domingo, 9 de noviembre de 2014

Mil veces déjà vu. 4



Capítulo 4

Sus planes tuvieron que ser cambiados. Originalmente pensaba aprovechar ese sábado para empezar a hacer llamadas a los forenses y otras personas adecuadas para empezar, si es que podía, a acumular nuevos datos sobre los cuales trabajar en su gran caso, pero en cuanto volvió a ver ese número la idea se había fugado de su mente. Estaba seguro de que no eran ganas especiales de verlo. No se trataba de algún recodo de su ser que siempre estaría dispuesto a tirarse bajo el tren por el bien de su ex amado o alguna ceniza parecida. No, era más simple.



No quería pensar en nada de ello más de lo necesario. Que terminara el momento y terminara lo más pronto posible, ese era su deseo más íntimo y porfundo con respecto a su situación de divorciado de menos de treinta años. No quería ver fotos de ellos juntos y suspirar. No quería tener recuerdos de él a su alrededor, andar buscando el perfume masculino de su colonia en cada rincón y desear con estremecimientos varios que aquellas manos volvieran a tocarle. No le había mentido a Marcos cuando le dijo que él había tenido bastante suerte dentro de su situación; se las habían visto bien durante la anulación del matrimonio, faltaron los gritos típicos de acusaciones y gritos sobre a quién le correspondía qué por derecho. A pesar de que todo adentro se le volvía un licuado putrefacto con virutas de metal cada vez que pensaba en los años que habían pasado juntos (y esas ideas siempre venían, quisiera o no), todas las cosas en su vida que habían forzosamente tenido que cambiar gracias a aquella relación, cambios que ya nadie podría volver a cambiar, cambios irreperables e infinitos en el pequeño esquema de su vida cotidiana.
Los primeros dias fueron los más duros, por supuesto. Se quedaba en la cama esperando el sonido de unas tazas y platos de la cocina que desde luego nunca llegaban. Sentía la cama demasiado ligera. Faltaba el hombro con el que su brazo chocaba en uno de esos giros involuntarios que realizaba en medio de esa etapa confusa entre el sueño y la realidad. Ya no se trataba de “yo limpio ahora, vos limpias mañana”, porque ahora sólo él estaba para limpiar. Ya no debían acomodar sus horarios para que cada uno viera su show preferido a la hora en que sintonizaba ni se levantaban mutuamente las toallas del piso en el baño.
Volvía a estar por su cuenta y, después de tres años fuera de esa condición, se encontraba pensando que ya se le había olvidado cómo era la vida de ese modo. Pero tampoco tenía otra opción seguir avanzando sus días como si nada irreparable hubiera pasado, asimilando que en realidad así había sido y concentrarse en las cosas que sí podía controlar y requerían de la mayor parte de su atención y dedicación; su caso.
De manera que ese día, aunque era sábado y justamente por ello le gustaba regalarse unas horas más de sueño, Icaro se levantó temprano para arreglar un poco la pila de papeles, libretas y carpetas que había desperdigado por la sala, todas llenas de la letra del viejo en su intento por averiguar la verdad. Antonio no era de esos que llegaban a un lugar y comenzaban a verle hasta los más pequeños defectos, prosiguiendo a criticarlo para la paciencia y tolerancia de a quien fueran dirigidas las palabras. En cuestión de orden y organización los dos estaban prácticamente al mismo nivel y, encima, nunca habían tenido que obligarse a ser flexibles al respecto porque tampoco era una cuestión de vida o muerte para ellos.
Pero tampoco quería que la primera imagen que viera al cruzar la puerta fuera la de un detective que no tenía nada mejor que hacer con su vida entera que trabajar. Siquiera por unas horas (una máximo, media siendo el estimado necesario para sólo recoger unas cosas y marcharse) podría asumir el papel de un tipo común que se las manajeba perfectamente bien solo, al que no le hacía falta una vigilancia externa por parte de nadie. Ni siquiera sabía por qué se molestaba, si esa nunca había sido una preocupación real durante su tiempo juntos, pero lo hizo como si le estuvieran presionando a sus espaldas.
Acomodó los almohadones, dándoles vuelta para que no se viera la mancha de salsa que se le había caído una noche que comió frente al televisor, abrió las cortinas (a las que por cierto les hacía falta una limpieza, pero ya no había tiempo para eso) para dejar pasar el sol por las ventanas abiertas y puso a remojar el tazón con la ensaja de papa y huevo que se había hecho preparar por capricho hacía dos días.
Antonio dijo que estaría pasando después del mediodía.
