo lo que se le cante el
culo. Es mi trabajo hacerlo.
-No te digo cuál es tu trabajo –La doctora negó con la cabeza, agitando las puntas de su cabello lacio-. Sólo te digo…
-Que tenga cuidado –completó Icaro, incapaz de no recordar a Marta.
-Y no seas idiota –agregó la doctora-. Pero claro, ¿yo qué derecho
tengo para decirte nada? Vos tienes tus obligaciones y yo tengo las
mías. Si con las tuyas consigues que se sepa quién es ese demente no
pienso ser yo la que se queje.
-Y necesito ayuda –afirmó Icaro, mirándola a los ojos y luego al
celular, que había sacado-. Si tienes alguna información nueva, hace el
favor de llamarme, ¿sí? Yo estoy haciendo lo que puedo pero… cuatro ojos
son mejor que dos.
Era lo único que podía hacer para no sentirse tan inútil e
improductivo. Para no sentir que todo el viaje hasta la comisaría y
luego la zona forense no había sido más que una gigantesca pérdida de
tiempo. Después de agendar a la doctora y comprometerse de contactar el
uno al otro en caso de alguna novedad relevante. Icaro se despidió de
forma mecánica de la señora, pero la situación ya se le estaba
presentando de un tono demasiado oscuro para mantener el optimismo tan
alto como debería. Gracias al viejo tenía una idea más clara de lo que
podría haber tenido por su cuenta revisando los diarios, pero ¿de qué
seguía sirviéndole eso sin que le pintara en lo absoluto una claridad
respecto a un tipo de persona específica? Él no era un psicólogo
criminal, no podía imaginar cómo funcionaba la mente de un enfermo que
creía que de alguna manera lo que hacía era de utilidad para nadie. No
había recibido los estudios necesarios para tener semejante nivel de
comprensión.
Lo único que tenía claro era que ese tipo hacía daño
indiscriminadamente y a gente que no lo más probable nunca lo hubiera
conocido en vida. No podía asegurar que en serio el tipo se enterara de
los avances del viejo, de ahí que decidiera acabar con su vida. Podía
ser sólo que el viejo estaba cerca física y materialmente del asesino
una noche en la que de pronto se le entró un poderoso antojo de poner en
práctica el extremo de su psicopatía. El lugar correcto en el peor
momento posible.
O era de verdad un genio maligno y de alguna manera supo que un
detective, policía retirado, había tomado compasión por las familias
destrozadas y decidido que podía descubrirlo para el bien común. Para lo
cual la venganza se alargó a lo largo de un mes entero hasta que
finalmente el loco de mierda decidió que ya era suficiente y sacó el
arma para apretar el maldito gatillo.
No podía estar seguro sobre ninguno de los dos y ambas posibilidades
planteaban muy diferentes temores a tomar en cuenta que podría hacerle
dudar respecto a sus convicciones sobre la resolución del caso. En todo
caso, cualquier deseo que tuviera sobre tener un final feliz, tranquilo y
pacífico, si alguna vez en serio había concebido alguno, parecía haber
acabado completamente después de su conversación con la doctora.
Icaro salió sintiéndose un adelantado fracasado, pero tratando de
poner una cara neutra. Todavía tenía verdadero trabajo al cual dedicarse
y tenía que recoger a su asistente/adivino personal/compañero de la
cafetería. La cafetería era apenas un poco más grande que la disponible
para las personas que trabajan en forenses, pero todavía nada más que lo
justo para tres mesas grandes, una mesa larga adonde se apoyaba la
cafetera, un microondas y un par de montañitas hechas de vasos de
tergopol listos para ser utilizados.
La máquina expendedora que ya estaba la última vez que él pasó por
ahí se veía un poco más desgastada que entonces. Una fea abolladura
cerca del hueco por el que las personas sacaban las bebidas que hubieran
seleccionado parecía sugerir que algún cliente insatisfecho había
tratado de obtener con su pie lo que no pudo utilizando la sola
paciencia para llamar a un técnico.
Había pocas personas presentes charlando entre sí. Casi todas tenían
los uniformes azules puestos, pero entre ellos desentonada una mujer
vestida en colores pasteles y camisa suelta con diseño de flores
coloridas. Tenía una elegante mata de cabello canoso arreglado hacia
atrás gracias por un broche de plástico pintado para ser de metal,
cubierto de piedras semi preciosas falsas. Hablaba con un oficial que
tenía una medialuna entre las manos y un vaso lleno de café todavía
humeante, pero lo hacía con la cabeza dirigida hacia su general
dirección y no porque lo viera realmente. Los ojos blancos parecían
perpetuamente dirigidos hacia el techo o hacia la coronilla del oficial
cuando ella sólo se estaba acercando para oír mejor algo que ya le había
dicho.