Eran las tres de la tarde cuando llegó y cinco minutos más para que Icaro lo oyera al timbre por encima del sonido de ametralletas y el más húmedo de los cuerpos estallando. Se había puesto a jugar un juego en línea después de almorzar esperando que la actividad lo mantuviera lo bastante ocupado para que no tuviera oportunidad de ponerse nervioso. Ciertamente lo había conseguido, porque para el momento en que se vio interrumpido de la batalla que estaba librando se sintió genuinamente molesto por un segundo. Luego vio la hora que era y se maldijo por su propia insconciencia mientras se deshacía de los auriculares, alejándose del teclado adonde ya había puesto su renuncia momentánea.
Salió a recibir a Antonio tras mirarse una vez en el espejo. Nada fuera de lo normal. Podía seguir adelante. Abrió la puerta y ofreció su mejor sonrisa de disculpa.
-Perdón, no llegué a escuchar el timbre –dijo al tiempo que se hacía a un lado para dejarle pasar.

En cuanto caminó por delante suyo, detrás iba dejando la esencia de la colonia que sin importar adónde fuera, tenía que estar presente. Masculina, pero lo bastante suave para sentirse sutil a la nariz. Podía tardar un par de segundos y sin embargo la impresión dejada acababa llegando sin falta; un aroma a comfort y buen gusto combinado con algún sentido de sutileza. La primera cosa que alguna vez notó de él. Solía encantarle. La segunda cosa que lo atrajo, los ojos avellanados llenos de luz, lo miraron en cuanto Antonio se sacó los lentes oscuros, poniéndoselos entre el cabello negro. Ninguno de los dos se movió hacia el otro buscando el beso en la mejilla para saludarse.

Les parecía igualmente innecesario.
-Hombre, no sabes el calor que hace afuera –dijo, suspirando, limpiándose una delgada capa de sudor de arriba del labio-. Me estoy muriendo. Permitime un vaso de agua.
-Claro –dijo Icaro, cerrando la puerta y dirigiéndose a la cocina.
Antonio se quedó en la sala, contemplando el lugar adonde habían vivido juntos durante años. Icaro vio de reojo la manera en que tocaba el sillón más largo sin decidirse a tomar asiento. De pronto dio un respingo cuando Cesar salió de debajo de una silla para ir a acomodarse en la cabecera del sillón, adonde el animal sólo se quedó sentado observándole atentamente.
-Qué haces, tuerto –dijo Antonio extendiendo la mano.
Cesar dejó que le acariciara la coronilla y un poco debajo de la barbilla antes de dar un bostezo y acomodarse en posición de descanso. Icaro recordaba cómo esos dos se habían llevado de la patada los primeros días y cómo él protestaba porque lo llamara tuerto como mote. Al principio era la desconfianza comprensible del animal que no entiende qué hacía ese intruso en su casa, para luego volverse en amplia antipatía cuando Cesar le dejó una mordida en la mano en el espacio entre el pulgar y el dedo índice.
Ciertamente no había ayudado que, desprevenido, Antonio desplazara sus caricias hacia el lado prohibido y ni siquiera se diera cuenta de que el cuerpo antes relajado se ponía tenso sobre su regazo.

Lo suyo parecía un acuerdo de mutua indiferencia, con Icaro teniendo que recordarle constantemente a Antonio que él también tendría reparos con la gente tocándole la cara si se la hubieran quemado con gasolina, que finalmente parecía haber llegado a un cordial reconocimiento que no pasaba de más allá. No tenía dudas de que el hecho de que ya no tuvieran que convivir diariamente había sido de mucha ayuda en el asunto.
-No le digas así –dijo Icaro, extendiéndole el vaso lleno. Había perdido la cuenta de las veces que había pronunciado la misma frase, aunque sabía que Antonio la decía con la misma intención con la que cada pelirrojo era llamado “colo”, invariablemente cualquier otra característica física que posea. Era la cosa más destacable que percibía y por eso lo tanto digna de formar su nombre-. ¿Mucho calor afuera?
-El calor no es nada. Es la puta humedad lo que te mata –contestó Antonio tomando un largo trago. En cuanto bajó de nuevo el vaso le dirigió, por fin, una mirada examinadora-. Te dejaste la barba.
Icaro se frotó inconscientemente el vello facial que se había dejado formar un candado alrededor de su boca. La mayoría se rasuraba justo después de volver a la vida de gente que no tenía a nadie esperándoles para cenar, pero él había sentido la necesidad de dejársela crecer a ver qué se sentía. De momento no le disgustaba para nada. Era estúpido y no tenía el menor sentido, pero dejándosela de alguna manera sentía que estaba haciendo algo diferente a vivir un duelo y trabajar. Lo cual ni la salamanca iba a sacarle de encima.
-Sí. ¿Qué tal? ¿Me queda? –dijo, más por seguir la conversación que porque de verdad le interesara saber.
Carajo, a él le gustaba y eso era suficiente.
-No está mal, pero me hace acordar mucho al pelo de metalero que no conoce el shampoo que tenías antes –Otro sorbo-. Pero obvio, es porque yo te he visto entonces. Si fuera por primera vez, pues te quedaría bien.
-Gracias. Y bueno, ¿qué necesitas?
Antonio se acabó el vaso y comenzó a negar con la cabeza.
-Unos libros nada más y me voy. No te molesto. ¿Andabas ocupado con algo?
-No, para nada. Juegos de computadora. ¿Quieres más? –ofreció Icaro señalando su mano llena.
Este dejó lo que llevaba en la mesa.
-No, está bien –dijo y se irguió, indicando con el mentón la puerta que tenía su estudio. Aunque estudio era una palabra generosa. Originalmente había sido un armario al que sólo agrandaron un poco deshaciéndose de un baño que no pensaba utilizar, teniendo ya otro en la pieza. Apenas cabía el escritorio con la computadora fija, un archivero cortesía del viejo (regalo de bienvenida a la nueva casa) y estantes con libros a cada lado-. ¿Vamos?
-Sí –respondió Icaro.
Lo hizo entrar mientras él volvía a ocupar el asiento frente a la computadora.
-Mierda, no me acordaba de que eran tantos –dijo Antonio viendo los montones que incluso debían ser amontonados en el suelo, encima de cajas de plástico que además contenían otros documentos viejos-. Puedes seguir jugando si quieres. No sé cuánto voy a tardar.
-¿Seguro? ¿No quieres que te ayude?
-No, igual acabamos haciendo más desorden entre los dos. En serio, sigue tranquilo.
Entonces le dio la espalda, empezando a leer los títulos, llegando a ponerse en puntas de pie para alcanzar a ver los de la parte superior. Era bajo para un hombre de su edad, pero de ninguna manera desproporcionado. Icaro se volvió a la pantalla antes de que empezara a ver la manera en que la camisa se le subía al elevar los brazos y dejaba al descubierto una parte que ya no tenía derecho a contemplar como un pasmado. En realidad ni siquiera sentía un real deseo de hacerlo.
Lo que sintió más que nada mientras trataba de conectarse de vuelta, esta vez bajando el número de participantes para que todavía pudiera estar pendiente de su invitado, de lo que más era consciente era que se trataba de un invitado al que tampoco debía ignorar y sentía la correspondiente incomodidad que iba con ello porque no sabía de qué otra manera actuar. No tenían absolutamente nada nuevo que decirse el uno al otro. El tiempo de los reclamos hacía tiempo se había agotado. El echarse las culpas había carecido de sentido desde el inicio. Pensó que el hecho de que ahora sólo pudieran estar en silencio, dedicándose cada uno a dos cosas completamente diferentes, tras tres años de matrimonio igualitario nada menos, debería ser más triste.
La herida estaba ahí, pero ahora era como un hueco seco por el que pasaba la brisa. El dolor, como el amor, la comprensión, los celos, las ganas de llegar a un acuerdo al principio de un desacuerdo, todo se había desvanecido en el aire.
Se colocó los auriculares y volvió a la pelea. En el pequeño recuadro negro a un costado los seudónimos de los usuarios seguían subiendo a medida que se actualizaba con nuevos mensajes. Él era “el Viktorio990” anunciando tras el naranja que llevaba su nombre que ya estaba de vuelta, que lo pusieran al tanto de la situación.
Mientras algunos le respondían con la información que quería, otros soltaron comentarios sobre lo mucho que ya les estaban rompiendo el orto los otros. Un nuevo soldado se sumó a la línea y le dijo que era hora de que lo dejara al otro hacer para lo que vino. El nick le era desconocido, pero obviamente se dirigía a él.
-¿De qué me andas hablando? –tecleó rápidamente.
Estaba en los tres minutos previos a que el mapa volviera a cargarse en su computadora. Entonces el usario Loqui volvió a incluir su nombre en un nuevo mensaje.
“Apuesto a que sé en qué número estás pensando.”
Tuvo una breve duda al primer instante, pero le dijo que dejara de joder. Esperó una respuesta que no tardó en llegar.
“Te adivino la lotería de paso.”
Icaro se contuvo una risa. Sera hijo de puta, pensó mientras le escribía en una ventana privada qué carajo hacía ahí.
-Haciendo trampa, ¿no? –le dijo.