No daba la impresión de estar pasando por una situación angustiosa
que hiciera falta la ayuda oficial ni que estuviera esperando la
conclusión de algunos trámites importantes. Era como si sencillamente
estuviera ahí teniendo una conversación, quizá visitando a su hijo. De
pronto alguien le tomó del brazo. Había estado tan concentrado viendo a
la señora que cuando ante el contacto, Icaro dio un respingo
instintivamente.
Sólo era Marcos, con una gaseosa en la mano.
-¿Terminaste? –preguntó el jovencito.
Algo en él le pareció ansioso por irse.
-¿Pasó algo? –inquirió.
-No, para nada –respondió con presteza el chico-. Es que estoy
embolado, no tengo nada que hacer aquí y encima está haciendo calor.
Icaro percibía que el aire acondicionado no llegaba a la cafetería
con la misma potencia con la que llenaba la recepción y la sala de
oficinas, pero no tan poco que él podría sentir un calor sofocante que
le exigiera irse. Icaro revisó la hora en su muñeca. La parte de
embolado sí podía creer; había pasado veinte minutos dándole vueltas a
la conversación con la doctora sin llegar a ningún lado pertinente al
caso.
-Sí, está bien –dijo-. Vámonos.
-Chau, Icaro –dijo Mariano, el eterno policía bueno, en cuando
pasaron en frente del escritorio de la recepción-. ¿Has conseguido lo
que necesitabas?
-Sí, gracias, Mariano –respondió Icaro dándole una sonrisa automática.
Pero el hombre no había acabado de hablarle.
-Andabas hablando con los forenses, ¿no? ¿No te han molestado mucho?
Icaro lo miró. Mariano sudaba un poco entre su mata de cabello negro.
-No, sólo necesitaba una charla –Marcos se cruzó de brazos. Ni
siquiera prestaba atención al oficial-. No ha habido ningún problema. A
lo mejor tengo que volver por algo más tarde, en otro momento.
-Bien, siempre sos bienvenido –afirmó Mariano, palmeándole el hombro.
-Gracias. Bueno, ya nos tenemos que ir yendo –respondió Icaro. Le dio un gesto de saludo antes de volverse a la salida.
El golpe de calor repentino le hizo entrecerrar los ojos. Adentro del
auto el ambiente estaba tan calcinado que tuvieron que vivir en un puro
sauna mientras mantenían todas las ventanas abiertas, esperando que se
despejaran antes de poder encender el aire acondicionado.
-¿Qué tal te ha ido? –preguntó Marcos.
-Nada nuevo –reconoció Icaro, preguntándose cuánto podía decirle
realmente. Al final decidió que no perdía nada contándole lo más
posible. Trabajaban juntos-. Era una jovencita que venía de una buena
familia. Podría asumir que la secuestró en algún lugar apartado, pero
ahora todos los boliches son así. Mientras más alejados los sitios menos
se tienen que preocupar los dueños de cosas como el volumen y de
recibir denuncias con la policía. Pueden armar la fiesta tan grande como
quieran y cuando los chicos salen pueden ir adonde sea que quieran. Los
padres se quedan esperando en casa así que no hay nadie que los
controle. El enfermo aquel podría simplemente esperar afuera de uno,
hacerle creer que un remis y llevársela adonde quisiera. No sería la
primera vez que pasa algo así –Se frotó la sien. Finalmente el ambiente
era lo bastante aireado para poner el aire acondicionado. Volvió a subir
las ventanas, también del lado de Marcos-. ¿Y vos qué? Me imagino ya la
respuesta, pero ¿viste algo útil mientras estabas allá?
-No, en realidad no –Marcos abrió el espejo arriba del auto cerca del
techo y se revisó la altura del mohicano-. ¿La viste a la vieja que
estaba ahí? ¿La misma que estaba vestida de vieja?
-Eso no era ropa de vieja–replicó Icaro, sin saber por qué se
molestaba en reclamar por eso. Quizá se estaba volviendo un movimiento
instintivo con el muchacho. De ser así debería controlarlo mejor-. Sí,
la he visto. Creí que sería la madre de alguien o qué sé yo. ¿Qué tiene?
-Está para ser adivina en un caso de desaparición –explicó Marcos-.