-¿No que no creías en esas cosas? –le contestó Marcos desde su casa.
-Mira, yo ni creo ni dejo de creer –respondió, preparando su armamento justo después de teclear la tecla enter para enviar. Estaban en el automóvil blindado que los llevaría a la ciudad donde se llevaba a cabo un ataque terrorista-. Estoy como tu viejo. Mientras sirva de algo, yo contento con eso.
-Como quieras. ¿No quieres saber cómo vas a morir?
Icaro volvió a ver la ventana principal del chat. Los miembros del equipo de control estaban en verde, mientras que los terroristas estaban en rojo. El seudónimo de Marcos estaba entre esos últimos. Se sonrió.
-¿Para qué si ya te voy a matar yo a vos? –replicó.
Segundos más tarde estaban sueltos con sus avatares ya con las armas en alto apuntando hacia su frente. Cada uno de ellos tenía el nick escrito encima de sus cabezas a todo momento junto a una barra azul que revelaba su estado de salud. Icaro saltó a buscar a los terroristas, enviando disparos nada más verlos. Uno de los primeros a los que les dio fue al perteneciente a Marcos, que justamente estaba recargándose y de pronto tuvo que ocultarse para curarse. Él se quedó defendiéndose de los que insistían en darle también.
-Puto –le soltó Marcos por su ventana privada e Icaro se volvió a reír entre dientes.
Momentos más tarde aparecía su nick en negro justo a una pequeña calavera. Se había muerto por alguien que llegó a atacarle desde atrás. En pocos minutos, sin embargo, el resto de los terroristas les pateaba el culo hasta el siguiente barrio virtual. Todavía sentía el movimiento de Antonio a sus espaldas, pero ya no le molestaba tanto como antes. No supo cuánto tiempo estuvo jugando cuando Antonio le puso la dio un toque en el hombro, llamándolo.
-¿Qué pasa? –preguntó sacándose de nuevo los auriculares-. ¿Ya está? ¿Tienes todo lo que te hace falta?
-No, todavía me faltan un par. Si no están aquí será que se los he prestado a algún compañero de la facultad –Antonio iba a la universidad para ser ingeniero en computación. Él había sido quien lo introdujo en los juegos online, pero desde el inicio estaba claro cuál de los dos sacaba el mayor placer de ellos-. No me acuerdo quién. Voy a tener que preguntar en el grupo de whatsapp.
-Bueno, ¿necesitas algo más?
-No, con esto tengo –dijo el hombre palpando la media docena de libros que tenía debajo del brazo, antes de mover la mano hacia su hombro y apretárselo un poco-. ¿Y vos qué tal? ¿Todo bien?
Icaro quiso no pensar en sus manos y en cómo solían ser utilizadas en sus momentos más íntimos, pero ahora realmente no hacían nada por él. Ese sentimiento estaba muerto y lo que percibía era la frialdad del cadaver. Casi se estremeció con el fin de sacárselo de encima, pero se contuvo.
-Sí, perfecto. Tratando de no morirme de hambre, imaginate.
-Che, lo lamento por el viejo –dijo Antonio de repente.
Icaro se dijo que debió haberlo esperado. Morirse era una cosa, pero ser la última víctima del más nuevo y notorio demente en Argentina era una historia completamente diferente. Cualquiera que se mantuviera siquiera superficialmente interesado en los diarios, las noticias en la televisión o la radio sabría lo que había pasado con el viejo.
-Gracias –pronunció.
-¿Todavía no tiene nada la cana, que no? –preguntó Antonio, buscando confirmación.
La cana. Claro. Para un caso de loco de mierda la gente solía pensar que la solución sería la policía y ciertamente lo sería, justo después de que él se tomara el trabajo de encontrarlo y llevárselo envuelto de regalo. Con suerte con algunos cuantos… moretones, esperaba secretamente.
-No, pero ya están trabajando en eso. La familia es la que lo peor pasa, pero ahí andan, aguantando –Hacía un par de días había hablado a Marta y le había contestado Teresa, diciéndole que su madre estaba bien, considerando todo, pero no podía ir a atenderle al teléfono porque estaba descansado en la cama. Icaro había visto el reloj en su celular y comprobado que ya eran más de las siete de la tarde, pero no comentó nada de eso. En su lugar le mandó a Teresa que le dijera a su madre que le enviaba saludos y que ojala se mejorara pronto. Era todo lo que podía hacer de momento.
-No me puedo creer que ande pasando esto –siguió hablando Antonio-. ¿A quién carajo se le ocurre venir a hacerse fama de asesino serial aquí? ¿Y para qué? ¿A qué tipo de enfermo se le ocurre hacer ese tipo de cosas?
A un loco de mierda, se autorespondió Icaro para sus adentros. A un loco de mierda que iba a encontrar, tarde o temprano. Por ahora ese era el plan principal. Atraparlo. Cualquier otra cosa posterior debería ser dejada a manos de la improvisación, porque si empezaba a imaginarse exactamente lo que quería hacerle ya no se contentaría hasta conseguirlo, lo cual podría tener resultados impredecibles y desfavorables a la causa.
-No tengo idea. Un lunático cualquiera con ínfulas de grande. A lo mejor porque sabe justo que este es un lugar pequeño lo que hiciera iba a resonar con mucha más fuerza que en otro sitio. Eso es todo. No tiene nada de especial ni diferente a los millones de locos que ya hay por todas partes.
Sabía que eso no era exactamente cierto. No todos los lunáticos recibían un pase de silencio casi absoluto denteo de la prensa, pero, excepto por esa pequeña ventaja, seguía siendo sólo una persona enferma a la que no debería darle más que lástima. Sólo que no podía obligarse a desarrollar algo así. Ya no.
-Qué optimista el chango –dijo Antonio, dándole un pequeño empujón al hombro.
-¿Y qué quieres que te diga, si es la verdad? Si hay algo que sobra en el mundo son locos como ese –pronunció con un tono más duro de lo que pretendía.
Quiso disculparse, pero antes Antonio chasqueó la lengua.
-Tampoco es para que te ofendas –dijo y le volvió a apretar el hombro-. No te hagas problema. Ya vas a ver cómo se arregla.
Ese era el tipo de cosas que él debería estar diciéndole a la gente, no la gente a él. Reprimió un súbito sentimiento de impotencia que le hacía querer discutir más, provocar una pelea en serio sólo por el gusto de hacerlo, para en su lugar dirigirle un palmada a la cadera para demostrar su acuerdo antes de levantarse.
-¿Seguro que no quieres algo más? –preguntó.
Antonio, su ex marido, lo miró largo y tendido, como si estuviera en busca de algo que, al final, sencillamente no pudo encontrar. Un aire de desilusión y resignación pasó por su rostro.
-No, ya estoy bien.
-Entonces te llevo a la puerta –dijo Icaro y se movió hacia la sala.
Antonio le siguió desde atrás en silencio. Intentó pensar algo que podría decirle como despedida, a sabiendas que iba a pasar mucho tiempo antes de que se vieran por casualidad y que no iba a ser por voluntad propia. Pero nada quiso salir de su boca ni en su mente pudo conjurar ningún comentario. Había pasado por rupturas en el pasado, pero un divorcio, una anulación ¿no debería ser todavía más significativo que eso?
¿No debería tener una despedida más dramática que un beso en la mejilla, un saludo cordial y hasta que nos encontremos de nuevo en la vida? Se preguntó si Antonio podía tener alguna idea similar. Aunque así fuera, ¿cómo iba a descubrirlas él sólo preguntando? Con la manija en la mano vio a Antonio inclinándose hacia él dándose de centro de atención su mejilla rasurada. La suya propia y apenas una parte de sus labios sintió la zona por un microsegundo antes de separarse definitivamente, sin siquiera mirarse. Quizá se había equivocado. Quizá eso era todo lo triste que debía ser.
-Cuídate –dijo su ex marido.
-Vos también –dijo Icaro, mirándolo mientras se dirigía hacia su propio auto y luego marcharse.
De vuelta al estudio. La batalla había terminado y la repartición de equipos ya había sucedido, seleccionando su nick para el grupo de los terroristas. La ventana privada centellaba requiriendo su interés y él la clickeó más por reflejo que por buscar conversación.
-¿Todo bien o ya te mató tu ex? ¿Acaso eso es sangre lo que veo en tu pantalla…?
-Deja de decir pendejadas –le dijo a la habitación vacía. Resultaba que el chico se había ido hacia tres minutos, razón por la cual ahora su nombre estaba oscurecido. Se le había ido la necesidad de distraerse a cualquier costo, de modo que abandonó el juego y apagó el equipo. Tenía trabajo que hacer.
Volvió a sacar la agenda del viejo desde el cajón donde lo tenía y puso en una lista los nombres y números que mejor le convenía tener más a mano cuando le hiciera falta. A la mayoría los conocía personalmente, de modo que no le costaría demasiado lograr que cooperaran con su caso, pero a otros a lo mejor tendría que sobornar para obtener su ayuda. Acabó de anotar desde la A hasta la Z y lo dejó a un lado, sosteniéndose la cabeza.
¿Qué estaba haciendo con su vida?

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