Vos no sos el único que anda recurriendo a lo sobrenatural a fuerza de
pura desesperación. Y encima la vienen contratando desde hace rato. Y le
pagan muy bien. Se ha ganado una casa de tres pisos con lo que le han
dado por su trabajo de adivinadora –dijo con un énfasis intencionado.
-Bueno, me alegro por ella –le desanimó Icaro prontamente-. ¿Y vos cómo sabes eso? ¿Lo viste o te lo dijo?
-Me lo dijo. Después de querer leerme la mano.
-Pero ¿una adivina ciega? ¿En serio? ¿Cómo es eso? ¿No se supone que
la gracia de una adivina es ver el futuro? ¿Cómo va a ver el futuro ni
siquiera puede ver el presente? No lo entiendo.
-Ya te he dicho que, por lo menos en mi caso, no siempre se trata de
ver. A veces veo, huelo o siento algo que ya me parece haber olido,
sentido o visto algo antes. Con ella es algo parecido. Siente cosas en
lugar de verlas y así puede ayudar a las víctimas.
-¿Y funciona? ¿O es la tipa que se inventa lo primero que se le ocurre y ellos son los tontos por tomárselo en serio?
Marcos le miró con una sonrisa burlona que parecía decir “mira quién está hablando.”
-Cierra la boca, boludo –replicó Icaro, canalizando su viejo
interior, aunque se le escapó una mueca divertida. La verdad, hasta él
podía apreciar la ironía de la situación-. Te pregunto en serio. ¿Qué te
pareció a vos?
-Nada extraño. Si es de verdad una estafadora tengo que quitarme el
sombrero ante ella. En el trabajo, cuando no me llegan las palabras
directamente y me escucho diciendo exactamente qué decir, me lo tengo
que inventar todo y a veces no se me ocurre nada, así que estoy
siguiendo el guión que nos dan cada día. “El amor te espera en cada
esquina”, “hay un nuevo ascenso en tu camino”, “mantente atenta con el
verde y tendrás un nuevo aumento en tus posesiones materiales”, ese tipo
de cosas que todo mundo quiere escuchar. No voy a andar mintiendo que
soy un inocentito que no sabe mentir, pero si me piden inventar toda una
historia para el futuro de la nada me quedo en blanco.
Icaro no se sorprendió de que no le costara demasiado creerle. Si ese
era su caso, no podía acusar realmente a la policía de ingenua. Pero la
conversación puso de manifiesto que ni siquiera su plan sobre arrojar
su adivino al mundo y esperar tener algún resultado, cualquiera que
pudiera dirigirle hacia un lugar específico, había tenido el mismo
resultado por su intento de obtener noticias.
Una completa pérdida de tiempo.
-Che, te quiero preguntar algo –dijo Marcos.
Icaro lo miró de costado.
-Claro, dilo sin más.
Marcos se tomó unos segundos para pronunciar la duda que le carcomía.
-¿Por qué crees que veo las cosas que veo? Asumamos que vos ya estás
harto de pretender que no crees en nada de esto, que lo crees, lo tienes
asumido y entonces entiendes que de verdad veo el futuro. Bueno, ¿vos
por qué crees que eso pueda ser? Yo cuando chiquito creía que era un
síntoma de algo desconectándose o conectándose donde no debía en mi
cerebro. Esperaba tener una convulsión en cualquier momento, ¿sabes?
Algo así he visto en Wikipedia que podría pasar. Pero no pasó, pero
seguía viendo y a veces me servía, así que para qué preguntar nada si de
todos modos no lo podía controlar, ¿no? Pero en fin. Decime qué
piensas.
-Ah, eso. ¿Si te digo la verdad? Nunca sé por qué pasa nada. No sé
por qué el viejo tuvo que morir. No sé por qué ese loco de mierda tuvo
que nacer y hacer las cosas horribles que hace. No sé por qué nos
tuvimos que conocer. Y no sé por qué vos has tenido que has tenido con
ese asunto tuyo del futuro.
-Aja. Muy lindo. ¿Pero?
-No hay pero –afirmó el detective-. O no en el sentido que vos andas
buscando que te diga. No creo que las cosas pasen por una razón. Pero
las cosas pasan y nosotros no podemos hacer otra cosa que utilizarlo de
la mejor manera que nos sea posible, ¿no? De modo que, respecto a tu
pregunta y lo que quieres saber, te diría que sólo usaras lo que tienes
como mejor te parezca. Yo sé que no sos ningún pendejo idiota así que…
sí. Sólo inténtalo y con un poco de suerte algo bueno saldrá de todo
esto.
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